O lo tienes o no lo tienes. Es algo genético, que ya debes traer de serie o no hay nada que hacer; un impulso fáustico que hace que te levantes cada mañana con la obsesión de ver al ser humano más cercano siempre detrás de ti y a una distancia mínima de cien metros. Es el síndrome del retrovisor. Hay muchos ejemplos a lo largo de la historia deportiva. Borj lo tuvo y Nadal lo padece; Mohamed Alí lo llevaba bien y a Poli Díaz lo devoró; Ángel Nieto terminó por estabilizarlo y Valentino Rossi todavía está poniéndole las bridas. Ni siquiera la cercanía de la muerte lo morigera, al igual que sucedió cuando Raymond Poulidor visitó a Jacques Anquetil mientras éste se moría de cáncer. Ya ves, ironizó Anquetil, ganador de cinco Tours, a su eterno segundón: una vez más vas a ser el segundo. Quizás el enfermo más ilustre haya sido Drazen Petrovic, que es el sosias que deambula por mis recuerdos cada vez que veo la jeta tallada a cincel de Schumacher. Para un seguidor acérrimo del Real Madrid de baloncesto como yo, decir Petrovic es mentar a la bicha. Aquel cabronazo y su malhadada Cibona -lo reconozco: soy rencoroso- nos la metió doblada un campeonato de Europa tras otro, ahorrándonos cualquier tipo de consoladora distopía a ritmo de unos triples que lanzaba sacándonos la lengua, como un fan perverso de los Rolling, y que no sólo nos derrotaban, sino que nos hundían en la más humillante de las debacles. Al final, como estadísticamente hay 49 masoquistas por cada sádico, yo tuve síndrome de Estocolmo y terminé quitándome la boina y comprándome las palomitas para ver los partidos: reconozco que perder nunca es fácil, pero si lo haces contra el mejor jugador de Europa, digamos que lo entiendes. Michael Schumacher es de la misma naturaleza que Drazen Petrovic, una personalidad triple A: adquisitivo, agresivo, acumulativo. Son gente que ejercita la voluntad como los músculos, y sabe que para conseguir las cosas no hace falta sólo desear, sino que hay que querer. Clausewitz afirmaba que la táctica es el plan de una campaña y la estrategia es el plan para toda la guerra. Pues bien, eso es lo que hace el Káiser: la guerra. Quien crea que Schumacher se limita a correr está muy equivocado. Para en 15 años ser heptacampeón del mundo, ganar más carreras que nadie, tener más pole-positions, dar más vueltas rápidas, sumar más puntos, subir a más podios y ser líder en más vueltas, hay que manejar los mismos criterios de eficiencia imposibles que hacían que Petrovic continuara los entrenamientos solo, después de que todos sus compañeros se hubieran ido a las duchas, y tirase todos los días cien tiros más que ellos. Cada vez que se enfunda su mono se cubre con una loriga, al asegurar el casco cierra un yelmo, y cuando se incrusta en su monoplaza se monta a bordo de sí mismo; y por supuesto, delante no tiene una cinta de asfalto rodeada de boxes, tías buenas y tribunas hasta la bandera, sino una iconografía en plan Cecil B. Demille con cuadros de legiones en formación. Lo único que puede tener cierta similitud con lo que alberga la cabeza de Michael Schumacher es el momento en que en boxes una docena de mecánicos uniformados machihembran cada agujero con su tornillo a esa velocidad prodigiosa, exacta, perfecta. Se le reprocha sus accidentes con Daimon Hill y Jacques Villeneuve, fruto de un carácter marrullero, y que rebasó a Barrichello por orden del patrón, pero una vez en combate, para él, como para el senador Palpatine de la guerra de las galaxias, el bien es un punto de vista. Sencillamente porque la historia no registra a los segundos, en ningún deporte. Y el Káiser no vive en el día a día, sino en el yo a yo, obsesionado con el reconocimiento, la competitividad, el orgullo y la envidia. No entiendo mucho por qué, a la hora de concederle el Príncipe de Asturias, se intenta compensar esta hipotética antideportividad con sus donaciones y actos benéficos, cuando Michael Schumacher es quien es no por ser uno de esos deportistas metrosexuales depilados y tatuados, sino por desplegar un instinto primitivo, feroz e intimidatorio a los mandos de una máquina que alcanza los tropecientos. En fin. Con todo esto no quiero justificar a Schumacher, únicamente quiero explicarlo. Aunque, siendo realistas, los mitos no se dejan explicar, sólo narrar. Si hay un deportista que se merezca ese premio es el alemán, porque ha sido el mejor piloto de la historia, más que Senna, Prost, Fangio o Lauda. Y si alguien sigue con la mosca detrás de la oreja, siempre le pueden pedir que antes de ir a Oviedo haga como otro aficionado a mirar por el retrovisor, Jimmy Connors, que una vez fue con Chris Evert a confesarse y salió una hora después algo alicaído: todavía no he terminado, le dijo a la Evert, el cura me ha dicho que vuelva el próximo domingo.
O lo tienes o no lo tienes. Es algo genético, que ya debes traer de serie o no hay nada que hacer; un impulso fáustico que hace que te levantes cada mañana con la obsesión de ver al ser humano más cercano siempre detrás de ti y a una distancia mínima de cien metros. Es el síndrome del retrovisor. Hay muchos ejemplos a lo largo de la historia deportiva. Borj lo tuvo y Nadal lo padece; Mohamed Alí lo llevaba bien y a Poli Díaz lo devoró; Ángel Nieto terminó por estabilizarlo y Valentino Rossi todavía está poniéndole las bridas. Ni siquiera la cercanía de la muerte lo morigera, al igual que sucedió cuando Raymond Poulidor visitó a Jacques Anquetil mientras éste se moría de cáncer. Ya ves, ironizó Anquetil, ganador de cinco Tours, a su eterno segundón: una vez más vas a ser el segundo. Quizás el enfermo más ilustre haya sido Drazen Petrovic, que es el sosias que deambula por mis recuerdos cada vez que veo la jeta tallada a cincel de Schumacher. Para un seguidor acérrimo del Real Madrid de baloncesto como yo, decir Petrovic es mentar a la bicha. Aquel cabronazo y su malhadada Cibona -lo reconozco: soy rencoroso- nos la metió doblada un campeonato de Europa tras otro, ahorrándonos cualquier tipo de consoladora distopía a ritmo de unos triples que lanzaba sacándonos la lengua, como un fan perverso de los Rolling, y que no sólo nos derrotaban, sino que nos hundían en la más humillante de las debacles. Al final, como estadísticamente hay 49 masoquistas por cada sádico, yo tuve síndrome de Estocolmo y terminé quitándome la boina y comprándome las palomitas para ver los partidos: reconozco que perder nunca es fácil, pero si lo haces contra el mejor jugador de Europa, digamos que lo entiendes. Michael Schumacher es de la misma naturaleza que Drazen Petrovic, una personalidad triple A: adquisitivo, agresivo, acumulativo. Son gente que ejercita la voluntad como los músculos, y sabe que para conseguir las cosas no hace falta sólo desear, sino que hay que querer. Clausewitz afirmaba que la táctica es el plan de una campaña y la estrategia es el plan para toda la guerra. Pues bien, eso es lo que hace el Káiser: la guerra. Quien crea que Schumacher se limita a correr está muy equivocado. Para en 15 años ser heptacampeón del mundo, ganar más carreras que nadie, tener más pole-positions, dar más vueltas rápidas, sumar más puntos, subir a más podios y ser líder en más vueltas, hay que manejar los mismos criterios de eficiencia imposibles que hacían que Petrovic continuara los entrenamientos solo, después de que todos sus compañeros se hubieran ido a las duchas, y tirase todos los días cien tiros más que ellos. Cada vez que se enfunda su mono se cubre con una loriga, al asegurar el casco cierra un yelmo, y cuando se incrusta en su monoplaza se monta a bordo de sí mismo; y por supuesto, delante no tiene una cinta de asfalto rodeada de boxes, tías buenas y tribunas hasta la bandera, sino una iconografía en plan Cecil B. Demille con cuadros de legiones en formación. Lo único que puede tener cierta similitud con lo que alberga la cabeza de Michael Schumacher es el momento en que en boxes una docena de mecánicos uniformados machihembran cada agujero con su tornillo a esa velocidad prodigiosa, exacta, perfecta. Se le reprocha sus accidentes con Daimon Hill y Jacques Villeneuve, fruto de un carácter marrullero, y que rebasó a Barrichello por orden del patrón, pero una vez en combate, para él, como para el senador Palpatine de la guerra de las galaxias, el bien es un punto de vista. Sencillamente porque la historia no registra a los segundos, en ningún deporte. Y el Káiser no vive en el día a día, sino en el yo a yo, obsesionado con el reconocimiento, la competitividad, el orgullo y la envidia. No entiendo mucho por qué, a la hora de concederle el Príncipe de Asturias, se intenta compensar esta hipotética antideportividad con sus donaciones y actos benéficos, cuando Michael Schumacher es quien es no por ser uno de esos deportistas metrosexuales depilados y tatuados, sino por desplegar un instinto primitivo, feroz e intimidatorio a los mandos de una máquina que alcanza los tropecientos. En fin. Con todo esto no quiero justificar a Schumacher, únicamente quiero explicarlo. Aunque, siendo realistas, los mitos no se dejan explicar, sólo narrar. Si hay un deportista que se merezca ese premio es el alemán, porque ha sido el mejor piloto de la historia, más que Senna, Prost, Fangio o Lauda. Y si alguien sigue con la mosca detrás de la oreja, siempre le pueden pedir que antes de ir a Oviedo haga como otro aficionado a mirar por el retrovisor, Jimmy Connors, que una vez fue con Chris Evert a confesarse y salió una hora después algo alicaído: todavía no he terminado, le dijo a la Evert, el cura me ha dicho que vuelva el próximo domingo.
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2 comentarios:
Chocho, acabo de llegar de pedo y he descubierto que me han dado un premio que, a su vez, servidora tiene que reentregar y he decidido darte uno. Míralo en mi blog.
¡Hala! Me piro a dormir que creo que me he pasado bebiendo...
Ah! Luego leo el post, que ahora la cabeza no me da, ¿vale?
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