Ego y soberbia

| domingo, 21 de septiembre de 2008 | 20:54

Si te forras a lo Damien Hirst, te ponen a parir. Si eres pobre de solemnidad e intentas sobrevivir -y si puedes, forrarte- emigrando y trabajando duro, también te ponen a caldo. ¿Conclusión? Limítate a forrarte y ni caso a los críticos vitriólicos. Si yo fuera uno de esos ecuatorianos o rumanos que vienen aquí a romperse los cuernos, y que encima tienen que aguantar que se refieran a ellos en términos de putas de Babilonia, peste, pandemia, o que simplemente se les cubre de alquitrán y plumas por recibir el subsidio de desempleo o ser atendidos por la sanidad pública, me pondría detrás un póster de la calavera humana con los 8.601 diamantes incrustados del nuevo rey Midas inglés, delante una barricada de quita y pon, y en medio la proteica capacidad de competir del susodicho. Y más madera. ¿Que tienes que salir con un desventaja de un kilómetro respecto del último contendiente nativo? La necesidad crea el órgano: carácter, convicción, fuerza, trabajo, ego, e incluso una pizquita de soberbia si es necesaria para aguantar el chaparrón, como una de esas pastillitas de uranio de dos centímetros de alto y uno de diámetro que liberan energía para parar un tren. Así hasta que se alcance lo que Bill Gates llama el umbral de aceptación, ese momento en que estalla la venta de un producto o la fama de alguien de una manera exponencial.
El miedo a lo extraño, al extranjero, está marcado en nuestro código genético, es atávico; es el rechazo al color de piel, al idioma, a las costumbres, en resumen: el pánico a los bárbaros. Pero no nos damos cuenta de que los bárbaros son los únicos que pueden salvar una Roma que con los siglos se envanece y corrompe, que pierde la ambición, y con ello su Kairós, su tiempo oportuno. Cuando las copas nos llegan a pesar más que las espadas, la soledad es una tentación que acaba por convertirse en un esplendor ficticio, en una actitud estéril y peligrosa. Porque no somos nada sin la inmigración. Sin ese flujo de gente que rompe la inercia costumbrista y remueve mitos fundacionales patrióticos, sin ese enemigo externo que se entrevera con nosotros y que es el único que nos puede cambiar el carné de baile, obligarnos a salir de moldes estéticos elitistas y unidimensionales, despertarnos de narcosis acomodaticias, sumirnos en la promiscuidad del feed-back, en la porosidad que rompe el tópico, en la apertura de compartimentos estancos, en lo transversal. Ahora bien, tras esta defensa apasionada, también se impone establecer una acertada política inmigratoria. No obstante, eso sería materia de otro artículo, y ese debería de hacerse con frialdad, reflexión y filtros, aunque siempre con las primeras frases que abren El Gran Gatsby en la cabeza: cada vez que te sientas tentado de juzgar a alguien, ten en cuenta que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidad que tú.