La primera impresión de Serbia es la horizontalidad. A medida que el avión desciende en una suave curva hacia el aeropuerto de Surcin, contemplamos una planicie tal que contradice toda noción razonable de esfericidad planetaria, parcelada en una suave modulación de colores como esas mantas hechas de retales multicromáticos, e irrigada por un culebreante y majestuoso Danubio, ese río transfronterizo que ya es casi más literario que líquido. La segunda impresión, mientras el taxi se acerca a la ciudad, es la verticalidad. Un cinturón de paralelepípedos grises que retrotrae a la arquitectura soviética, a unas ínfulas ministeriales e intimidantes que ahora no producen más que una sensación de tristeza esencial. Y la tercera impresión, una vez situados en el cogollo de Belgrado, es de zigzagueo. Una inesperada vitalidad insuflada por sus bulevares arbolados, terrazas concurridas, tiendas de moda, cafeterías, centros comerciales, galerías de arte… todo confirmando la buena salud de una ciudad que, tras salir del oprobioso centelleo de la guerra, ha comprendido perfectamente que la mejor manera de ser reconocida como europea es… consumir.
Toda vez que ya estoy instalado, me preparo para lo más interesante de viajar: el choque frontal con la diferencia. Estar obligado a redefinirme, a volverme más sensible a lo que acontece a tu alrededor, a desarrollar un pensamiento y una estética alternativa. Mi hotel está en pleno barrio de Stari Grad, el verdadero centro neurálgico de la Ciudad Blanca, como denominan a Belgrado, y cuya vena aorta es Knez Mihailova, una calle peatonal atestada de gente y tiendas de marca, Zara, Adidas, Mango… amalgamadas con los aristocráticos y monumentales edificios levantados por las más importantes familias serbias en el XIX. Esta calle parte de la Plaza de la República -Trg Republike-, donde podemos apreciar el Teatro y el Museo nacionales, y empalma en su otro extremo con la fortaleza de Kalemegdan. Esta fortificación, enclavada en medio de un parque -una popular zona de ocio donde se mezclan patinadores, canchas de baloncesto, corales cantando, tenderetes y viandantes de toda condición-, merece un visita pausada, y especialmente la fila interminable de vehículos blindados y artillería de todas las épocas que le indican el camino al visitante hacia uno de los paisajes más inolvidables que, humildemente, este servidor ha visto en sus viajes: en el vértice más occidental de la muralla, al pie de la columna al Vencedor de Belgrado, se disfruta de la espectacular desembocadura del río Sava en la anchura, lentitud y grandeza del Danubio. Una experiencia que no tiene nada que ver con la palabra, que se basa en el inconsciente, en la certeza de una belleza que podría cambiar el mundo, como aseguraba Dostoievski. Pero Belgrado aún guarda más prodigios.
Uno de ellos son las iglesias, joyas ortodoxas en cuyo interior resplandecen los altares en tonos azules, ocres y dorados, tremolando por la ondulación de las llamas de las velas. Sólo me alcanzó el tiempo para ver dos, la ineludible Sveti Sava, la imponente catedral, cuya estampa bizantina y dieciocho cúpulas dominan la ciudad desde Vracar, el barrio contiguo a Stari Grad. Y en la misma área, en el bulevar Kralja Aleksandra, la Crkva Svetog Marca, la iglesia dedicada a San Marcos -junto al parlamento nacional- que sorprende por la mixtura de los materiales utilizados en su construcción, el bronce, el ladrillo, la madera, y por su particular celebración de Dios en tonos rojos y ocres.
Siguiendo con esa tónica singular de las ciudades, en las que se mezcla lo bello y lo terrible, lo renovado y lo abandonado, lo nombrable y lo innombrable, aparte de la arquitectura religiosa me interesaban las cicatrices dejadas por el oscuro periodo Milosevic. En especial, el bombardeo de la OTAN, que comprobé en el agujereado edificio de la Televisión Nacional, cerca de la plaza de Slavija, y que condujo a la Revolución de la Pana, con la ocupación del parlamento -del que, por cierto, la mitad de sus antiguos asientos deben de estar en casas particulares, porque en el 2000 la gente se llevó la mayoría-, y el envío del antiguo presidente a La Haya para ser juzgado. Las placas que recordaban a algunos trabajadores muertos durante las incursiones de los aviones de combate me recordaron la opinión de Montaigne de que morir por una idea, cualquier idea, era concederle un excesivo valor lógico a las conjeturas.
Dejando aparte este oscuro episodio, y volviendo a los prodigios de Belgrado, no podemos saltarnos su gastronomía. Esta nos habla tanto como su historia de una identidad formada a base de superar identidades pasadas y adquirir otras nuevas que las subsumen pero no terminan de cancelarlas. Me refiero a esos platos serbios con reminiscencias de las veintiséis nacionalidades diferentes que conforman el país, platos -se lo aseguro- con la contundencia de un rinoceronte en el Palace. Goulash húngaro, kebab turco, y diversas especialidades eslavas, entre las que recomiendo el burek, las albóndigas locales, pero, sobre todo, la pastelería en general, buenísima pero que le obligarán a controlar su colesterol en las siguientes doce horas. Una copita -o dos- de su famoso Slijvovica, aguardiente de ciruela, ayuda a enfrentarse a la pesadez posterior.
De nuevo en el torbellino y la avalancha de humanidad que diría Drácula, recorro otra vez Stari Grad para participar de su vida, de su cambio y de todo lo que la hace ser como es, y compruebo en la aglomeración de sus comercios lo apasionante que resulta el acto contemplativo de los serbios inmersos en esa vida comercial que llega a sustituir a la vida real, su capacidad de seducción, los anuncios, las luces, la escaleras mecánicas, los mostradores… un espectáculo autónomo que arrastra a toda una sociedad tras de sí independientemente de los productos que ofrece, y acaba por convertir el mismo espectáculo en mercancía, una estetización de la realidad donde cada ciudadano se convierte en un artista.
Toda esta animación me acerca a la hora de cenar y del copeo, una tarea que se puede cumplir en la parte de abajo del barrio, Skadarlija, la zona bohemia de antiguo adoquinado repleta de talleres de artistas, restaurantes, cabarets y locales de copas que siguen indicando que los habitantes de Belgrado se están ocupando como es debido del arte de vivir, es decir, de saber decir basta y eludir el absoluto. El Ima Dana es una buena opción como restaurante, con un grupo musical que sabrá arrullar al comensal en su degustación de comida tradicional. Luego, las copas se pueden comenzar en la cercana calle de Strahinjica Bana, y cuando se hayan calentado motores, la sorpresa de la noche: las Splavovi, o gabarras locas de Belgrado. Ya las había visto flotando en gran número a lo largo del Sava y del Danubio, y me preguntaba si pescarían algo en la orilla. Cuando un camarero me explicó que colocar los lugares de diversión lejos del centro había sido una manera de escapar al Gran Hermano que todo lo había vigilado durante el periodo comunista, no tardé en llegar a un acuerdo con un taxista para que me acercase al río. Cuando lleguen, no se asusten si ven unas barcazas con aspecto infame y a las que se accede por puentecitos inseguros: el ambiente es delirante y la diversión segura. En el Panter podrán hacer karaokes con los músicos, y en el Anamarija podrán bailar esa especie de pop zíngaro que se pincha por todos lados y que parece tocado por esos gitanos a cámara rápida de las películas de Kusturica. El resto de la noche serbia ya depende de su curiosidad y su capacidad de encaje. Y no se preocupen por la seguridad: últimamente, todo en Serbia se confabula para negar la muerte.
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