El pis del miedo o la pistola de Belmonte
De IGNACIO DEL VALLE | lunes, 21 de diciembre de 2009 | 0:01
El cardenal de Retz -gran personaje de enredos políticos y caracterólogo del siglo XVII-, sabía que todas las cosas y todas las situaciones tienen su punto, son lo que son por ese instante preciso, como definir a una persona o situación con una palabra, en donde se ha colocado el hecho y queda reflejado el temperamento. A mí en particular me gustan las frases, tengo debilidad por ciertos enunciados, porque definen a la gente, la retratan a su pesar o con su venia. Me gusta el anuncio de Ernest Shackleton en los periódicos británicos buscando voluntarios para una expedición a la Antártida en 1914: se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de absoluta oscuridad. Peligro constante. No es seguro volver con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito. Adoro a Philippe Ricard, un psiquiatra francés del XIX que vio entrar en su consulta de enfermedades venéreas a un señor de más de 80 años, y le dijo: antes de nada, señor, permítame felicitarle. Me descojono con Foxá cuando le preguntan por qué es de derechas y él responde: porque soy gordo, soy conde y soy diplomático, cómo no voy a ser de derechas. Houllebecq también tiene su miga cuando afirma que vivir sin leer es peligroso, obliga a conformarse con la vida, y uno puede sentir la tentación de correr riesgos. O Julio Camba cuando le comunicaron que el ayuntamiento iba a ponerle una calle y exclamó: ¿una calle?, pero si yo lo que necesito es un piso… Frases, frases, hay un amplio espectro, una panoplia de todos los tamaños y formas que dan el tono, el carácter. Me fascina aquel alto dirigente chino cuando le pidieron su valoración sobre la Revolución Francesa y tras un rato pensativo, resolvió: es demasiado pronto para opinar. Y qué me dicen de ese fragmento de Cervantes: ¿es necedad amar? No es gran prudencia. Metafísico estáis. Es que como poco.También hay personajes que provocan admiración-repulsión, como el general Lasalle, el húsar preferido de Napoleón, que afirmaba que no morir antes de los treinta te convierte en un canalla -él vivió hasta los 34-. ¿Y sabían de la obsesión de Paul Newman porque en su epitafio se grabase que quiso ser parte de su época? Y cómo olvidar la megalomanía y la coña marinera de Bruckner cuando asertó que el artista debía hacer concesiones al público y que por eso le había dedicado una sinfonía a Dios. O aquel judío que antes de emigrar a América fue interpelado por otro: ¿te vas muy lejos?, y él contestó: ¿lejos de dónde?… En fin, ya lo escribía nuestro Inglés más fusilado: words, words, words…
Se llama Irina. No tiene trabajo y vive en una ciudad de Bielorrusia o de Moldavia o del Transniéster o de Ucrania. Está contenta, haciendo las maletas para viajar a una ciudad que puede ser de Israel o de España o de Alemania o de Italia. No tiene un duro, y su familia menos que un duro, pero una amiga que trabaja en Occidente le ha ofrecido un buen empleo como limpiadora o camarera o modelo o secretaria. Una vida mejor, un futuro sostenible. Al otro lado del teléfono a su amiga la encañonaban con una Glock obligándola a ejercer de gancho, pero evidentemente esto sólo lo sabe el narrador de esta historia. Irina también puede ser una chica raptada directamente, o una niña reclutada en cualquiera de los orfanatos a reventar del bloque del este. A Irina le han conseguido un billete de avión, un visado y un poco de dinero. En el aeropuerto de llegada le esperará uno de esos hijos de puta con el pelo rapado al uno, un cuello de toro y cadenas de oro, cerrándose la trampa. De inmediato se le retirarán todos los medios para viajar, se la desnudará y se la examinará como ganado para venderla. Después se le comunicará que su precio ha sido tanto y que tiene que devolver el doble a sus dueños, y para ello trabajará todos los días, esté enferma o con la regla, en un peepshow, club de streaptease, casa de masajes, en la orilla de una carretera… es decir, que será violada por cientos de hombres al año, gordos, viejos, jóvenes, policías, marineros… Si se pone farruca, se la internará en un centro de sometimiento donde la golpearán y la violarán y le harán cosas que a usted y a mí nos harían vomitar, lector. Allí quebrarán su voluntad y su espíritu de una forma inexpresable. Eso si tiene suerte, porque a lo mejor le toca cruzar uno de esos desiertos alcalinos del norte de África, en un trayecto donde puede morir deshidratada o por la violación en grupo de los beduinos encargados de la travesía. En su día a día recibirá alguna que otra hostia o mutilación o forzamiento anal o simplemente le pueden pegar un tiro, así, como quien va a comprar el pan. También podrá contraer el sida o alcoholizarse o engancharse a las drogas. Lo más seguro es que en un par de semanas su psique quede desmantelada de por vida. Esto es lo que hay detrás de esa chica simpática y complaciente llamada Irina que usted y yo podemos comprar por una hora si nos vamos de putas. Una esclava. Violada, vejada. Aplastada. Sí, lo sé, no es artículo bonito. Tampoco era mi intención.