–Cuando yo empleo una palabra –declaró Tentetieso en tono desdeñoso–, significa lo que yo quiero que signifique.
–La cuestión está en saber –objetó Alicia–- si usted puede conseguir que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
–La cuestión está en saber –insistió Tentetieso– quién manda aquí, si las palabras o yo.
Alicia a través del espejo y lo que Alicia encontró allí. Lewis Carroll.
El mal siempre ha tenido corazón humano. Éste es un hecho que no por terrible, deja de ser redundante. Puede comprobarse en las fotos de Hitler con la prole de su sicario Goebbels, en una de aquellas jornadas familiares en las que al tío Adolf se le veía absolutamente abrumado ante la espontaneidad de los críos, bajo la mirada complacida y la sonrisa complaciente del padre. Ese hombre encantado es el mismo hombre que, en la fortaleza fastamagórica en que se convirtió el búnker de la Cancillería durante el asedio de Berlín, con los soldados rusos a doscientos metros de su entrada, decidió tras la muerte de Hitler que los seis niños les acompañaran a él y a su mujer, Magda, en un suicidio colectivo. El mismo hombre que, doce años antes, con la llegada de Hitler al poder, haría un pacto fáustico con la oscuridad, tomando las riendas del Ministerio de Intrucción Pública y Propaganda del III Reich, y afinando con tal eficacia un sistema de seducción, sugestión y manipulación de masas, que lograría –armado sobre el terror desencadenado por Himmler– que el pueblo alemán apoyara la persecución judía y siguiera creyendo, aun cercado por las bayonetas soviéticas, en los corrompidos poderes de la esvástica. Seremos recordados por la Historia como el máximo legado de todos los tiempos o como los criminales más terribles que el mundo haya conocido, ésas dicen que fueron sus últimas palabras. Ahora veremos por qué.
EL PEQUEÑO DOCTOR
Dime una frustración y ahí tendrás un objetivo. Si damos por buena la afirmación (y en la Historia encontramos ejemplos suficientes), no hay más que echar un vistazo a sus orígenes para comprender cuándo se implantó en él esa semilla de oscuridad cuya peculiar y sangrienta botánica afectaría de tal manera a su espíritu. Paul Joseph Goebbels nació en Rheydt, Renania, en 1897. Su familia, católica, pudo darle una educación universitaria –al contrario que la mayoría de los altos jerarcas nazis, que fueron autodidactas– gracias a unas becas diocesanas, estudiando en ocho universidades antes de graduarse en Heidelberg en 1921, y perfilando poco a poco ese arquetipo de nazi cultivado y, paradójicamente, capaz de los actos más terroríficos. Pese a todo, hasta el momento de su graduación la aguja de su destino aún temblaba en su guía, nada parecía indicar la pesadilla en la que se transformaría aquel sueño. Fue por entonces cuando el resentimiento se convirtió definitivamente en el mejor carburante que un hombre puede utilizar, como pontificó Hitler: en la Alemania desarbolada de la república de Weimar, un joven Joseph sin trabajo intenta abrirse camino como escritor, autor de teatro y articulista, fracasando por triplicado. Si a esto añadimos que era un tipo escuchimizado, que cojeaba debido a una deformidad de nacimiento en un pie, y que poseía un escaso atractivo físico, todo esto muy alejado del genotipo ario que años más tarde ensalzaría tanto, ya tenemos conformadas las obsesiones que terminarían por cartografiar su psique. Como decíamos, hay gente que para sobrevivir se aferra a la belleza, pero Goebbels hizo suya la máxima de su adorado Adolf Hitler: el odio es el combustible más estable.
HITLER, TE QUIERO
En los momentos de caos social, de anarquía y confusión extrema, la casualidad se erige en la reina y señora de la Historia, y es entonces cuando a un hombre le resulta tan fácil hundirse como encumbrarse. Goebbels fue de éstos últimos, encontrando su ascensor social en la figura de Gregor Strasser, que le hizo su secretario. Strasser era uno de los políticos que le disputarían en un principio a Hitler la jefatura del NSDAP (Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes), y curiosamente la mesiánica figura del futuro Führer no despertaría en Goebbels ninguna adhesión, considerándole un burgués muy a la derecha de sus iniciales querencias revolucionarias. Fue más tarde, cuando ambos cabecillas se separaron tras un borrascoso debate en Bamberg, en 1926, cuando Goebbels abrazó la alucinante y perversa cosmovisión de Hitler, esta vez con la adoración del converso, un fervor que le mantendría a su lado incluso cuando la derrota y la muerte les miraba ya cara a cara. La primera vez que leyó el Mein Kampf, Goebbels se preguntó: ¿quién es este hombre? Mitad plebeyo mitad dios. ¿El Cristo verdadero o sólo San Juan? Y más tarde, el 19 de abril de 1926, escribió: Adolf Hitler, te quiero. Dicha fe no tardaría en ser recompensada, siendo nombrado Gautelier (jefe de distrito) de Berlín.
Desde los primeros momentos, Goebbels demostró su convencimiento de que, en aquel siglo de masas, la propaganda era un intrumento esencial para el Estado en su propósito de control de los ciudadanos, y con tal fin creó el órgano de propaganda del partido, Der Angriff (El Ataque). Aquel fue el primer púlpito desde el que aplicó su refinada demagogia popularizando las ideas nazis. En la propaganda, como en el amor, todo es permitido para lograr el fin, escribía. No hay necesidad de dialogar con las masas, los eslogans son mucho más efectivos. Éstos actúan en las personas como lo hace el alcohol, escribía. Siendo un trabajador infatigable, empezó a laminar pacientemente la sociedad alemana, rellenando las grietas de sus razonamientos con una pasta de obsesiones y fanatismo, consciente de que, en determinadas circunstancias, los mitos tienen más capacidad de convicción que los hechos. Finalmente, en 1929, fue elegido diputado del Reichtstag. Sin embargo, su momento estelar aún estaba por llegar.
EL BIBLIOCAUSTO NAZI
En efecto, si, como decía el cardenal de Retz, no hay nada en este mundo que no tenga su momento decisivo, el de Joseph Goebbels se puede precisar con exactitud en 1933, cuando Hitler asumió el poder y le hizo ministro de Propaganda. El Führer había trazado una equis negra bajo los nombres de toda Alemania, que más tarde corregiría y aumentaría a toda Europa, y de inmediato se empeñó en la tarea de hacer realidad la voluntad del Führer. Un año antes había contraído matrimonio con una divorciada, Magda Quant, con la que se trasladó a vivir a un ministerio construido expresamente para él, sin reparar en gastos. Las artes y las letras de la Alemania nazi, el teatro, la literatura, el cine, la prensa, la radio... todo cayó bajo su poder absoluto. Y como correa de transmisión de las obsesiones de su jefe, tanto en su papel de evangelista de su deificación como en el de azote de católicos, judíos, comunistas, y desafectos en general, Goebbels movilizó e intoxicó a las masas como sólo un genio maligno podía hacerlo. Más vale una mentira creíble a una verdad inverosímil, escribía. Una mentira repetida el suficiente número de veces se convierte en verdad, escribía. El veneno del poder malbarató de tal manera la cultura que para la Historia han quedado, como hitos siniestros, la exposición El arte degenerado, una exhibición que incluía trabajos confiscados de Picasso, Kandinsky y Kokoschka, comparando los cuadros con obras realizadas por enfermos mentales, y las imágenes de las grandes manifestaciones entorchadas de los estudiantes en las plazas de las Universidades, haciendo una hoguera con millares de volúmenes, Sigmund Freud, Stephan Zweig, Thomas Mann, Emile Zola, Arthur Schnitzler, Bertold Brecht, Hermann Broch, Einstein, Robert Musil, Kafka... que alumbraba el comienzo de una nueva y terrorífica era. Un prólogo del genocidio que ya, un siglo antes, había profetizado Heinrich Heine: ...donde los libros son quemados, al final, también son quemados los hombres...
LA GUERRA
La marea negra totalitaria había cubierto Europa por completo, y todo estaba a punto para que una generación entera de seres humanos contemplase cómo sus sueños iban a flotar como corchos en un mar de sangre. El pistoletazo de salida fue la invasión de Polonia. En un principio, la insólita capacidad destructiva de la Wehrmacht hizo que el trabajo del pequeño doctor fuese relativamente fácil, en una guerra en la que cada campaña se saldaba con una victoria. Pero donde demostró la envergadura de su genio fue a partir de 1942, cuando el periodo de auge dio paso al páramo del declive. A pesar de los constantes reveses del ejército, de los permanentes bombardeos, de las ciudades en ruinas... Goebbels probó ser un maestro en el arte de moldear voluntades, y tras declarar la guerra total el 18 de febrero de 1943, a fin de movilizar todos los recursos existentes, mantuvo alta la moral del pueblo alemán, reforzando incluso su confianza en Hitler. Para ello inventó ejércitos fantasma, armas secretas, fortalezas inexpugnables, todo envuelto en el habitual estilo entre circense y narcótico que le caracterizaba. Cuando los Aliados ya habían cruzado la fronteras alemanas, después de que Hitler hubiera salido milagrosamente ileso de un atentado, mientras el Ejército Rojo se topaba asombrado con el infierno de Auschwitz, y la ciudad de Berlín era una ciudad moribunda y acosada, con sus edificios derrumbándose por doquier, Goebbels continuaba hablando a los berlineses en el Palacio de los Deportes acerca de la victoria final. Tras la muerte de Hitler, y con la evidencia de que todo estaba ya perdido, aún planeó un último acto propagandístico, el más grande, el más aterrador: ordenó quemar todos los puentes de Berlín para que sus enemigos se encontraran al ocupar la ciudad con un paisaje desolador.
LA SONATA WALDSTEIN
En un relato de Hartmut Lange, La sonata Waldstein, el escritor hace posible mediante su alquimia literaria que Franz Listz, su fantasma, aparezca en las entrañas del búnker de la Cancillería minutos antes de que Magda Goebbels, inducida por su marido, se disponga a envenenar a sus seis hijos. El pianista, perplejo, angustiado, sólo encuentra una manera de intentar que la tragedia no se consume: tocar la sonata una y otra vez para que sus mágicos acordes hechizaran a sus protagonistas, manteniéndolos lejos de los niños. Si de verdad el pianista húngaro hubiese sido testigo de la tragedia, ¿qué se hubiera encontrado aquel uno de mayo de 1945 en la fortaleza subterránea? En aquel instante, Berlín agonizaba a nueve metros sobre sus cabezas, la artillería soviética hacía vibrar intermitentemente las paredes de cemento, el perímetro defensivo alrededor de la Cancillería se reducía inexorablemente y al imperio de los mil años propugnado por Hitler, no le quedaban más que unas horas. El mismo Hitler se había suicidado el día antes junto con su mujer, Eva Braun, y la atmósfera opresiva que se había adueñado del búnker sólo ofrecía dos salidas: intentar escapar o morir. Como a Eva, a Magda le habían ofrecido la posibilidad de que abandonara Berlín con sus hijos, pero la firmeza de Goebbels en quedarse con Hitler la convenció de que su destino era morir todos juntos. En lo que respecta a nosotros, hemos sido la cumbre del III Reich, debemos aceptar las consecuencias. Hemos exigido cosas inimaginables a los alemanes, hemos tratado a otros pueblos con dureza. Los vencedores se vengarán de ello y no podemos parecer cobardes. Todo el mundo tiene derecho a seguir viviendo. Pero nosotros, no. Hemos fracasado, analizó Magda friamente en una conversación con un familiar. Y ante la pregunta de qué iba a pasar con los niños, respondió: Nos los llevaremos con nosotros porque son demasiado hermosos para el mundo que se avecina. Helga, Hilde, Helmut, Holde, Hedda, Heide, todos bautizados con un nombre que empezaba con H en honor al tío Adolf. Cuando se esparció el rumor de que Goebbels y su mujer pensaban llevarse con ellos a sus hijos al otro mundo, hasta los más fanáticos seguidores del régimen se estremecieron. Los oficios de Albert Speer o Erich Kempa, el chófer de Hitler, para disuadiarles, fueron inútiles. Eran las cinco de la tarde cuando Frau Goebbels pasó delante de mí seguida por los niños. Todos llevaban pijamas blancos. Los llevó a la siguiente puerta y regresó con un carrito en el que había seis tazas y una jarra de chocolate. Más tarde alguien dijo que estaba llena de pastillas para dormir. La vi abrazar a algunos y acariciar a otros mientras bebían. No creo que supieran que su tío Adolf había muerto, reían y charlaban como de costumbre. Poco después pasaron delante de mí escaleras arriba. Heide era la última e iba de la mano de su madre. Se volvió, la saludé y, de repente, se soltó de la mano de su madre y vino hacia mí cantando, Misch, Misch, du bist ein fisch (Misch, Misch, eres un pez). Su madre la recogió y se la llevó aún cantado esa canción, declaró Rochus Misch, un telefonista del búnker. Magda regresó al poco, llorando, y se unió a su marido. Permanecieron en su habitación, haciendo solitarios, en silencio, hasta que anocheció. Eran las nueve cuando subieron al jardín; el cañoneo era ensordecedor, columnas de humo se elevaban hacia el cielo. Goebbels había resuelto con su ayudante Günter Schwaegermann que, una vez muertos, sus cuerpos fuesen rociados con gasolina y se les prendiese fuego. Pasearon un poco por el terreno calcinado y, cuando estuvieron preparados, un hombre de las SS les disparó a los dos en la nuca. A la mañana siguiente, el 2 de mayo, los rusos entraron en el búnker. En sus respectivas camas, encontraron a seis niños con pijamas blancos, las niñas con lacitos blancos en el pelo, como si estuvieran durmiendo. Y quizás, en una esquina, invisible, a Franz Listz, tembloroso e impotente, cuidando de que no estuvieran solos.
EL SEÑOR DE LAS PALABRAS
Hablando de los nazis, un oficiante en los juicios de Nuremberg dijo que la historia levantaría para ellos una horca tan alta como una torre, cuya sombra recorrería los siglos. En todo caso, esa horca sería del mismo tamaño que la influencia que, paradójicamente, tendría Joseph Goebbels en el futuro. Cuando los norteamericanos entraron en Berlín, recuperaron 6800 páginas de un manuscrito del mismo Goebbels, escrito en forma de diario, que abarca desde el 21 de enero de 1942 hasta el 9 de diciembre de 1943. El texto estaba mecanografiado a triple espacio con estilo gótico alemán, amplios márgenes y sobre grueso papel con marca de agua. Cada pagina contenía alrededor de cien palabras. El documento se encuentra hoy en el Hoover Institute and Library on War, Peace and Revolution, en la Universidad de Stanford. Cuando fue traducido, se encontraron con el legado intelectual de Joseph Goebbels, un estudio en el que teorizaba sobre el fenómeno de la comunicación de masas, definiendo una serie de principios básicos de la misma. En los años posteriores, dichas bases pasaron a formar el corpus básico de la publicidad y, en general, de la comunicación en todas sus variantes. Mandamientos del tipo, La propaganda debe tender a simplificar las ideas complicadas, Hay que reducir tanto más el nivel intelectual de la propaganda cuanto mayor es la masa de hombres a los que se quiere llegar, El propósito de las noticias es el de hacer la guerra, y no el de dar información o Para que la propaganda sea efectiva, los alemanes querían que su radio no sólo facilitara instrucción, sino también entretenimiento y relajación, nos resultan inquietantemente actuales. Masas engañadas, desorientadas, hipnotizadas... En efecto, tanto como la de su horca, la helada sombra de Joseph Goebbels sigue siendo alargada.
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