FINLANDIA, UN SUCEDÁNEO DE FELICIDAD
Con Finlandia me sucede lo mismo que con Canadá; de una forma irracional, el país me produce un sucedáneo de felicidad, quizá porque me sugiere renovación, ya sea por sus extensiones enormes y vírgenes, incontaminadas; por la idea de viajar hacia el norte, su luz y su frío, o por las mujeres como salidas de un anuncio de champú Timotei que se convocan en mi cabeza. Seguramente todo esto es más un deseo que una realidad, pero cuando aterricé en el aeropuerto de Helsinki-Vantaa lo hice con alegría, sintiendo que por fin cumplía una cita largamente postergada.
HELSINKI
Las primeras impresiones cuando llegas a la capital, Helsinki, es de una ciudad cosmopolita y ecléctica, una mezcla de sosiego sueco, eficacia germana y utopismo ruso, con ese encanto de urbe recoleta, que alberga medio millón de almas y ocupa la quinta posición en la escala mundial de ciudades con mejor calidad de vida. Un buen comienzo es uno de folleto turístico: el kauppatori o mercado de pescado, tanto por la animación de los nativos y turistas deambulando entre las mercaderías como por la comodidad que representa la cercanía de lugares emblemáticos. Enfrente tenemos el palacio presidencial, y a la derecha, andando un poco, hallaremos la catedral de Uspenski, el mayor templo ortodoxo de Europa, con su geometría poligonal y bulbosa. Después ya podemos empezar a movernos por una ciudad a la que no tienes que adaptarte, sino que es ella la que se adapta a ti mediante la densa red pública de tranvías verdes, autobuses, metro y ferrocarriles de billete unificado (y también taxis, por supuesto, recordando que uno de los cinco de Noche en la tierra, de Jim Jarmusch, circulaba por Helsinki). El centro histórico lo tenemos a un paso, en el que encontramos la plaza del Senado, una especie de kilómetro cero del país. En un mínimo radio disfrutamos de la Universidad Nacional y del edificio del Consejo de Estado, pero, sobre todo, de la joya blanca de la catedral luterana (Tuomiokirkko), con una majestuosa escalera como una catarata de piedra.
A estas alturas del paseo, tomarse un cafecito por aquí sería lo más normal del mundo. Las terrazas del parque Esplanadi son una estupenda opción; hay que desviarse un poco al sur, pero en él siempre hay algún espectáculo o algún concierto, y aquí todo queda cerca. En las mesas de una pequeña joya, el café Kappeli, me tomo una taza humeante, y, al igual que en Amsterdam o Copenhague, veo pasar mucha bicicleta, grupos en movimiento que me llevan a reflexionar acerca de que quizá el mejor termómetro de habitabilidad de una ciudad no sea la renta per cápita, sino la bicicleta per cápita. Tras un sabroso y negrísimo café, mi siguiente dirección es la columna que vertebra la ciudad: la avenida Mannerheimintie. A lo largo de dicha avenida podemos encontrar la estación de ferrocarril (1914), una joya arquitectónica de Eliel Saarinen en cuya fachada se levantan cuatro monumentales estatuas como salidas de El señor de los anillos; el Ateneneum o Galería Nacional, con una apreciable colección de pintura que incluye a Van Gogh y Cézanne; el Kiasma o Museo de Arte Contemporáneo (1998), de Steven Holl, con una geometría alucinógena, y el macizo Teatro Nacional. En el mismo eje de la avenida también se distribuyen la Ópera Nacional, el Parlamento, el Museo Nacional y la Casa de Finlandia, un palacio de congresos proyectado por Alvar Aalto, con el estilo funcional y racionalista que ha hecho mundialmente famoso el diseño finés, un diseño que, como sus creadores, ha hecho de la necesidad virtud, y que se limita a la sencillez y lo lúcido, a la exploración exhaustiva de la línea recta. Por supuesto, la visita a cualquiera de sus más de un millón seiscientas mil saunas (¡para una población de cinco millones!) es obligada, porque además de purificarte y tonificarte, te ayuda a entender un poco más a este pueblo, que considera el invitarte a su sauna una de sus más altas muestras de hospitalidad. Son especialmente famosas las de Kotihariu y las de Arla, tanto como sus enjabonadoras y masajistas, que, al parecer, obran milagros.
No obstante, el verdadero milagro es que la ciudad, que durante la semana podría parecer un fotograma minimalista y expresivo de Aki Kaurismäki, el viernes noche parece recibir una inyección de adrenalina que invita a prolongar sus noches blancas con el imprescindible conocimiento de que en finlandés cerveza se dice olut, vodka se dice vodka, el baño se dice yleinen käymäläy, y de que existe un bar de hielo como el Uniq o una discoteca como Onnela, con espectaculares valquirias y valquirios. Y que Dios nos coja confesados.
TAMPERE
Nuestra segunda parada es la ciudad de Tampere, 170 kilómetros al norte de Helsinki, unida a Helsinki y Turku por un tren rápido. Casas y granjas de madera salpican aquí y allá un paisaje rebosante de bosques, abedul péndulo, abeto y pino, que, si continuáramos hacia en norte, nos llevaría a una realidad, Laponia, de espacios helados y sobrecogedores, infinitos e íntimos. Pero nosotros íbamos hacia Tampere. La tercera ciudad de Finlandia se halla justo en el extremo oeste de la región de los lagos. Fundada entre dos lagos y dividida por el rápido que fluye del primero al segundo, el Tammerkoski, Gustavo III de Suecia la creó en 1779 para aprovechar el potencial energético lacustre de la zona, que en un principio resultó idóneo para potenciar la industria textil y más tarde se mejoró mediante plantas hidroeléctricas. La ciudad respira ese carácter del diseño y la arquitectura finlandeses, dominados por un concepto único y poderoso, una expresión de puro orden y limpieza.
Su calle principal, Hämeenkatu, es muy activa y dinámica, reflejo del ambiente Erasmus de una ciudad con dos universidades, la de Tampere y la Politécnica. En esta calle encontramos edificios tan interesantes como la iglesia Aleksanteri, el Ayuntamiento, el Museo de Arte Hiekka, el Museo de Minerales (entre otras rarezas, tienen huevos de dinosaurio) o el Museo de Lenin, que vivió en la ciudad entre 1905 y 1907 y donde conoció a Stalin. También merece la pena cruzar los rápidos, y en la otra mitad de la ciudad, visitar la catedral, un hito por derecho propio en la historia del arte romántico finlandés. Asimismo, cabe destacar su rica tradición literaria (bastaría para hacerse una idea echarle un vistazo a la Metso, su espectacular biblioteca pública), con algunos escritores que, aunque a nosotros nos suenen a chino -Väino Linna, Kalle Päätalo, Hannu Salama...-, son representativos de un país con un nivel cultural estratosférico que tiene su Quijote particular en el Kalevala, de Elias Lönnrot, y cuyos autores más conocidos en España posiblemente sean Mika Waltari, con su Sinuhé el egipcio, y Arto Paasalinna, autor de El molinero aullador.
TURKU
Turku nos espera, así que näkemiin, Tampere; hei, Turku. Nos alejamos de la región de los grandes lagos, de los que apenas hemos entrevisto su vértice, el mosaico de agua por todas partes y en todas sus formas que va a desaguar en el Báltico y que permite al finés construir sus cabañas en las orillas, para hacer un descanso activo de senderismo y pesca, tan arraigados en su alma nórdica. Hacia el suroeste se emplaza Turku, la que fue primera capital del país y ciudad señera durante cinco siglos largos, justo hasta que en 1812, tras la desastrosa participación de los suecos en las guerras napoleónicas, el zar de Rusia, nuevo dueño de la zona, decidió trasladar la capital a Helsinki.
Turku vive anclado en un eterno sunnuntai: tres universidades, medio centenar de museos y una regularidad excepcional a la hora de programar eventos culturales, entre los que destacan el Festival de Música de Turku y el Festival de Rock de Ruissalorock. Hay otros símbolos más tradicionales, como el castillo, un enorme baluarte que es el monumento más popular de Finlandia, o la catedral, que se iniciaron conjuntamente en el medievo; pero la ciudad vive con vistas al futuro, con una intensa actividad marítima, por ser el punto de unión en la ruta entre Estocolmo y San Petersburgo. Un capítulo aparte lo merecerían los ferrys, utilizados por suecos y finlandeses como bares-discotecas flotantes, debido al alcohol libre de impuestos y al ambiente liberal que se respira. También les llaman love boats... Y justo en el río, frente a uno de los barcos-museo que pueden visitarse, termino mi periplo; sin embargo, y como decía Kurosawa, las películas nunca se terminan, sólo se abandonan, igual que Helsinki, igual que Tampere o Turku. Exactamente igual que Finlandia.