| miércoles, 14 de mayo de 2008 | 0:09



IRENA
Ayer estaba ojeando un periódico para recabar los últimos datos para el post sobre Obama que quería colgar hoy, cuando me lleve el disgusto de la semana. Irena Sendler acababa de morir. Sí, la viejecita sobre la que escribí el artículo EL BIEN, una de las historias más conmovedoras y luminosas que he conocido. De verdad, me entristecí de verdad, por eso vuelvo a colgar EL BIEN como un homenaje particular y les ruego que lo lean con detenimiento. Será la única vez que les pida que lean algo de este blog. Nunca lo olvidarán.
EL BIEN

A raíz de las manifestaciones en Israel de los supervivientes del Holocausto contra el vergonzoso plan de Ehud Olmert que contempla ofrecerles 14 euros al mes como manutención, abriendo así la puerta a la fantástica posibilidad de que una gente que sobrevivió al salvaje nihilismo de las SS, pueda ser liquidada por su propio gobierno, se me ocurrió que, en un mundo donde tan fácil es definir el Mal -véase Bush, Gaddafi, ETA, los yanyaweed de Darfur, Mahmud Ahmadineyad, los pirómanos estivales…-, cada vez resulta más complicado definir el Bien. En efecto, en el océano convulso y confuso del relativismo, es casi imposible encontrar algo tan perfecto, genuino, completo y puro como el reverso tenebroso, ese sí sin ningún tipo de contradicción. Ahora bien, hace un par semanas descubrí la historia de Irena Sendler. En 1939, cuando la Wehrmacht aplastó Polonia, ella era una trabajadora social en la treintena que hacía su trabajo en comedores sociales, donde también se alimentaba y entregaba dinero a familias judías, inscribiéndolas como católicas para evitarse problemas con los alemanes. Las cosas continuaron mal que bien hasta que todo cambió en 1942. Los nazis apretaron las tuercas en Varsovia y acotaron un guetto, la futura tumba de miles de judíos donde diariamente morirían por inanición o enfermedad. Irena recordó entonces las dos reglas que le había repetido su padre desde pequeña: la gente se divide entre buenos y malos sólo por sus actos, no por sus posesiones; ayuda siempre a quien lo necesite. E Irena actuó en consecuencia. Consiguió un pase del Departamento de Control Epidemiológico y entró legalmente en el guetto durante semanas llevando comida y medicinas, y portando siempre una estrella de David como símbolo de solidaridad y para no llamar la atención de los guardias. Una vez dentro, comprendió que lo único que podía hacer era intentar salvar a los niños, por lo que comenzó una frenética labor de evacuación utilizando todas las formas imaginables, ataúdes, cajas de herramientas, entre restos de basura, como virtuales enfermos contagiosos, a través de pasadizos secretos… En su mente resonaban siempre las súplicas y la amargura de los padres que eran separados de sus hijos y le rogaban su promesa de que vivirían, de que tendrían un buen hogar. Ya fuera del infierno, era necesario elaborar documentos falsos para los niños, pero a su vez Irena apuntaba sus verdaderas identidades en notitas que luego guardaba en botes y frascos de conserva y enterraba bajo un gran manzano en el jardín de su vecino, frente a los barracones de los soldados alemanes. Allí guardó el pasado de 2500 niños del guetto hasta que los nazis se marcharon. Sin embargo, la Gestapo sabía bien que no hay cántaro que pueda ir demasiadas veces a la fuente y terminaron descubriéndola. Durante meses la interrogaron, le rompieron las piernas y los pies, pero no reveló nada. Ni siquiera cuando la condenaron a muerte soltó una palabra. Al final, la resistencia sobornó al soldado encargado de ejecutarla para que la dejase escapar: no podían permitir que muriese con el secreto de la ubicación de los niños. Después de todo el calvario, 2500 niños pudieron reunirse con sus padres o familiares o le guardaron un agradecimiento infinito a Irena Sandler. Con el tiempo, la joven polaca se convirtió en una encantadora ancianita de 97 años, que a día de hoy sigue viva y reside en un asilo en el centro de Varsovia, desde hace años encadenada a una silla de ruedas en parte debido a las lesiones que arrastra tras las torturas de la Gestapo. Durante años guardó silencio sobre sus hazañas, que sólo pudieron ser descubiertas casualmente hace poco por unos estudiantes de la universidad de Arkansas. Aún hoy, cuando le preguntan cómo tuvo el valor de hacer aquello, se irrita y contesta con un hilillo de voz: yo no hice nada especial, sólo hice lo que debía hacer, nada más. Hablábamos de definir el Bien. Pues ahora está claro: el Bien es un gran manzano con 2500 botes y frascos de conserva enterrados entre sus raíces, llenos de notitas, justo aquí al lado, en el jardín del vecino.


2 comentarios:

lalecubino dijo...

Personas buenas que mueren y que la basura mediática entierra.

IGNACIO DEL VALLE dijo...

Eso me temo...