No sé quién decía que hay tres cosas que uno puede mirar sin cansarse: el mar, el fuego, y al prójimo que trabaja. Yo añado una más: un libro. En este verano profundo donde la vida todavía puede ser, como decía el Corán, juego y distracción durante unas pocas horas más, les propongo al autor que este año es como la versión literaria de la canción del verano: J. G. Ballard. Quien sea que decida estas cosas ha decidido que este verano toca Ballard, aunque por una curiosa coincidencia, yo siempre le he identificado con la canícula, con el estío, pero, sobre todo, con Benidorm. La primera vez que leí a Ballard fue al borde de una piscina de reflejos zafiro, alrededor de los veinte tacos, en un hotel de Benidorm, y con la perspectiva que da el tiempo creo que lo hice en el mejor lugar posible. Benidorm representa la esencia de la literatura ballardiana, ese futuro localizado en un no-lugar o área urbana clónica, plenamente alienado por las comodidades de una clase media que prefiere la seguridad por encima incluso de la libertad. Al igual que una desgraciada Casandra, Ballard ya me advertía en aquel libro de los adosados amueblados en Ikea, de las clases medias atrapadas en sus hipotecas, de la aparición del fetichismo tecnológico, casi pornográfico, del germen neofascista que se oculta en los centros comerciales e incluso en el bufet mismo de los restaurantes… Empezaba yo entonces a intuir la educación sentimental que se avecinaba, los ultrajes intelectuales, la gangrena social bajo el signo de un espectáculo continuo, el armaggedon tecnológico, esa cierta perversión que implica la simbiosis de lo público y lo privado hasta el punto tan retorcido como kafkiano de inaugurarse en Nueva York academias de telerrealidad, donde te enseñan cómo concursar en los realitys a fin de quedar, irónicamente, más auténtico. No obstante, como la civilización consiste en la capacidad para prever, en adivinar la cornamenta de la crisis, en pronosticar el revolcón, dice mucho de la literatura como instrumento de civilización que haya intuido el siniestro casi total que nos iba a deparar el futuro y por tanto ayudarnos a diagnosticarlo y aplicarle el tratamiento adecuado. Los conflictos siempre son oportunidades, y aunque dejen secuelas nos ayudan a remontar, porque la vida no son más que ciclos, cambios de paradigma, y como bien advirtió Julien Gracq, si tenemos esa tendencia histórica a sacar a bailar a nuestra némesis, a arrasar las estatuas de los héroes, a perdernos en tenebrosos bosques, es porque estamos seguros de poder salvarnos de otra forma. Y seguramente esa forma no será escrupulosa, ni reglada, ni minuciosa, ni precisa, ni perfecta, será casual, romántica e inesperada. Olviden a los predicadores de ceniza y no se preocupen, ya verán como acabaremos arreglándolo todo como buenos enemigos.
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2 comentarios:
Estupenda la reflexión. Redonda
Estupenda, redonda la reflexión
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