BANVILLE Y LA TRASCENDENCIA
La semana pasada conocí a John Banville. Fue en una cena de Alfaguara, para celebrar la salida en España de su última novela, El otro nombre de Laura, escrita como su alter ego Benjamin Black. Es un señor pequeño, comedido, y cuando me saludó lo hizo con ese inglés tan británico que tan bien practican los irlandeses. A mí siempre me había parecido un grandísimo escritor, muy dostoievskiano, El libro de la pruebas, El mar... Incluso me había leído su biografía sobre Kepler, y ahora estoy con esta novela negra. En la conversación posterior que tuvo en medio de un círculo hablaba de la Eurocopa, de que ya no leía, sino que releía, de que había empezado de nuevo a repasar a Emerson, de que los americanos están obsesionados con el humo de los cigarrillos, la homosexualidad y el racismo... Mientras le escuchaba, tenía una extraña sensación, la impresión de que aquel era otro mito que había conocido en Madrid, uno más después de siete años conociendo a gente impensable si me hubiese quedado en Oviedo. Y todo este tiempo -Banville seguía hablando y yo no podía hacer otra cosa que imaginar que no era Banville, sino Dostoievski- yo había ido perdiendo la capacidad para venerar, para adorar; había perdido una fe tras otra fe tras otra fe hasta ser incapaz de la trascendencia. Ya sólo puedo ver hombres, simples hombres, con respeto y a veces con admiración, pero al cabo sólo hombres. Fue curioso -y aseguro que sólo estaba bebiendo Coca-Cola light- aquel extrañamiento, aquella soledad repentina en la que me sumergí, y concluir que si realmente aquel hubiera sido Dostoievski, yo habría hecho exactamente lo mismo: hi, nice to meet you, y pensar que era un señor pequeño, comedido, que hablaba un ruso muy bonito aunque no entendiese palabra...
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