En la tercera misiva de las Cartas del viaje de Asturias, Jovellanos se quejaba amargamente a su amigo Antonio Ponz de que el resto de españoles conociera de Asturias casi tan poco como de Laponia o de Siberia, ignorando las vicisitudes de este país detrás de las montañas. Algo de verdad sobrevive todavía, más de doscientos años después, en el pronóstico del ilustrado gijonés. Ese olvido, que podría tener muchas explicaciones –económicas, geográficas, lingüísticas e incluso idiosincráticas–, también tuvo su expresión en la literatura. Ciertamente, ha llovido mucho desde que el cura vigoréxico de la prodigiosa novela de Clarín se asomaba al campanario de la catedral de Vetusta para contemplar la ciudad aletargada, pero durante todo ese tiempo ese horizonte acartonado que tanto anhelaba y que tanto le angustiaba permaneció, al igual que su literatura, cautivo de sí mismo. Los arquetipos, vacíos de fondo y excesivos de forma, son fácilmente identificables: cantores de la Arcadia cantábrica como Campoamor y Palacio Valdés; la muerte por aplastamiento de cualquier pluma viva o muerta por la desmesura de dos gigantes, Jovellanos en su faceta de polígrafo y el mismo Clarín como novelista; y una nueva generación de autores encabezada por Dolores Medio, que no cumplió las expectativas creadas con su premio Nadal de 1952, confirmando un modelo histórico reincidente que volvería a cubrirse por una niebla fantástica llena de eucaliptos y helechos y avellanos y removida únicamente por algún busgosu desorientado. Sin embargo, en las últimas décadas, las cosas están cambiando. La razón, una vez que se ha reflexionado mucho sobre el tema, quizás pueda hallarse en la respuesta de Beckett cuando le preguntaron el motivo por el cual había tantos poetas en Irlanda: cuando la mierda te llega hasta la barbilla, no puedes hacer otra cosa que cantar. En un Principado que sigue arrastrando sus endémicos problemas sociales y políticos, en una particular y eterna versión del corralito rioplatense; exhausto por la fuga de cerebros debido a un exceso de hormigas bajo la misma lenteja; con el panorama cultural acosado, socavado y perforado por críticos violeta y curatores arribistas que creen que la literatura es un cortijo esférico e hinchable con el que jugar a la manera de El Gran Dictador; atascado por ciertos poetas pálidos, tan puristas que, como el agua destilada, resultan absolutamente indigestos; en plena mcdonalización del mercado cultural que debilita el vigor narrativo, imprime una rotación ultrarrápida, casi lumínica, a los títulos en las librerías, y obliga a una convicción y una disciplina heroica a los sufridos artistas... han aparecido una serie de narradores que pasan olímpicamente del espíritu victimista y un poco gárrulo que tanto ha caracterizado, por ejemplo, a la selección española y que durante mucho tiempo nos proporcionó como único lector a algún Manolo el del Bombo literario. Estos autores, si hay que ser justos, tuvieron el camino trillado por escritores del fuste de Julián Ayesta, Faustino González Aller, o los todavía vivos Víctor Alperi, José Antonio Mases y Luis Fernández Roces, que cruzaron meridiano tras meridiano de inteligencia para dejar sembrada una semilla cuya extraña botánica germinó en nombres como la prolífica Carmen Gómez Ojea y el casi secreto, magnífico José Avello. Ya digo –y no voy a dar nombres porque todos nos conocemos y además ya lo hizo uno de mis poetas preferidos, José Luis Piquero–, tipos que no participan en torneos de inteligencia, no roban foco, no pretenden desvelar dudas, no levitan en público.
Dicho esto, se me antoja que ahora es nuestro momento, y puede que no se vuelva a repetir nunca más. Así que, mi pregunta es: ¿por qué los asturianos no sacamos la libreta y nos ponemos a escribir, sin más, en defensa propia y del mundo, eliminando una vieja y equivocada frontera que nos dividía en lengua española y lengua asturiana, entre los que viven fuera de la provincia y los que viven en ella, y que prácticamente nos enfrentaba a unos con otros, cuando el enemigo real son los fenicios que trapichean con el negocio, los difamadores, los charlatanes, los oportunistas o los simples adeptos a la rutina? La frase de Benjamin Franklin durante la guerra de independencia norteamericana: o permanecemos juntos o nos colgarán por separado, adquiere en este contexto un especial significado.
Hay que igualar los problemas, la promoción y difusión, y tener muy claro que a la hora de crear escenarios de vida, las obras, la verdaderas obras de arte, honestas, auténticas, meticulosas, imaginativas y catárticas, se crean de espaldas a cualquier guetto u esnobismo nacionalista, se construyen hablando del vecino, sí, pero un vecino que no es más que una simple excusa para hablar del mundo.
¿Seguiremos siendo francotiradores, cada uno haciendo la guerra por su cuenta hasta que poco a poco se termine el ciclo y la mayoría vuelva a ser Nemo, Nadie, o haremos la reunión que hay que hacer, nos convertimos en una piña y repartimos la estopa que ya debíamos haber repartido?
Por mi parte, estoy dispuesto.
1 comentarios:
Bien dicho, Nacho. Así se habla.
Un fuerte abrazo.
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