BOCATTO DI CARDINALE XXI
LOS BÁRBAROS. Ensayo sobre la mutación.
Alessandro Baricco. Anagrama. 2008
José Padilha, Bráulio Mantovani, Rodrigo Pimentel
Pedro Bromfman.
Lula Carvalho.
Wagner Moura, Caio Junqueira, André Ramiro, Milhem Cortaz, Fernanda de Freitas, Fernanda Machado, Thelmo Fernandes, Maria Ribeiro
ÉROTIQUE
En estado de shock me quedé el otro día después de ver el directo de Kate Ryan cantando Elle, Elle, L´a en Operación Triunfo. Erotismo en estado puro. En fin, debe ser el verano, que no me deja pensar demasiado...
EVOLUCIÓN
La gran paradoja de nuestros días es que el hombre, que ha ¿subido? un escalón en la evolución y ha pasado de Homo Sapiens a Homo Consumidor, está saturado de unos anuncios que, por su elevado número, cada vez tienen menor impacto y eficacia. Un ciudadano más formado se vuelve más exigente, el cerebro se inmuniza contra el acoso en móviles, vallas, televisión, Internet… -una media de 3000 impactos diarios-, las audiencias se fragmentan y se vuelven interactivas… El resultado es que la publicidad se ha hecho vieja y ha perdido la inocencia al tiempo que sus receptores, le duelen las partes con las que siempre ha jugado, como decía Leonard Cohen, y ahora los antiguos y los ultimísimos gurús tienen problemas a la hora de crear el pensamiento mágico que a su vez crea el deseo que a su vez crea la cuenta de resultados. No obstante, la capacidad de adaptación es la base de nuestro éxito antropológico, y la publicidad, una de nuestras más sofisticadas creaciones, no podía quedarse atrás. Frente a la imposibilidad del choque frontal y el zapping mental, la publicidad serpentea, se mimetiza, se vuelve casi invisible aunque siga tan cerca de ti como tu vena yugular. Ahora ya no quiere tu cartera, o no sólo, ahora ha decidido que necesita también tu alma. Y por ello muta en algo preciosista, emocional, y a la hora de vender el producto, su primera opción no es mostrarlo, sino ocultarlo lo mejor posible. Cada uno de sus pasos tiene sentido, pero esconde la intención de que el producto no es para ti, sino tú para el producto, e intenta convencerte de que es el amor de tu vida, incluso si no lo hubieras conocido, sería el amor de tu vida. Porque las zapatillas de deporte o esta crema ya no son para correr o para hidratar tu piel, sino que quemaran las calorías o difuminarán las arrugas de tus carencias afectivas, de tu depresión, insatisfacción, infelicidad y soledad. Porque los grandes grupos energéticos ya no vende kilovatios o crudo, sino compromisos de futuro y sostenibilidad medioambiental.
Los publicistas son filósofos, no moralistas, han comprendido en medio de su crisis de identidad que todo conflicto es una oportunidad, y conscientes de que en esta época no hay estrellas, sino estrellatos, que la emoción domina a la comprensión, y que la masa se zampa con patatas a la individualidad, se han aplicado en el reino de las sensaciones, el modus operandi de una generación entera educada mediáticamente en que pensar o creer no vale tanto como sentir. Sin embargo, a toda acción corresponde una reacción, y ahora nos toca a nosotros: ¿cuál será el siguiente escalón, en qué tipo de Homo nos convertiremos en el próximo paso evolutivo?
Sí, lo he hecho otra vez, igual que Britney. ¿Por qué? Porque estoy enamorado de ellos, sí, de los dos. No hay peligro, sigo siendo hetero, entero y soltero, pero estoy enamorado de ellos y lo hice otra vez: me he visto por veinticincoavavez Dos hombres y un destino. En efecto, los amo, amo la ocurrencia, el idealismo, la locuacidad, el optimismo de Cassidy y la vanidad, el silencio, la observación, el realismo de Sundance. Sólo he visto el mismo número de veces Apocalypse now y El buscavidas -otro día hablaré de ellas-, pero esta sigue siendo especial. Porque George Roy Hill se hallaba en estado de gracia y clavó el lingote de oro que era el guión de William Goldman y Burt Bacharah les puso un lacito a los dos llamado Raindrops keep fallin´ on my head. Porque me la pela la realidad histórica y me quedo con la leyenda. Porque envidio a Butch Cassidy cuando lleva en la bicicleta a Katharine Ross y sigo sufriendo cuando les persiguen los comisarios del Union Pacific y las paso putas cuando Sundance dice que no sabe nadar antes de tirarse por el acantilado y luego me descojono por la cara que pone el tipo más peligroso del estado de Wyoming y las sigo pasando canutas y me sigo riendo sin descanso el resto de la peli, hasta que me sale una lagrimita cuando les cerca el ejército boliviano y aceptan su destino con el coraje y la épica de la mejor tragedia clásica. Porque me salvan cotidianamente, porque son una droga y una elegía, porque mis filias con la edad son más profundas, igual que mis fobias, porque cada vez pienso menos y siento más, porque nadie, nunca, volverá a estar tan hermoso en una película como Paul Newman y Robert Redford.
Lo verdaderamente grande no implica tamaño, sino proporción. Esa fue la definición que invadió mi cabeza en cuanto pisé Greenwich Village. En una ciudad como Nueva York en la que, como opinaba Godzilla, el tamaño es lo único que importa; una urbe donde todo ruge, marcha frenético y te engulle sin prestarte atención, The Village, El Pueblo, como lo denominan los newyorkers, fascina por su contención, su encanto y su savoir faire. Su mismo trazado ya da una intuición de esa vocación a la contra: al suroeste de un Manhattan titánico y geométrico, el Village dibuja un íntimo y extraño trazado deudor de los antiguos límites de sus granjas y riachuelos.
El Village es una zona lujosa, pero no en el sentido que puede serlo el Upper East Side, por ejemplo, sino un lujo entendido como orden, belleza y calma. Ya desde el parque de Washington Square se puede comprobar el aire bohemio e inconformista de toda el área, acentuada por la presencia de cientos de estudiantes multiétnicos de la New York University. No obstante, su esencia artística quedó decidida cuando en 1916, junto al arco de mármol blanco que conmemora el centenario de la proclamación de George Washington, un grupo de artistas encabezados por Marcel Duchamp y John Sloan declararon la república libre e independiente de Washington Square, Estado de Nueva Bohemia. Desde entonces ha sido refugio de numerosos escritores, músicos y artistas de toda laya y condición, Edith Wharton, Edward Hooper, Henry James, John Dos Passos, Dustin Hoffman, Eugene O,Neill, E. E. Cummings… El parquecito no desentona con tal credo y está lleno de estudiantes, parejas de toda condición sexual, mascotas, músicos, y se halla cercado por puestos de libros de segunda mano. Como curiosidad cabe decir que en la universidad de Nueva York se inventaron el telégrafo de Samuel Morse, el revólver de Samuel Colt y se realizó el primer retrato fotográfico de John W. Draper.
Siguiendo nuestro periplo hacia el West Village, desembocamos en Sheridan Square, el corazón de Greenwich, donde confluyen siete calles y que respira armonía y elegancia, aunque tenga una propensión histórica a los follones. Uno de los más famosos fue el de la revuelta gay de Stonewall, el garito de Christopher Street donde comenzó la batalla campal que abrió el armario global de los homosexuales. Siguiendo esta calle hasta su cruce con Greenwich Avenue encontramos un fetiche artístico, Patchin Place, un pequeño conjunto de viviendas que imanaron a numerosos escritores famosos, entre ellos John Reed, que escribió en ellas Diez días que estremecieron al mundo, su testimonio sobre la Revolución de Octubre. A pocos metros, otra joya, Jefferson Market Courthouse, un precioso edificio estilo gótico veneciano, que ha servido para tareas tan heterogéneas como parque de bomberos o tribunal y que ahora alberga una biblioteca de la universidad. Hay que merodear por estas calles, pasear para imbuirse de su aire bohemio y contemplar al detalle las hileras de encantadoras casas, paseos arbolados y recónditos callejones. Siguiendo Christopher Street y continuando por Bedford, entre numerosos bares y librerías hallamos más sancta santorum artísticos, casas como las de Twin Peaks, Grove Court o el 75 y medio de Bedford Street, la vivienda más estrecha de Nueva York, de tan solo 2,9 metros, donde durmieron actores de la talla de John Barrymore o Cary Grant -no olvidar que justo a su lado está el Cherry Lane Teather, donde se representaba Godspell en los 60-. Visita ineludible en este vagabundeo es el Chumley,s, el bareto de la calle Bedford donde prácticamente tuvieron su despacho en algún momento de sus vidas escritores como Dylan Thomas, Steinbeck, Hemingway, Salinger o Kerouak. A este respecto siempre recuerdo la frase de otro enamorado de Nueva York, el escritor Brendan Behan: no soy un escritor con problemas de alcoholismo, sino un alcohólico con problemas de escritura. Muchos de los anteriormente citados firmarían esta declaración de intenciones. Y para finalizar nuestro deambular alrededor de Washington Square no nos podríamos ir sin echarle un vistazo a la hilera de atractivas casas de St. Luke,s Place. Para los fetichistas sin remedio, el número 10 era el hogar de la familia Huxtable en El show de Bill Cosby, en el 4 Audrey Herpurn rodó Sola en la oscuridad, y en el 16 Theodore Dreiser escribió An American Tragedy.
A medida que nos acercamos al río Hudson y el Meatpacking District, Nueva York puede intuirse de nuevo, su actividad, sus neones, su polución, su asfalto, pero aún hay algo invisible que la mantiene a distancia. Por el Meatpacking tomaban sus copas y hacían sus compras las protagonista de Sexo en Nueva York, con su estilo urbanita y desenfadado. Y realmente te puedes acabar creyendo un personaje secundario de la serie al recorrer los locales, tiendas y hoteles de moda que llenan esta zona ahora rehabilitadísima. A grosso modo conviene no perderse el Gansevoort, un hotel de lujo con piscina climatizada y zona de fiesta para gente guapa, boutiques como la de Stella McCarthey o Alexander McQueen, los locales de copas como el Cielo o el Lotus, o restaurantes como el Florent o el Pastis, un café de estilo francés que es uno de los lugares de reunión habitual de estas heroínas televisivas. Bon appétit.
BOCATTO DI CARDINALE XX
HOMBRES SALMONELA EN EL PLANETA PORNO. Yasutaka Tsutsui. Atalanta.
Este señor es un descubrimiento. Absurdo, insolente, fresco, hipercrítico, violento, siempre sorprendente, pero, sobre todo, descacharrante. Su humor resulta tan inteligente que es para quitarse el sombrero, y todos los relatos del libro son parejamente buenos. Lo que me he reído con el relato que da titulo el libro, un planeta donde cualquier habitante o intención es obscena y porno... Complejo hasta la simplicidad.
EL MAYOR ROBO DEL MUNDO
Las imágenes que pueden ver a continuación son REALES. Decidan ustedes si este ladrón es un crack o estaba hasta arriba de crack.
LA CONCIENCIA MUNDIAL DEL CANADÁ
Porque esta novelistapoetaensayistacríticaarticulista traducida a decenas de idiomas ha sabido universalizar a la perfección la experiencia local de su país, Canadá, que alguien definió como demasiada geografía y demasiada poca historia. Unos mitos basados en la lucha contra la naturaleza, en la supervivencia, y en el asombro que ese mismo medio, hostil la mayor parte de las veces, provoca en sus habitantes. Aguda, irónica y extremadamente meticulosa a la hora de crear las estructuras de sus novelas, utiliza una mirada transversal para sacar petróleo de esos traumas y fantasmas nacionales y proyectarlos al mundo.
A sus setenta años, Margaret Atwood no teme por la literatura, porque afirma que leer es como la energía: ni se crea ni se destruye, sólo se transforma. Se leerá de otra manera, dice, pero se leerá. Y siempre ha defendido que el entretenimiento no excluye el pensamiento profundo, así como que la escritura debe ser como un cristal, desdeñando los eufemismos y todo lo sesgado, algo que ella aplica a su obra de una forma clarividente, penetrante y desinhibida. El cuento de la criada, Los diarios de Susanna Moodie, Ojo de Gato, Resurgir, Doña Oráculo, Alias Grace, El asesino ciego… Si hubiera que etiquetar todas estas obras en alguna generación, habría que hacerlo en la de las mujeres novelistas del Canadá postcolonial como Margaret Laurence, Mavis Gallant o Alice Munro, aunque a ella seguramente le daría un yuyu si leyera estas líneas, ya que siempre ha huido de todo cliché teórico o doctrinario que intente taxidermizar la literatura.
Debemos felicitarnos pues de que este galardón, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, haya recaído en Margaret Atwood, porque premia a la verdadera literatura, es decir, a la que no tiene comienzo y que tampoco tendrá un final, a la que huye de la grandeza aunque sea grande, a la que pone la inteligencia al servicio de la sensibilidad, a la que borra las fronteras entre la realidad y la ficción y al final no sabes distinguir lo que has vivido de lo que has fantaseado… a la honesta, minuciosa, auténtica, imaginativa y catártica literatura.
Ahora que estamos todos entretenidos con la gran victoria de la selección, con el viaje al centro del PP, aunque no termine nunca de llegar, con el Proyecto Gran Simio -¿por qué no se hace también un Proyecto Colas de Lagartija, acaso tienen menos derechos?-, o con las desaceleraciones significativas o a tumba abierta, a gusto del consumidor, quizás haya una cosa que hemos pasado por alto. Una viscosa decisión del 9 de junio del Consejo de la Unión Europea ha abierto las puertas a los acuerdos individuales entre trabajador y empresario para superar las 48 horas de trabajo semanales con un tope de 65. Este trampantojo o timo del tocomocho o pirula legal o como quiera llamarse se carga sencillamente la ley que intenta matizar, y pone de rodillas a los trabajadores, y no precisamente para que les armen caballeros. La excepción es incoherente con el horizonte de utopía que pretende exportar la Unión Europea, contenido en un modelo social basado en la salud en el trabajo y en la conciliación laboral y personal. Esta excepción es peligrosa, tanto como la que hacían los nazis a ciertos judíos ricos para justificar la regla de que el resto se quedaba sin derechos, o como permitir la celebración del Día del Orgullo Pedófilo. Porque ciertas excepciones no son más que puertas sin cerradura, lunas llenas que hacen crecer los colmillos a los explotadores de turno, un suma y sigue ultraliberal que cogerá literalmente por los huevos a los encargados de las negociaciones colectivas, y permitirá la discrecionalidad empresarial a la hora de organizar la vida de los currantes. Cada vez que se permiten estas salvedades, y si no hay una sólida reacción política y social, la Ley de Murphy no tarda en activarse y produce una parálisis legislativa que lima las diferencias entre obligatoriedad y voluntariedad, una nebulosa tierra donde nunca sale el sol y los vampiros del capital se dan un banquete interminable. Hay que bajarse de la hamaca mental y apuntalar con empuje y obstinación derechos fundamentales en detrimento de libertades económicas y normas de competencia, a fin de evitar que el trabajo nos haga libres a la manera del cartelito que coronaba la entrada de Auschwitz. Y concienciarse de que a veces el verdadero progreso de la civilización no es tecnológico, sino moral, y de que el arte de vivir es saber decir no. Créanme, si no les gusta este mundo, deberían ver alguno de los otros, como bien sabía Philip K. Dick.