Días sin final

| lunes, 19 de marzo de 2018 | 9:15


Prefiero la bondad al bien. En nombre del bien se ha destruido demasiado, pero nadie ha matado nada en nombre de la bondad. Con ideas así se construye una de las novelas más hermosas que he leído en los últimos meses. Lo han definido como una epopeya gay, y yo añadiría que es un sillar a partir del cual se construye un amor duradero y esencial -de cualquier signo-, que defiende aquel “cuidado” que cantaba Battiato. Da igual el color, el género o la orientación sexual, si una familia funciona solo cabe protegerla con un pistolón lo más grande posible. Sebastian Barry cuenta la historia de dos flores torcidas, supervivientes más que logreros, que cruzan la América de mediados del XIX en busca de la felicidad -o lo que se quiera tomar como tal-. El virtuosismo de su prosa nos hace cruzar el fuego de lo inverosímil y no quemarnos: Thomas McNulty y John Cole, amantes y amados, atraviesan un país en construcción, plagado de convenciones, violencia y tótems religiosos, en el que serán testigos y cómplices de la crueldad y el esplendor. Para sobrevivir, se travestirán en saloons con faldas y a loco, servirán en el ejército masacrando a las tribus indígenas, combatirán en la guerra civil… En el camino, adoptarán a una joven sioux formando una familia que hoy se denominaría disfuncional, pero, sinceramente, a la vista de todo el amor que se derrama, quién puede sancionar un canon. Éramos virutas de humanidad en un mundo rudo, dice Thomas, mientras son protagonistas de la historia americana, unas veces filibusteros, otras santos, en las tierras de Misuri, Oregón, Tennesse o California. La prosa es elegante, fina, y cada palabra “significa”; podría albergar la tentación de compararlo con el Meridiano de Sangre McCarthyano, pero en la obra de Barry abunda algo de la que la anterior carece: empatía. Si el mal es la ausencia de la misma, Cormac ahonda en el mal, mientras Barry lo neutraliza a base de afecto. Consideren este fragmento: Entonces no creíamos que el tiempo fuera un bien que tuviera fin, sino algo que duraba para siempre; todo se había detenido en ese momento. Es difícil explicar lo que quiero decir con eso. Echas la mirada atrás a todos esos años infinitos en que nunca tuviste ese pensamiento. Ahora lo hago mientras escribo estas palabras en Tennesse. Pienso en los días sin final de mi vida. Ahora ya no es así. Estaba leyendo la novela, y no quería que se acabara. Llegué a la última página, y comencé otra vez.