Les voy a contar una historia. Érase un crío nacido en un hogar pobre de Brooklyn, abandonado por su padre, que no podía ser atendido como debía por una agobiada y atareada madre y que finalmente sería cuidado por su hermana. Cuenta la leyenda que aquel introvertido crío despertó la piedad de aquella hermana al verle tantas horas solo, sin juguetes ni compañeros, concibiendo la idea de comprarle un tablero de ajedrez para que se entretuviera. El pequeño tenía entonces seis años. A partir de ahí y hasta que aprendió las reglas, aquel crío jugó con las torres, los alfiles y las damas en una interminable partida autista, perdiéndose cada vez más en el infinito de caminos e incertidumbres de aquel universo blanquinegro, empeñado en la construcción de una muralla interior que más tarde le haría batir todas las marcas como jugador infantil, y, a la postre, le llevaría a abandonar la escuela a los dieciséis para dedicarse en exclusiva catorce horas diarias a aquellas extrañas piezas. Sólo quiero jugar al ajedrez, nada más, no se cansaba de repetir el adolescente.
La leyenda sigue contando que su obsesión enfermiza alcanzó tales cotas que no se relacionaba con nadie que no supiera jugar al ajedrez, que llenó su vivienda con tableros para jugar varias partidas simultáneas consigo mismo, yendo de una habitación a otra para desafiar sus propios movimientos, y que incluso aprendió ruso para leer los mejores manuales de ajedrez. En aquel debate oscuro y violento cada nuevo saber era la llave de una ignorancia nueva acerca de aquella llanura ajedrezada, y por lo tanto de una nueva ansiedad, una añoranza de algo que nunca había tenido, algo que había huido de su vida -que se le antojaba dolorosa, intransitiva e inútil- sin haber estado jamás en ella, que no podía nombrar y que tenía una inquietante semejanza con el profundo infinito -nadie sabe exactamente la altura que tenía ya aquella muralla interior, pero los rumores apuntan que podría llegarle por la cintura-.
2 comentarios:
George Steiner, ese gran cronista, escribió el libro Campos de fuerza, sobre ese duelo en Reykjavik entre Fisher y Spasski. El libro comienza como una montaña rusa: cuesta arriba para después iniciar el vértigo (si esa palabra cabe en un torneo de ajedrez).
Salud,
Increíble, jamás había oído hablar de este hombre. ¿Era autista?
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