| lunes, 27 de agosto de 2007 | 21:55



LA NAVAJA DE OCKHAM


A mí lo de la comida se me antoja como el cubo de Rubik. Me refiero a que habiendo 43 quintillones (sí, un 43 seguido de 18 ceros) de configuraciones posibles antes de lograr que cada cara vuelva a ser de un color uniforme, al final se ha conseguido probar que el chisme se puede resolver con un número de movimientos no menor de veinte y no mayor de veintiséis. Esta versión postmoderna de la navaja de Ockham -la explicación más sencilla es la más probable-, puede aplicarse a la cocina. Nuestro admirado Ferrán Adriá, capaz de deconstruir cualquier chuleta de cordero hasta las moléculas, de ahí a los átomos y de estos a partículas, quarks, y más tarde a un principio simple y evidente que te sirven en un plato de estética japonesa con un poquito de perejil, me tiene perplejo. Es decir, que en el instante que llega este tipo de condumio recuerdo siempre a Keynes -extrañas asociaciones- cuando asertaba que el sistema bancario mundial funciona con unos kilos de dinero y toneladas de confianza, la misma que hay que depositar en esos platos para autoconvencernos de que estamos comiendo. Debe ser porque, como asturiano de pro, me han criado a base de chuletas al roquefort y casadiellas, pero no alcanzo a establecer una relación mínimamente fiable entre esas kilométricas descripciones que traen algunas cartas de los restaurantes con lo que tienes en el plato. Vamos, ni tirando de los famosos seis grados de separación. Vaya por delante que a mí el esmero de estos cocineros-estrella, Adriá, Arzak, Salaberría, Berasategui o Subijana, su profesionalidad, sus ganas de innovar con las texturas y las temperaturas de los alimentos, su investigación y reflexión culinaria, que han puesto a la cocina española a la vanguardia mundial de la gastronomía, me parece de perlas. Y sobre todo teniendo en cuenta que hace poco este país todavía tenía cartilla de racionamiento y lo más sofisticado era el cóctel de gambas en salsa rosa en las bodas de postín. Pero de ahí a convertir El Bulli, el célebre restaurante de Cala Montjoi, en una especie de Vaticano donde oficia Adriá con un menú de 37 platos como si fueran estaciones del rosario, y convertirlo luego en un pabellón de la Documenta de Kassel transfigurando el simple acto de ir a cenar en una experiencia religiosa, ya me parece que es sacar los pies del tiesto. Gin fizz frozen, frío abajo y con una espuma caliente por encima; aceitunas verdes esféricas, que son aceitunas pero no son; merengue de remolacha con yogur, tratado por deshidratación; cerezas al sauco; espárragos en escabeche; flores de horchata; bombones de mandarina, cacahuete y curry; gelificaciones, emulsificaciones, espesantes… En fin, yo, que no acabo de levantar el dedo meñique cuando cojo una copa de vino ni consigo distinguir los caldos por su estructura, amplitud de boca, riqueza de sensaciones y persistencia a la par que armonía en la boca, llevaba dándole más vueltas al asunto que la cabeza de la cría del exorcista, planteándome incluso ir a ver un par de veces la peli de Ratatouille, cuando leí las declaraciones de Lucio acerca de utilizar las trincheras de los callos y los huevos fritos contra la cocina de fusión, el nitrógeno líquido y el tuétano con caviar, y me sentí menos solo. Aunque tampoco es eso, que todo puede convivir en armonía y a la abuela también puede gustarle un plato de sushi pot-au-feu. Bien pensado, igual estoy un poco resentido porque todavía no he conseguido mesa en El Bulli. Siendo sinceros, no me disgustaría tener un hueco este fin de semana. Bueno, Adriá, tío, enróllate y haz la vista gorda: te prometo que esta entrada se autodestruirá en cinco segundos.

1 comentarios:

Begoña Argallo dijo...

Suscribo todo lo que has dicho, menos la nota final. No, yo no me pido mesa, porque esa cosa azul que hay en el plato no me la comería ni loca. Además, que me compré un lavaplatos y no me tengo pensado quedarme a lavar los del restaurante. Que no.Por ahí no paso.