| miércoles, 29 de agosto de 2007 | 15:48


UMBRAL


Finalmente, la muerte ha bajado el pulgar para Francisco Umbral. Este escritor parnasiano, dandi, tímido, arrogante, cruel, sensible, colérico, canalla, exquisito, forma parte de una manera indeleble de mi educación sentimental. Cuando allá en Oviedo entraba a saco en la biblioteca pública del Fontán y hacía esa lectura aleatoria propia de todo autodidacta, me encontré un día deambulando por un Madrid de posguerra lleno de tertulias, poetas paniaguados, generalísimos a los que aún quedaba mucho para palmarla y un ego descomunal abrigado con bufanda y una frenética actividad verbal. Era Umbral. Y Umbral escribía para encontrarse, para definirse, para darse un sentido; Umbral miraba el mundo a través del espejo deformante de sí mismo y lo escribía, se escribía, y yo, durante un tiempo, estuve enganchado a esa visión del mundo, cegado por esa prosa sonajero que más tarde pasó de vergel a desierto. Todavía recuerdo el deslumbramiento al terminar Trilogía de Madrid, su obra a mi parecer más memorable, donde la sátira, la mordacidad, las filias y las fobias dibujaban un mapa total de un Madrid demediado que siempre quiso ser París. El problema es que el tipo de prosa que practicaba Umbral era concéntrica, onettiana, y si uno no es Onetti termina agotándose al igual que se agotó la música barroca: por repetición. Tenía la sensación, sobre todo en los últimos años, cuando ya sólo le frecuentaba en alguna columna volandera, que Francisco Umbral escribía por inercia y que el caudal de sus letras se había convertido hacía mucho en un regatillo, como si hubiera renunciado ya a entender este nuevo mundo, quizás una edad oscura para él donde los antiguos himnos revolucionarios eran ahora la banda sonora de insípidos anuncios. Está claro que toda generación quiere ser la última, odia lo que no puede entender, pero creo que Umbral ni siquiera odiaba, porque ya había aceptado la caída del telón con cierta melancolía herida. Entretanto, supongo que seguía deambulando por sus galerías mentales repletas de tabernas, marquesas, esplines, salones, Pemanes, Ruanos y Celas. Ciertamente, el escritor que nos ha dejado no destacaba ni como novelista, ni como ensayista, ni como dramaturgo, ni como poeta -acaso sea recordado como articulista-, pero estoy seguro de que había toda una legión de admiradores -tantos como sus detractores- que aún esperaban de él una última obra maestra, al igual que los seguidores de Curro Romero aguardaban algún gesto genial y casi póstumo del maestro. Yo ya no formaba parte de ellos, pero reconozco que había belleza en ese desierto, en esa espera.

1 comentarios:

Begoña Argallo dijo...

Célebre aquel mano a mano con Mercedes Milá en un programa de televisión. ¿Es que no se va a hablar de mi libro?
Yo, que estaba viendo ese programa en directo, jamás me leí un libro suyo. No me quedaron ganas.
Así que cuidadín. No perder las formas a veces es tan necesario como respirar.