La muerte no tendrá mis ojos

| miércoles, 10 de septiembre de 2008 | 2:58


Sin muerte, sin finitud, no hay medida, no hay intensidad, ergo la mortalidad es más profunda, pesa más que la inmortalidad. Recuerden que incluso un héroe tan bregado como Odiseo rechazó la inmortalidad, porque sabía que era un regalo envenenado que acabaría por difuminar sus emociones. ¿A qué viene todo este discursito milenarista? Evidentemente, es una manera tramposa de consolarme después de leer que los científicos aseguran que la vejez no es un imperativo de la evolución, sino un proceso alterable. Señores, he de decir entonces que me siento estafado y con ganas de llevar a la Evolución ante el tribunal de Estrasburgo y meterle un paquete a la americana, uno de esos juicios de millones por habernos hecho creer que la senectud era inexorable. No hay nada bueno en la decadencia, en la pérdida de agilidad, de vigor; las canas y las arrugas no te hacen más interesante; el colapso sólo es estético en el arte. Maldigo el cáncer y el Alzheimer, impugno las enfermedades, me opongo al endurecimiento de mi próstata, a la disminución de la testosterona y los tiempos de erección; condeno el daño genético de mis células, me cago en los radicales libres y me quejo de que a mí no me vaya a tocar esa revolución molecular que alargará la vida de nuestros órganos y tejidos. Reclamo mi derecho a un mecánico que regenere mis células madre y poder esperar cincuenta años como Florentino Ariza sin despeinarme; amo la ansiedad, la incandescencia, la impresión de que todas las puertas están por abrir; quiero que todas las horas me hieran, pero ninguna me mate; anhelo las cien vidas de Lazarus Long y mi retrato en el Prado a lo Dorian Gray; no deseo intuir el futuro, sino presenciarlo. Dicen que el universo tiene 13730 millones de años, 120 millones arriba o abajo, pues bien, su luz más antigua es la que necesito poner en mi mesa para leer los premios Príncipe de Asturias de las Letras de los próximos cinco milenios. Porque no hay derecho, hombre, a que una tortuga viva más que yo. No hay derecho a todos los terabytes de sensaciones, reflexiones y experiencias que me son negadas, a los números infinitos de caminos y comportamientos a los que tengo que renunciar. Pretendo ocupar mi vida lejos de mausoleos, mastabas, pirámides o sepulcros megalíticos; conmigo Caronte se va a quedar sin propina, y ni los de CSI van a encontrar la causa de mi defunción. La Pelona va a tener que correr más que Usain Bolt para cazarme, se lo digo yo, y cuando venga Pavese a soltarme su depresiva milonga de que la muerte nos acompaña desde el alba hasta la noche, insomne y sorda, y que al final vendrá y tendrá mis ojos, la voy a mandar al carajo, porque mis ojos, como el famoso replicante, todavía tienen que ver cosas que vosotros no creeríais...

1 comentarios:

Begoña Argallo dijo...

Me encantó tu exposición, vaya por delante, sencillamente deliciosa.
Te paso una frase de William Hurt, protagonista de hijos de un dios menor. Era algo así, cuando pienso que la vida es efímera me entra un vértigo imposible, me obsesiona y nada consigue calmarme. “Me angustia pensar que un solo latido nos separa de la muerte”
Lo leí en una revista hace taitantos años y la angustia que me metió en el cuerpo fue descomunal. Me duró años de ansiedad, hasta que llegué a una conclusión idiota, pero por propia me curó. ¿Si yo nací una vez, que me hace pensar que no haya nacido más veces? ¿Eh?, ¿Quién puede asegurarme que nunca antes nací y morí?
Creo que nadie puede responder a esa pregunta como tampoco a la de si hay vidas en otros planetas. ¿Y si alguna vez yo nací, viví y morí en plutón? ¿Eh?
Pues eso, con este ejercicio idiota de imaginación me curé. Ya no temo a la muerte por ahora. Comenzaré a temerla cuando la tenga frente a mí. Ni un segundo antes.