El atractivo de las cornisas

| viernes, 3 de octubre de 2008 | 0:04



Las crisis no son malas por norma: obligan a hacer de la necesidad virtud. Es el concepto de Pharmakón: después del dolor viene la sanación. Las revoluciones estructurales, las reconversiones obligan a acelerar la velocidad de crucero y adaptarse; ser leve, rápido, exacto, múltiple y más visible. Hoy en día la innovación se calcifica en ortodoxia nada más nacer, en tedio santificado; estamos condenados a persistir en una exploración de lo variable, a ser Mondrianes o Rothkos de la vida, a romper la baraja cada día y empezar de nuevo, a utilizar el gesto dubitativo de los primeros pintores de las cavernas para atrapar la realidad. Las crisis obligan a los periódicos acosados por los anunciantes a realizar el salto digital; a que la codicia especulativa del mercado empuje a un control público, reglas más estrictas y compromisos de transparencia. No poder elegir ya entre ventana o pasillo impele a buscar nuevos espejos en los que mirarse; a que el precio del petróleo nos impulse hacia la energía de fusión y las pilas de litio y deuterio; a convertir en inmensas salas de videojuegos los cines que poco antes se estaban vaciando; a rediseñar un tablero de juegos global en el que los nuevos peligros no sólo provienen del islamismo radical, sino de esas versiones ultramodernas del fascismo que se denominan capitalismo autoritario, cuyo máximo exponente son Rusia y China, así como de las migraciones masivas o las emisiones de dióxido de carbono. Asimismo, como si fuésemos buenos tenderos, antes de dar cualquier paso hay que conocer tu producto y tu cliente, poseer una calidad contrastada, implicar a los usuarios, buscarse enemigos inteligentes, evitar los cisnes negros, esa tendencia a fijarse en los casos que confirman nuestras visiones y que nos incitan a no comparar…



Todas estas líneas salen de mi teclado tras leer el caso de esa adolescente de 17 años que ingresó con una septicemia en una clínica de última tecnología en Benalmádena. Se le administraron toda clase de antibióticos, hubo quórum de médicos, consultas con otros hospitales, pero nada lograba liquidar las bacterias. La chica ya estaba en la UVI cuando llamaron a su padre, un taxista de Londres, que al llegar al hospital les dijo a los médicos que había pasado las últimas cincuenta horas metido en internet averiguando la lista de fármacos eficaces para el tratamiento, visitando webs médicas, chateando con hospitales, hasta que en una clínica de Minnesota le confirmaron que habían logrado ligeras mejoras con Flagyl. El Flagyl era un medicamento con almidón de trigo usado para infecciones menores, así que el equipo del hospital se lanzó a la carga comprobando y chequeando opiniones, recetándoselo finalmente a la chica me temo que con aire de último sacramento. Al día siguiente sacaron a la adolescente de la UVI. No precisamente coleando, pero viva y en fase de resurrección. Pienso en el susto y la angustia que tuvo que pasar el padre mientras paseaba por esa cornisa en busca de su Pharmakón, algo seguramente inenarrable, pero qué señor, sí señor.