El mar, otra vez

| jueves, 29 de julio de 2010 | 12:38

Allí estaba, delante de mi abuela Erundina. En compañía de mi padre, mi novia y la chica que la asiste a sus 92 años. Cada vez que regreso a Asturias voy a verla, le llevo dulces, paso un tiempo con ella, hablando, lúcida como está, con esa mirada sin tiempo, pilla, irónica, unos ojos claros que se permiten decir ya todo lo que los demás nos guardamos por corrección social. No se corta, mi abuela, no. Pero hacía tiempo que no la veía, y en las últimas semanas mi madre había decidido dejar de teñirla y cortarle un poco el pelo, la dificultad de sus movimientos hacía muy pesado el proceso -lo que no permite es que dejen de pintarle los labios y las uñas, en su proverbial coquetería-. Para mí fue impactante ver su pelo blanco, nunca antes había habido un testigo tan flagrante de su vejez. Me dio mucha pena, incluso me deprimió comprobar la crudeza de un tiempo que la borraba, que la hacía desvanecerse por momentos. Incomprensiblemente, el pelo teñido me había ocultado la envergadura del naufragio. Y hubo en mi cabeza una especie de chispazo, una catarsis: cuánto hacía que mi abuela no salía de casa. Mucho, mucho tiempo, años; mi padre había construido una aséptica crisálida para protegerla en sus últimos días. Hay que llevarla a ver el mar, pa, dije, tiene que ver Ribadesella otra vez, Gobiendes, el mar, los árboles, el verde. Mi padre se negó alegando la edad de su madre, y yo insistí, y le dije a mi abuela que el sábado nos íbamos, que la bajábamos en una silla entre los dos hasta el coche, y ella sonrió, y dijo que ya era muy vieja, pero miraba a mi padre pidiéndole mudo consentimiento, sus roles intercambiados. Pero mi padre siguió alegando que andaba muy mal y que le daba miedo, y entonces ella se levantó y empezó a dar un paseo, esforzado, sin equilibrio, como un bebé grande. Y aproveché para seguir insistiendo, cabezón como soy, hay que llevarla a ver el mar, pa, no puede irse sin volver a ver los paisajes de su vida. Y me costó dos semanas de dar la vara convencer a mi padre, llamadas, tratos con mi madre, apoyos tácitos y explícitos de mi chica. Mi padre acabó cediendo, pero yo entiendo sus temores. La bajamos un sábado de mañana en una sillita del rey; condujo mi padre, yo fui detrás, acompañándola con mi chica. Y llegamos al mar, y la ayudamos a sentarse en un banco de piedra, frente al mar. Y nos sentamos con ella. Así, sin decir nada. Ella tan pequeñita, tan gordita, con esos ojos tan azules que darían envidia a cualquier mar. Y, bueno, sólo quería contarles esto. Que tenían que haber visto su sonrisa. Y su mirada, esa mirada que me llevaré conmigo cuando a mí también me vengan a buscar.

Que la Parca reclame a los suyos

| domingo, 25 de julio de 2010 | 22:53


Les voy a enumerar lo que me rodea en estos momentos. Unas bolsas de la FNAC con su contenido esparcido por el suelo; el fantástico libro de E. L. Doctorow, Homer y Langley, sobre los famosos y mitológicos hermanos neoyorquinos afectados por un sobredimensionado Síndrome de Diógenes; el Diccionario de Nueva York, la mirada matizada y poética de Alfonso Armada sobre la ciudad; Tierra desacostumbrada, de Jhumpa Lahiri… Un recorte de El Viajero de El País sobre las playas de Máncora, en el norte de Perú, paraíso de surfistas y patria de los pisco sour. Otro trozo de periódico con la forma de Chipre que habla de la exposición del fotógrafo Juergen Teller en la sala Alcalá 31 de Madrid. Un poco más allá continúa el derrumbe de libros: La caída de Constantinopla, de Sir Steven Runciman, que cuenta la historia como si fuese un erudito, límpido y escrupuloso relato de honor y sangre y crueldad y traición; el National Book Award del 2009, Que el vasto mundo siga girando, de Colum McCann, un emocionante y caleidoscópico retrato de Nueva York -casualmente, este autor sale dándose un paseo con Alfonso Armada en su diccionario-; una edición de bolsillo de Apocalípticos e Integrados, los magistrales ensayos de Umberto Eco sobre la cultura de masas; El día de la Independencia, de Richard Ford, también en bolsillo; los cuentos completos de Cheever, en la edición de tapa dura de Emecé. Un DVD con tres capítulos de la segunda temporada de Mad Men. Una toalla, unas chanclas y un protector 30 contra el sol, en espera de que me vaya a una calita perdida. Cuatro periódicos del día. Sobre un diccionario de inglés, los libritos de entrevistas de La Fábrica Conversations with photographers. El tocho El siglo moderno, de Cartier-Bresson. Un CD de Love of Lesbian. En el punto más lejano, otro tocho que se titula The Works of Oscar Wilde. Y como tenía curiosidad por el género negro escandinavo, tan en boga, me he comprado también Las hijas del frío, de Camilla Läckberg, a ver cuál es la receta para vender millones de ejemplares. Un reloj de plástico para controlar el tiempo que voy a estar tostándome. Un gorrita azul de los Hornets -también contra Lorenzo-. Unas gafas de sol para parecer más misterioso. La cámara para mis fotoguiri -ya saben, con gorrita, sin gorrita, con pantaloncito a cuadros, con pantaloncito liso…-. Y ya está, creo que eso es todo. Con este inventario espero haberles dado ideas para que este verano disfruten mejor de sus calas particulares. Cuando toque, como dice Pérez Reverte, que la Parca reclame a los suyos. Pero entretanto disfruten: también se ha ganado el Tour.


PDATA: TODOS LOS MARTES DE AGOSTO PODRÁN ESCUCHARME EN EL PROGRAMA DE ONDA CERO DE ARTURO TÉLLEZ, A PARTIR DE LAS SIETE: CONVERSACIONES CON UN BURGUÉS.

Don Carpenter

| jueves, 22 de julio de 2010 | 10:48

Mi gintonic es una nación

| lunes, 19 de julio de 2010 | 0:03

Me hallaba el otro día en una de mis barras preferidas, tomándome un gintonic de Bulldog con Schweppes, cuando, inesperadamente, mi copa me habló. Sí, mi gintonic me confesó muy convencido que era una nación. Yo, por supuesto, no me sorprendí de que mi gintonic hablara, ya habíamos mantenido prolijas conversaciones en el pasado, pero era la primera vez que admitía aquello. Yo le dije, no puedes ser una nación, eres un gintonic. Pero si los políticos catalanes dicen que Cataluña es una nación, por qué yo no, respondió. Porque tú eres un gintonic y no puedes cambiar tu esencia, contesté; ¿qué pasaría si los cubalibres quisieran ser koalas?, el mundo tiene que manejar unos conceptos, no puedes ir en plan Wittgenstein poniendo en tela de juicio incluso las herramientas con las que nos comunicamos, la sociedad devendría en un absurdo. Pero yo quiero ser una nación, repitió mi gintonic, como dicen los políticos catalanes. No seas cafre, tú eres un gintonic, y no puedes replantear el modelo mismo de un Estado, tampoco puedes vulnerar el principio de solidaridad interterritorial ni cargarte el modelo autonómico, no tiene capacidad para imponer la lengua catalana en todos los ámbitos civiles: eres un gintonic. Además, imagínate que fueras una nación, inmediatamente habría caipiriñas, y pisco sour, y white russian, y Somontanos que querrían unos ser un avión a reacción y otros cambiar de color y otros tener una selección de fútbol y otros ser paraíso fiscal y la misma Alicia no encontraría la salida de este país. ¿Quieres acabar como Francisco Camps, envuelto en la Real Señera? Mi gintonic me miró con ojillos desencantados, pero hay que ser flexible, insistió, además también quiero tener otro sabor, estoy harto de saber a gintonic. No me seas cabezón, le reprendí, todo ha de tener límites, tanto la dinámica nacionalista como los gintonics, no todo en la vida es una disposición transitoria ni conveniencias partidistas, tiene que haber piedras basales que nos sirvan de anclas, por ejemplo que la Constitución no sea un chicle que puedes estirar a voluntad o que cuando pido un gintonic éste no se aplique una técnica interpretativa tal que sepa a mantequilla de cacahuete. Qué ocurriría si... Pero yo quiero ser una nación, gritó mi gintonic. En fin, dije con agotamiento, me bebí la copa de un trago y le pedí otra al camarero. Y esta vez que sea de Tanqueray, por favor.

Las mil y una noches de Alan Álvarez

| viernes, 16 de julio de 2010 | 18:49

En Mallorca, con mi hermano Alan Álvarez, en uno de esos momentos inexplicables, mágicos, una aporía, una tensión de signos, es difícil de expresarlo con palabras, ya lo decía Beckett. Se les pondrán los pelos de punta. La gracia, lo unánime, el ser, lo pleno... Gurú, gurú.

Los héroes decentes

| miércoles, 14 de julio de 2010 | 10:37



El triunfo de la selección ha sido importante, pero más el combate. La cortesía y el buen gusto, como decía el diablo de los Stones, enfrentada a la náusea 'oranje'. Ha sido benéfico, ha sido poderoso, y quien no se dé cuenta de que esto es más que fútbol, lo malcomprenderá todo. No se trataba de meter una pelotita en una red, se trataba de contarnos un relato que nos mostraba las leyes de la comunidad y distribuía el sufrimiento. A través de esa historia nos regalaban un saber para sobrevivir, un sistema de conocimiento que faculta para la imaginación, para ver cosas y hacer conexiones posibles dentro de parámetros fácticos. Es la conformación de la tribu, de la comunidad, del equipo que nos dice que si no luchamos juntos, nos colgarán por separado. Ya sea un depredador salvaje, las condiciones meteorológicas o una naranja demediada.
Decía Barley Blair, el protagonista de 'La Casa Rusia', la novela de Le Carré, que en estos tiempos hay que pensar como un héroe para comportarse como una simple persona decente. Han sido ellos, los mismos héroes que han tenido el orgullo infinito de concebir una obra de arte y la humildad imprescindible para ejecutarla. Los mismos que para entender al león no se han ido al zoológico, sino a la selva.
El nacimiento de un héroe debe ser invariablemente humilde y milagroso, en sus primeras actuaciones públicas dará muestras de una fuerza o inteligencia extraordinarias y le procurarán un rápido encumbramiento. Sus luchas triunfales contra las fuerzas del mal ocuparán, entre menguados intervalos amorosos, la mayor parte de su historia, y la muerte sobrevendrá bien como efecto de una traición, bien por entrega voluntaria de un sacrificio desmesurado, o ambos elementos conjugados. Esta vez nos soplamos el final del cuento, el fatalismo, la amargura, las coartadas, el escepticismo, el mal fario, y gritamos como el dragón Fafner en 'Sigfrido': estamos y poseemos. Pero, por favor, no olvidemos que después vendrá lo más difícil: administrar bien el éxito. Íker, todos te envidiamos. Sara, a ti también.

El éxito o el beso a Sara Carbonero

| lunes, 12 de julio de 2010 | 0:06



No fue un partido, fue una campaña militar. Estos tíos se lo merecen todo. Y como dijo Camacho cuando Casillas levantó la copa: pase lo que pase ahora, esto es historia de toda la vida. Y lo mejor el beso de Iker a la Carbonero. Con dos cojones.

Preciso en el fondo, brillante en la forma

| domingo, 11 de julio de 2010 | 11:28


Me gustaría vivir como vivo ahora pero pudiendo.

Jaime de Mora y Aragón.

España über alles

| jueves, 8 de julio de 2010 | 7:48


Pedimos la canonización del pulpo Paul, o en su defecto su inmediata nacionalización y traslado a la madre patria. A partir de entonces será el pulpo Ramón.

Gastronomías del mundo mundial

| domingo, 4 de julio de 2010 | 13:53


En mi particular campaña por los vinos de Madrid les voy a recomendar un caldo que les reconciliará con el mundo: Licinia. Syrah, tempranillo y Cabernet Sauvignon. Tiene todos los premios que le puedan echar, pero eso a mí me es indiferente. Hay que probarlo.

Plátano es

| jueves, 1 de julio de 2010 | 11:37


¿Recuerdan? Oro parece. El tradicional acertijo también podría ser un buen logo para nuestra civilización. La cultura del simulacro, del fingimiento, de lo que parece. ¿Se han fijado últimamente en los anuncios? Pollos brillantes, cafés espumosos y humeantes que casi logran que su sabroso aroma se pueda masticar, helados platónicos... En un negocio en el que los objetos no pueden hablar ni actuar, debe potenciarse la imagen. En los spots de aceites se utilizan glicerinas especiales para que los chorros sean uniformes, en los de helados estos son sustituidos por purés de patata para que no se derritan durante el proceso de rodaje o la sesión de fotografía. y tanto las hamburguesas como los pescados pasan antes por una sesión de making-up dignas de Sara Montiel. Los dos grandes enemigos a los que deben enfrentarse también son los de la diva manchega: la oxidación y la luz. En efecto, los pollos son barnizados por estilistas, las tabletas de chocolate, tan frágiles ante el calor o cuyo corte perfecto resulta prácticamente un milagro, se sustituyen por arcillas coloreadas. En los platos precocinados se eligen las fabas una a una como si participasen en un casting de OT, en las fresas con nata se utiliza espuma de afeitar que mantiene siempre su frescura y su brillo, usándose también como espuma del capuccino; y para lograr esas hiedras de humo que expele el oscuro líquido se utilizan cigarrillos encendidos o plantas recién quemadas. A las copas de cristal recién lavadas con el lavavajillas de turno, se les aplican pulverizadores que provocan destellos azules, evangelistas instantáneos de la limpieza; el hielo suele ser de plástico o cristal; la escarcha artificial se obtiene de mojar una compresa; las personas llevan un proceso de maquillaje, iluminación y retoques digitales... Los profesionales hablan no de mentir, sino de optimizar. Mientras leía sobre el tema, tenía siempre en la cabeza a Bush durante la sangrienta broma de la escenificación de la victoria en Irak, años atrás, con su llegada al portaaviones Abraham Lincoln ante un estandarte con la inscripción Misión Cumplida. El aterrizaje del presidente vestido de aviador, casco en mano, como si volviera de una misión Top Gun, mientras el cámara se tenía que esforzar para encuadrar cuidadosamente la escena a fin de que no se percibiera en el horizonte la ciudad de San Diego, a unas cuarenta millas, cuando se suponía que el portaaviones estaba cruzando el mar en la zona de combate. Nada que ver con los yogures, por supuesto. Pero se parece.