Aquí estamos de cuerpo presente en la faraónica delegación del Principado de Asturias en Madrid. Le presenté su excelente libro de relatos Uno no gana para sustos a José Luis Espina. Creo que lo pasamos bien. Muchas gracias a Olaya por la organización, y a Miguel Munárriz porque es Miguel Munárriz.
Alguien dijo alguna vez que nacemos incendiarios y morimos bomberos. Bueno, eso es cierto en parte. Hay algunos que a punto de palmarla todavía siguen bebiendo gasolina y escupiendo fuego. Ese es el caso de Raphael. Efectivamente, yo me declaro sin paños calientes admirador de Raphael, de toda la vida, como se suele decir. Es más, Sinatra siempre me ha parecido una medianía en comparación con el niño de Linares. Porque Raphael, para lo bueno y para lo malo, es el exceso, el kitsch, como una de esas novelas grandiosas, monumentales, ubérrimas, bichos poderosos y pesados con grandes fracasos y grandes aportaciones ante los que no hay más salida que quitarse el sombrero porque, aunque tú no te la creas, ella se lo cree por ti, se lo cree por todos.
El mundo cambia, Raphael no. No tiene por qué. Ha sobrevivido a su éxito, a imitadores, a críticos, a las modas, incluso a una enfermedad hepática con la insistencia cabezona de un espermatozoide triunfador. A Raphael hace tiempo que todo se la suda, se limita a sonreír y a perseverar en su ser spinoziano. Nadie nos amará como él, nadie desenroscará bombillas virtuales como él, nadie hará de drama queen como él, nadie se emosionará con s tanto como él, hace tiempo que su reino no es de este mundo -ni de ninguno conocido ni por conocer, me temo-. Porque Raphael sigue a pies juntillas la afirmación de Pessoa de que para ser grande, hay que ser entero, ser todo en cada cosa, ponerlo todo, sin excluir nada.
Inacabable, fastuoso, quimérico y cursi, ahora que celebra sus cincuenta años en el mundo de la música contaré la anécdota que siempre cuento sobre él. Es decir, la resolución de uno de los grandes misterios de la Humanidad, a la altura de las pistas de Nazca o el ya descriptado Teorema de Fermat: ¿por qué el cantante escribe su nombre con una ph en vez de con f? Cuando tenía 14 años, acompañado por Paco Gordillo, su mánager, se presentó en la Phillips para que le hicieran una prueba de voz. El adolescente que quería triunfar en la música se quedó mirando el rótulo luminoso. ¿Por qué Phillips se escribe con ph y se pronuncia con f?, se preguntó. Allí mismo decidí, cuenta el incomparable artista, que para triunfar de verdad, o sea, en todo el mundo, mi nombre artístico debía ser Raphael. ¿Qué me dicen, eh? Es estúpido. Es genial. Es definitivo.
Aquí les dejo una versión espléndida de Como yo te amo de los Niños Mutantes.
Si alguna vez tuviese la suerte de crear una novela como la tuya, sera la niña más feliz del mundo. Espero que tengas muchsima suerte en tu carrera literaria y que seas también muy feli con tu éxito.
Muchos besos
Les voy a contar un cuento. No es necesario empezar por érase que se era, vamos directamente al meollo, a la época del desmoronamiento de la Unión Soviética en que el crimen campeaba masificado, sin barreras definidas, camuflado en todos los pliegues del conjunto social, inabarcable y podrido. De la noche a la mañana millones de rusos se encontraron por debajo del umbral de la pobreza debido a la hiperinflación –el rublo era un mendigo y el dólar su rey-, registrándose una gigantesca carrera por la supervivencia en la que se dio un aumento espectacular de la delincuencia organizada y las guerras en el Cáucaso que asolaron el territorio. En este entorno mortífero surgió una nueva clase de delincuente, unos señores que aprovecharon el vacío de poder para desvalijar los bienes del Estado y robar industrias enteras, bombeando una corriente de oro hacia paraísos fiscales lejos de Rusia, al tiempo que adornaban sus fechorías con una orgía de consumo digna de los zares y unos comportamientos tan decadentes que harían enrojecer a Calígula. Se llamaban los oligarcas. El método para forrarse fue tan elegante como sencillo. El llamado gabinete kamikaze de Yeltsin desmanteló el contrato social soviético y liberalizó los precios sin ningún tipo de control. Casualmente, liberalizó todo lo que afectaba al ciudadano de a pie, el pan, la vivienda… pero no lo que tocaba a los empresarios, el petróleo, el gas natural, los diamantes y los metales. Así, los malhechores podían adquirir todo esto al antiguo precio protegido soviético y venderlo al precio de mercado en el extranjero. En algunos casos, el precio inicial era cuarenta veces menor. ¿Van cogiéndolo? Si tú compras a un dólar en Siberia y vendes a cuarenta en Estonia, te puedes ir descojonando del Tío Gilito. Pero hay más.
Durante los coletazos finales del III Reich, se produjo un espeluznante y perverso fenómeno en las SS en el que -salvando las distancias- se lee una equivalencia perfecta respecto al estado actual de la banda terrorista ETA. En esta temible Orden Negra que se encargó de una manera eficaz y metodológica de organizar un terror que quemó hombres y abrasó fronteras durante seis largos años, hubo una segunda generación de SchutzStaffel nacidos a partir de 1918 que tomó las riendas de la organización casi arrebatándoselas a los fundadores. Eran jóvenes que llevaban desde los diez años sin contacto con otros valores que los del nacionalsocialismo, inmersos en una superstición oscura, inmune a la crítica, y que ya no necesitaban los pretextos ideológicos de Hitler para cometer atrocidades. De hecho, muchos de ellos veían al viejo Adolf como a un abuelo al que se le tenía cariño pero a quien no había que hacer mucho caso. Ellos ya tenían otro dios a quien reverenciar, Heinrich Himmler, el hombre de la aniquilación metódica, el verdugo inmutable con cara de ratón. De esa manera, se limitaban a ser engranajes de la maquinaria, fríos, mecánicos, abstraídos; unos seres a quienes las napolas habían extirpado la conciencia, la inteligencia y el alma y que buscaban únicamente un nuevo orden, la tabula rasa del mundo donde mantener en marcha una revolución nihilista cuyo único fin era ya la destrucción de todo. Ese fanatismo lo comprobaron los Aliados cuando ni sus bombardeos, ni sus ejércitos ni su propaganda lograron minar su voluntad de combate ante una derrota segura.
Yo no voy a escribir sobre Obama. Es decir, me parece fascinante su triunfo, y que hayamos acabado con ocho años de prehistoria para hacer un poco de historia, y que nos provea de cierta ilusión, y que le quede estupendamente tanto el traje como el chándal, pero después del confeti hay que dejarle que se enfrente con un perfil bajo y mucha tranquilidad a los inmensos problemas que le aguardan. Por tanto, y para paliar las inevitables decepciones futuras, amplificadas por la mercadotecnia del nuevo Camelot de un Kennedy negro que posiblemente acabe como el anterior -el sueño, esperemos que no Obama-, voy a hacer lo que mejor se me da: contar una historia que a lo mejor tiene que ver con el futuro presidente o a lo mejor no, ya veremos.
En las jornadas literarias de Pravia venimos a arreglar el mundo, o por lo menos a intentarlo. Y para ello utilizamos la herramienta de la literatura, un instrumento regulador que ayuda a equilibrar los desajustes sociales, compensa miserias cotidianas, e impone una justicia poética diferente de la humana. Alguno pensará que los miembros de la Asociación de Escritores de Asturias somos unos ilusos, y yo le confirmo que sí, afortunadamente sí. Y unos optimistas, porque perder el optimismo significa abrir las puertas a cosas terribles. En esta labor vitalista, en esa visión que en su momento tuvieron gente como Javier Lasheras –lean su maravillosa poesía en Fundación- y apoyaron escritores como Pepe Monteserín –su obra La Conferencia les entusiasmará-, se contó con la ayuda inestimable del Ayuntamiento de Pravia. Un empeño sobresaliente de un concejo donde no sólo reina el homo economicus, que entiende que la poesía no siempre ha de ser devorada por la política, y cuyo marco natural añade un lujo emocional que demuestra que no hace falta ser un Denis Tito y gastarse veintidós millones de euros por una semana a bordo de la estación espacial internacional, basta con un paseo diletante y divagatorio, y quizás con un par de euros para tomarse un café en cualquiera de los bares de Pravia.
En este ambiente de fiesta, y en la biblioteca pública municipal Antón de la Braña, eje del dinamismo cultural del concejo, Rubén Rodríguez, presidente de la asociación de escritores, acompañado por un representante de la consejería de cultura del Principado y Don Juan Antonio de Luis Solar, alcalde de Pravia, se encargaron de estrellar una botella de champán virtual contra la tarde de hoy para inaugurar las VIII jornadas de literatura. Entre el público la mezcla de miembros demuestra, como cada año, que la juventud no es sinónimo de originalidad como madurez no lo es de sabiduría y paciencia. Hablando con Jorge Ordaz me encuentro con la insaciable curiosidad de un crío; compartiendo impresiones con Alejandra Sirvent te das cuenta de que desprende un aire sabio, de quien está convencida de que la capacidad de sentir y pensar la belleza y el orden no es inferior a esa belleza y ese orden. Y sentados aquí y allá, José Havel, Eva Vaz, Herrero Montoto, Manuel García Rubio, Miguel Rojo, José Luis Piquero, Pelayo Fueyo… Mientras, Elvira y Covadonga, eficaces hasta la saciedad, mantienen firme el timón de la organización a base de hierro y terciopelo
El primero en tomar la alternativa es Diego Medrano, que presenta al inconfundible Luis Antonio de Villena. Diego es uno de esos tipos que escriben cada página como si fueran la última, y despliega todo el espectro semántico en el preámbulo, para que Luis Antonio nos demuestre entonces que nosotros tenemos los relojes, pero él tiene el tiempo. Habla de escuchar, el placer de escuchar, de entender, no para defender tu opinión ni seleccionar lo que apoye tus teorías, sino para aprehender con el fin de implicarnos moralmente con el vecino. Habla de su sentido terapéutico, de su utilidad para leer la sociedad, habla con pasión, con capacidad para contar, con mucho sentido del humor, habla, habla, habla… y nosotros escuchamos.
A continuación es el turno de Javier Reverte, presentado por la voz profunda y calma de Alberto Piquero. Previamente, compartí mesa y mantel con Reverte y, sinceramente, fue una delicia. Es un tipo irónico, educado, ameno, no sujeto a escalafones ni compromisos. Imprescindible que ustedes lean su última obra, Venga a nosotros tu reino. Y con él llega el placer de viajar; los fríos heladores del ártico y el polvo reseco de los desiertos más herméticos de un planeta en el que de 6500 millones de personas, 191 viven en países distintos al de su nacimiento. Nos habla de lugares donde no te encontraría ni Dios, ni siquiera Google; del choque frontal con la diferencia, de la obligación de redefinirte, de volverte más sensible a lo que acontece a tu alrededor y desarrollar un pensamiento y una estética alternativa. De esa geografía que no es sólo física, sino personal, y que al igual que Drácula nos incita a recorrer las calles atestadas, sumergirnos en el torbellino y la avalancha de humanidad, participar de la vida, del cambio, de la muerte y de todo lo que hace al mundo ser como es.
Cuando los griegos se refieren al arte hablan del ritmo, pero no como un fluir, sino de algo que mantiene al ser humano en sus límites. Argumentan acerca del ritmo de un edificio o de una estatua, piensan en el ritmo de la danza o de la música. En Pravia suena ahora ese ritmo de las estatuas, la danza o la música: suena el ritmo de la literatura, una literatura alejada de los fraudes del mercado, de la consagración de las ventas, de la falta de criterio, de la posteridad en función de las entradas en los buscadores de la red. Una vez que han comenzado sus noches y sus días, y como decía Eric Clapton, lo único seguro en este instante es que no quiero ir a ningún sitio, y eso ya es algo para alguien que antes corría sin parar.
Un año más llega esa fiesta de la literatura asturiana que son las Jornadas de Pravia. Con esta ya son ocho las ediciones alcanzadas por un proyecto que se inició con mucha ilusión y ha ido madurando en cantidad y sustancia. Durante un fin de semana nos reunimos poetas, novelistas, periodistas, editores… y demás gente de la farándula en una comunión literaria, para trazar un mapa de las sílabas, las letras, los puntos y las comas, e incluso de los locuaces silencios de nuestras obras.
En esta ocasión el motivo que nos reúne son los placeres. Unos placeres civilizados, puedo asegurarles, que no tendrán que ver con el libertinaje, sino con la sonrisa, la ironía y el respeto. El placer de escuchar a gente como Luis Antonio de Villena o el placer de viajar que nos refrendará Javier Reverte. El placer de comer, entre cuyas croquetas y gambas blancas me desenvolveré yo mismo, o el placer de sentir con que nos acariciará Eva Vaz. El placer de escribir con que nos deleitará gente como Antonio Valle y el placer de leer ilustrado por Luis Alberto de Cuenca o José Luis Piquero.
Confesiones, lecturas, mesas redondas, canciones y copas canallas, cenas exquisitas, algún beso furtivo, y la incalculable hospitalidad de Pravia. Estoy convencido, una vez pasada la última página, que otro año más se lograra la empresa de dibujar un gran y perfecto mapa de la literatura asturiana.
La noche del domingo, después de cenar con Alan Álvarez -consulten su myspace- y con un periodista vasco-asturiano con el cual creo estar cultivando una de esas amistades que serán duraderas, nos fuimos a tomar coñac a un local cerca de mi casa. Conversar con determinado tipo de gente sólo te hace más inteligente, estoy convencido de ello, y estos dos son de esa calaña. En un momento dado, el periodista dejó su copa-balón y nos miró con decisión.
-Mira, una vez que te has dado cuenta de que nada merece la pena y todo es un engaño, de que tanto lo absoluto como lo comprensivo no nos sirve para seguir viviendo, lo único que tiene sentido son dos cosas: la búsqueda de la belleza y el lujo, el lujo comprendido como la libertad para realizar el menor número de cosas posibles en contra de tu instinto. Lo demás es propaganda.
A Bunbury le han puesto de vuelta y media por coger frases de poetas y no citarlos. Bien, no seamos hipócritas: si cada de nosotros tuviera que citar todo lo que hemos plagiado, homenajeado, imitado, depredado o traspuesto, las obras ¿originales? deberían de venir con un tocho aparte del tamaño del listín telefónico de México DF. Como dice Maradona, el agua caliente ya está inventada, y estoy seguro de que esos poetas han fusilado con la misma fruición con que lo ha hecho Bunbury, yo o el mismo Bach, si nos ponemos. Vale que no se puede coger una hoja o canción entera y apropiártela, pero ideas, frases sueltas y estructuras están ahí para saquearlas, porque de eso trata el arte. Una prueba irrefutable de incultura es escandalizarse por el plagio. Por ejemplo, Plauto se dedicó a saquear modelos ajenos, incluso a veces se distraía y mezclaba fragmentos enteros de Menandro, Difilo y Filemón; Shakespeare plagió a los griegos y luego a todos sus contemporáneos y le parecía una sana costumbre; Thomas de Quincey era un consumado desvalijador, y Lautreamont decía que el plagio es necesario porque el progreso lo implica y actuaba en consecuencia.
Todos los artistas actuamos de prestado, pero el asunto consiste en saber apropiarnos bien de lo ajeno, como si fuéramos abejas que pican en las mismas flores para luego hacer miel, que no es ni tomillo ni mejorana. Hay que fundir todas las piezas que robemos para hacer líquido de oro y crear algo distinto y luego callar aquello que nos ha socorrido y hablar sólo de lo nuestro. Hay que guardar la receta y mostrar sólo el plato, porque el arte y el entendimiento es ver y oír y sacar provecho de todo y sorber la sustancia de los demás, copiar sus patrones, llenarnos y después vaciarnos… Por cierto, este último párrafo acabo de fusilarlo de los Essais de Montaigne. Lo que no dice mi admirado y ladino Michel es de dónde lo ha sisado él.
La herencia de Joseph Goebbels no tendrá fin. Mi malvado favorito sigue dando clases magistrales desde su chamuscada tumba a los políticos de nuevo cuño. Su manera de utilizar el lenguaje como una ciencia a fin de convencernos de que los perros en llamas se pueden acariciar, tiene su continuidad en un nuevo diktat de la cosmética política: el storytelling.
La economía, como la moda o el arte, se mueve en tres etapas, primero líneas ascendentes y vanguardistas, luego horizontales y clásicas, y por último descendentes, decadentes, barrocas. A esta última se suele llegar por exceso de confianza, es decir, por lo que ya avisaba Keynes de que el personal se gasta los cuartos no dependiendo de los ingresos estables que tenga, sino por las expectativas de futuro. El problema es que esas ilusiones estaban en manos de predadores, comisionistas y revientacajas que campaban por sus respetos y los nuestros, llámense ahorros, pensiones o puestos de trabajo. Estos malhechores no rendían culto a la racionalidad, sino a un nihilismo compuesto por una mezcla de desregularización, privatización y adelgazamiento estatal que ha terminado estallando como un Krakatoa. Para camelarnos, seguían una estrategia de moda en ciertos así llamados restaurantes, donde los camareros se visten de luto riguroso y los platos son gigantes y cuadrados, y todo para meterte una estocada por factura a cambio de una ración escuchimizada con un nombre que suena a tomadura de pelo. Nos convencieron de que subprime era una variedad de caviar beluga, y al final ha tenido que llegar el Estado con el cuchillo jamonero para cortar unas buenas lonchas de los tipos de interés y volver a crear la confianza necesaria para que no nos muramos de hambre.
Lo malo es que quien paga el pato son los de siempre, los que han intentado comprarse una vivienda digna. Y que nadie les hable de economía multilateral ni de flujos financieros ni del alza de combustibles ni de activos tóxicos, porque lo único que les interesa es llegar a final de mes.
Cuando los elefantes pelean, lo que muere es la hierba. Y esto no lo dijo Keynes.
Esta vez mi sentido arácnido falló estrepitosamente. Por lo general, puedo oler a un cultureta como los tiburones huelen una gota de sangre: a treinta kilómetros. Y entonces hago lo contrario del bicho, es decir, huir como alma que lleva el diablo. Pero esta vez falló. No sé a qué fue debido, en serio, quizás al vino español, o a que estaba pendiente de una de las azafatas del Círculo de Bellas Artes, que tenía un aire a mi adorada Connie Nielsen, o simplemente que estaba en Babia. El resultado fue que cuando terminó la presentación, allí estaba, como el dinosaurio de Monterroso. El cultureta me miraba con sus ojillos de cultureta y su rictus agrio y mezquino sojuzgando a los mortales por no sufrir tanto ni ser tan sensibles como él. De inmediato, el cultureta comenzó a hacer lo que normalmente hacen los culturetas, preguntarme si estoy escribiendo alguna novela -para comprobar si por algún afortunado albur tengo sequía creativa-, y si así es cuándo sale -para hacerle un seguimiento a fin de comprobar que no vendo tanto como con la anterior y buscar las críticas que me pongan a parir-. A continuación, sin apenas dejarme responder, el cultureta sigue haciendo lo que normalmente hacen los culturetas, intentar que se le conceda la atención enfermiza que ellos creen que merecen y dar la lata de una manera grandilocuente. Tieso como una escoba, comienza con los habituales comentarios gratuitos y oportunistas sobre los otros culturetas a quienes tiene que hacer la pelota, sigue con las frases cargantes y supuestamente profundas que mantienen su fama de cultureta, y por último da la tabarra con la posteridad. Yo siempre me he preguntado a qué se debe que los culturetas tengan esa fijación con la posteridad, con esa placa en una calle que nadie reconoce o esa estatua que cagan las palomas y mean los chavales del botellón o esa entrada en un diccionario que nadie lee. En fin. El cultureta sigue haciendo concesiones a su vanidad y me larga que cree que su obra perdurará, porque él tiene que decir algo al mundo y a las generaciones venideras, me suelta que se está preparando para ello ordenando sus manuscritos y archivando sus notas -originales, los llama-, y que incluso cabe la posibilidad de que se cree un premio o una biblioteca o una fundación con su nombre, o todo a la vez. Mientras me cuenta todo eso, yo no paro de mirar al cultureta con diplomacia y algo de pena, de ser testigo de su pueril miedo a la muerte y su inútil intento de perpetuarse. Y me pregunto si su mezquino y cargante ego no le deja ver la realidad. Una realidad en que los escritores se mueren y desaparecen del mapa borrados por el empuje de los vivos. En que de vez cuando las modas pasajeras sacan a alguno del olvido para volver a desaparecer en el barullo de la historia. En la burbuja del mercado literario que engulle y mastica y luego caga generaciones de escritores con mucho más talento que el del cultureta. En la progresión geométrica del ruido informativo actual, en la cantidad de medios con los que hay que competir, en nuestro inútil intento de que las lágrimas no se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Finalmente, el cultureta, que estoy seguro de que no sabría encajar el éxito porque tampoco sabe asimilar su fracaso, se despide de mí con esa sonrisilla de superioridad de quien se sabe enviado por los dioses y ha demostrado que es un autor coherente -es decir, poco leído- a un autor comercial -es decir, leído-. Y entonces yo sólo me hago una pregunta: ¿hace cuánto que este cultureta no echa un kiki en condiciones?
Ah… oigo pronunciar la palabra NASA y escucho los vientos solares, el ruido galáctico, los agujeros negros, la energía oscura, las gigantes rojas, las enanas blancas, las cuerdas y supercuerdas, los agujeros de gusano, el túnel cuántico, el horizonte de sucesos… NASA, como todas las palabras anteriores, suena a algo equidistante entre álgebra y música, y a mí siempre me hace rebosar orgullo que una fortuita ocurrencia cósmica, una diminuta ramita en la enorme arborescencia de la zarza de la vida, como nos define Stephen Jay Gould, haya logrado crear la NASA y con ella superar nuestro eterno miedo a elegir entre libertad y seguridad, y jugarnos los cuartos en una partida gigantesca en la que nuestros faroles se llamaban Explorer, Voyager, Mariner, Columbia, Galileo, Apollo, Pioneer, Viking, Hubble, Phoenix Lander, Estación Espacial Internacional…
Ahora que la NASA cumple cincuenta años es el momento de recuperar aquel impulso abandonado cuando perdieron a su enemigo íntimo, la URSS, que tanta caña les dio y que sin duda fue el acicate que les hizo realizar todas aquellas proezas legendarias. The Right Stuff, Lo que hay que tener, es una frase que repetían constantemente en Elegidos para la Gloria, la épica, irónica y desmitificadora novela de Tom Wolfe -brillantemente adaptada al cine por Philip Kaufman-, en la que narra los primeros pasos de la frenética y a veces suicida carrera espacial estadounidense, protagonizada por tipos tan geniales como chiflados que la noche antes de meterse en un cacharro volador para batir el récord de velocidad o rozar la estratosfera con el morro de sus aparatos, se estaban emborrachando en un bar perdido en medio del desierto. Si necesitaban algún enemigo íntimo para recuperar lo que hay que tener, que no se preocupen, los chinos y sus taikonautas han cogido la antorcha y ahora ponen en órbita algo más que las patatas que les reprochaba Mao. De hecho, los americanos ya van cayendo del guindo y han empezado por algo: contra el diseño del logotipo gusano, han vuelto a recuperar el de toda la vida, el diseño albóndiga, con el que lograron sus conquistas más atronadoras.
Ahora que se acaba una época y comienza otra y nadie sabe cuáles serán sus perfiles; ahora que la política fracasa como instrumento regulador de miserias y desajustes sociales, en estos tiempos descreídos y antiépicos, nos queda otra justicia poética diferente fuera de la Tierra, un futuro que pasa por la conquista del Cosmos, como aseguro Neil Armstrong en la celebrada gala del Smithsonian en Virginia. Si bien ha habido desastres, Columbia, Challenger… el mayor desastre sería olvidarnos de la responsabilidad que tenemos para con las generaciones futuras, depositadas de momento en el desarrollo de la futura cápsula Orion, que debería despegar en el 2014 con la Luna como objetivo, el paso previo a grabar las estrías de nuestras botas espaciales en el rojizo polvo de Marte. Y que los talibanes de toda calaña sigan prohibiéndonos hacer volar cometas. Je.
El grupo se llama 30 seconds to Mars. La canción, The kill. Los tipos hacen unos vídeos espléndidos, pero adivinen a qué película hace referencia éste en concreto. A propósito, hay sorpresa: el cantante es el actor Jared Leto. Yo tampoco sabía que tenía un grupo.
Vielen dank für die Empfehlung, geliebte Otti.
En las afueras de Berlín, junto al lago de Wannsee, hay un área de vacaciones para la gente más acaudalada, una zona hermosísima repleta de mansiones, bosques, puertos deportivos y playas, que guarda un secreto abominable: la Casa de la Conferencia. Aquí, en esta lujosa e idílica mansión, el 20 de enero de 1942, se celebró una reunión entre Reinhard Heydrich y otros 14 oficiales de las SS, entre los que se contaba Adolf Eichmann, para decidir la Endlosung, la Solución Final, y determinar la exterminación de 11 millones de judíos de toda Europa.
Los muniqueses lo celebran desde 1810, tras la boda de Luis de Baviera y la princesa Teresa de Sajonia, a la que fue invitada toda la población de München. Recibe seis millones de visitantes de todo el mundo, y en dos semanas se beben más de 5 millones de litros de cerveza y se comen más de 200.000 salchichas de cerdo. Consumición mínima, un litro, y hay que cogerlo al vuelo de cualquiera de las camareras que pasan entre las mesas. Me han dicho que durante la fiesta hay otras cosas que ver y que hacer aparte de emborracharse, pero yo de momento no caigo. A ver si mañana...
CODA: por cierto, mi enhorabuena para dos asturianos, escritores y sin embargo amigos, Manolo Abad y Miguel Barrero, uno por publicar su primera obra, Vasos sucios en la madrugada, y el otro por el premio a su novela Los últimos días de Michi Panero. Abrazos y a seguir currando: gana el que aguanta.
Esto no me cuesta nada escribirlo. O me cuesta todo. Ha muerto Paul Newman, es decir, ha muerto la belleza, la inteligencia, la complejidad, la credibilidad. La clase. A pesar de su condición cuasidivina, no ha podido resistirse a la Pelona, que a su vez no fue capaz de resistirse a sus espectaculares ojos azules. Este es mi particular y sincero homenaje a Paul Newman, mi agradecimiento al hombre que me ha salvado tantas veces la vida. Me la salvó Eddie Felson, aquel genio arrogante machacado entre el humo y el güisqui por el Gordo de Minnesota, que finalmente se sobrepone a su propio talento en una lucha tan épica como desoladora. Me la salvó la ocurrencia, el idealismo, la locuacidad, el optimismo de Butch Cassidy. Me la salvó el coraje con que encara su inevitable destino aquel patriarca irlandés en Camino de perdición, cuando ha de salvar a Caín aunque ame más a Abel. Paul Newman ha sido una droga, una filia profunda. Con él las he pasado putas cuando me perseguían los comisarios del Union Pacific, he sido un virtuoso del billar, he pasado noches enteras jugando al póker, he perseguido el dulce pájaro de la juventud, he caminado por ardientes tejados de zinc, he buscado cadáveres en los canapés que me daban durante la entrega de los Nobel, he comido huevos duros hasta caerme desmayado. Pero, sobre todo, he estado enamorado de su veracidad, de su ritmo, de sus matices, de su seducción, de su gracia, de su carisma. De su clase. Y ahora que este gran señor ya no saldrá nunca más de la pantalla, esta misma noche me pondré delante de una, enfriaré una botella de Pipper-Heidsieck y veré por vez tropecienta El Buscavidas. Durante dos días me perderé en un tapete verde en blanco y negro, y golpe tras golpe de taco descenderé a los infiernos entre mareas de orgullo, tristeza, determinación y entusiasmo, hasta que al final la derrota del Gordo de Minnesota redima para siempre mi estigma de fracasado. Gordo, has jugado como un maestro, le diré entonces, y él me responderá: tú también, Eddie, tú también…
First we take Manhattan then we take Berlin
De IGNACIO DEL VALLE | viernes, 26 de septiembre de 2008 | 1:12 Das schöne Berlin. He admirado mucho la cultura de Alemania, y me da que voy a seguir admirándola muchos años más. Este es el país de Bach, Döblin, Mann, Herzog, Wenders, Fritz Lang, Koeppen, Gödel, Brecht, Isherwood -a veces-, Haffner, Weil, Karajan, Jünger, Lubitsch, Nietzsche, Goethe, Adorno... Pero, sobre todo, de Heidi Klum.
Muchas gracias a CARLOS SÁEZ DE TEJADA, ministro consejero de la embajada española en Berlín, por las facilidades y la información que me proporcionó.
Allá vamos...
¿Alguien ha intentado renovar últimamente un dominio punto es? Bien, desde mi humilde punto de vista, es uno de los mayores absurdos del que he sido protagonista en los últimos meses. Vueltas y revueltas digitales sin orden ni sentido, un vuelva usted mañana de ventanilla garbancera, un malestar que paulatinamente se convierte en mala hostia, una pérdida infinita de tiempo, unos plazos raquíticos, un registro carísimo, una imagen pésima para la administración. Inaceptable.
Aquí dejo algunas soluciones para los futuros damnificados, sacadas del blog de andrés pedreño, que me han salvado la vida:
Veamos, en vez de un simple botón "Renovar dominio", resulta que tienes que "autentificarte" en la página web http://www.nic.es/ encontrar y luego pinchar el cuadro "Gestiona" introducir el identificador (NIC-HANDLE) y contraseña del contacto ADMINISTRATIVO o de FACTURACION y pinchar la clave del dominio en cuestión. Aparece por fin el nombre de tu dominio... Pero a pesar de que el nombre aparece como hipervínculo, no lo pinches porque... hay que pinchar solicitudes en el margen izquierdo. Saldrá una lista de "referencias" y el nombre de tu dominio. Hay que pinchar la referencia (¡NO el dominio!) y sale una especie de historial y luego, si solo faltan 15 días para la caducidad, al final un botón "acciones posibles" (si falta más tiempo, dicho botón no aparece, ni aclaración complementaria alguna). A partir de ese momento, si lo has encontrado, puedes empezar a proceder a la renovación. Ni los más ágiles en navegación aciertan con este sistema. Hace falta estudiar un manual para comprender una burocracia digital innecesaria. Sería mucho más fácil y sencillo un enlace "renovar tu dominio" desde la página principal. Sería más razonable, si se supone que ESNIC pertenece a una administración, cuyo objetivo es fomentar el uso de las nuevas tecnologías y facilitar su implementación en España, que este servicio fuese gratis o, al menos, costase lo mismo que la agencia más barata ¿no creen? Tampoco recurra a los correos electrónicos. Ayer y hoy mismo ninguno de los dos correos de ESNIC (PlanDeDominios@red.es y es-nic@nic.es ) admiten correos. Si intenta enviarles una consulta, su sistema de correo le dirá que su servidor requiere
"autenticación": "El mensaje no se pudo enviar, uno de los destinatarios fue rechazado por el servidor. Su dirección de correo electrónico es "es-nic@nic.es". Respuesta del servidor: '473 es-nic@nic.es relaying prohibited. You should authenticate first"...