Bien conocida es la alegoría de que los ciegos describen el elefante por la parte que tocan. Va a ser la esencia de este artículo. Acaban de darle el Príncipe de Asturias de la Concordia a Ingrid Betancourt, que lo ha recibido con inmensa emoción y afirmando que no se merece semejante distinción. Bien, no entro a juzgar si había otros candidatos más cualificados para tal honor, ni la conveniencia mediática de dárselo a ella; tampoco voy a hablar de su particular e innegable paso por el infierno a medida que le cortaron las despreciables FARC, ni del infinito sufrimiento que humilló su carne y su espíritu, para todo ello van a sobrar invidentes que, al igual que yo, tocarán su respectiva parte del elefante. Y me refiero a ciegos en toda la amplitud del término, porque es evidente que la falta de libertad es, probablemente, la menor de las torturas que le infligieron, y la imaginación no reproduce de ninguna manera ese horror. Ella da la gracias al ejército colombiano, a Dios y a la Virgen, y habla con esa serenidad de madonna sufriente de concordia y perdón. Perfecto, hasta aquí mi papel de abogado del ángel: al abogado del diablo le interesan otras cosas. Ese abogado de Luzbel quedó maravillado por la rapidez con que se repuso Ingrid Betancourt de una experiencia capaz de reventar voluntades más duras que el acero de Damasco, y no acaba de creerse que sólo el amor y los brazos extendidos sean suficientes para catalizar dicha resurrección. Ese abogado desearía tener un LHC particular para disparar haces de protones a fin de reconstruir el pasado de Ingrid Betancourt en la selva y tener un festín de datos que le puedan aclarar qué está pasando ahora realmente por su cabeza, una mente a su vez desbordada por la inesperada corriente de acontecimientos que pueden acabar de desestabilizar cualquier psique. Seguramente, la experiencia sería similar a la de Colón, que no descubrió exactamente lo que pensaba, pero sí algo muy interesante. Ese abogado continúa tocando su parte de elefante tendenciosa y considera la inmediata catarata de reconocimientos, legiones de honor en el Elíseo, aviones privados a su disposición, vacaciones en las Seychelles, entrevistas con Zapatero y el Papa… que la consagran como un icono de la lucha por la defensa de los derechos humanos, contra la violencia terrorista, posible candidata al Nobel de la Paz, vicepresidenciable en Colombia, etc… y se plantea qué hubiera pasado si el rescatado hubiera sido otro cualquiera de los secuestrados, uno de esos que va de fiado a la tienda con la cerviz gacha para poder comprarse una salchicha, y que no tiene la doble nacionalidad, ni un consorte embajador, ni entra en la categoría estrato 6 en las prioridades del gobierno colombiano, ni… En fin, que hasta en el Averno sigue habiendo clases. El abogado, que opina como Bogdanovich que para mantenerse en la industria del cine -una metáfora más de la vida-, no hay que creerse nada de lo que oigas y sólo la mitad de lo que veas, digo, el abogado continúa reflexionando acerca de cómo de malparada queda la sociedad cuando es necesario todo este espectáculo para dar un poco de luz a una situación endémica, el flagelo de los cientos de secuestrados que aún permanecen en la selva sin posibilidad de reconocimiento público, ni siquiera de un premio, aunque fuese uno de esos que salían en los palos de helado. No es suficiente justificación que la liberada dé réditos mediáticos a los departamentos de márketing de los medios de información, ni la necesidad de mártires y símbolos para que la gente se ponga las pilas, sino que más bien indica una política ineficaz, una intrínseca falsedad social, cierto raquitismo intelectual y una estética nula. No obstante, reconozco que lo fácil es escribir un par de folios como estos apoyando, rechazando, debatiendo o cuestionando la parte de elefante que palpo, mientras me tomo un café sabiendo que luego me voy a comer con un amigo. Lo difícil es pasar por el infierno de Ingrid Betancourt, ese ultramundo digno de Hellraiser por el que ni siquiera pudo acelerar el paso, y que hace complicado que se diluya alguna vez el vértigo no de mirar hacia bajo, sino de seis años mirando hacia arriba, hacia el cielo de la normalidad que le era negado.
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