Tras más de una década, el marfil de la torre se termina aquí. A partir de ahora pueden seguirme a través de mi página web, twitter y facebook.
En los momentos
difíciles surgen flores extrañas. Es la frase que se me ocurre para definir
esta miniserie protagonizada por el talentosísimo Benedict Cumberbartch, basada
en los libros del aristócrata Edward St,.Aubyn. Tocar el fondo del infierno
lleva su tiempo, y Patrick Melrose, trasunto del escritor, se toma el suyo mediante
un cóctel de alcohol, drogas, ironía y autocompasión, a causa de una psique
destrozada por los abusos de su padre cuando era niño y la ausencia de una
madre alcohólica, ella era una niña
perfectamente conservada en un tarro de dinero, alcohol y quimeras. La
clase alta británica, hipócrita y amoral, es minuciosamente despiezada con un
ritmo intenso y agridulce, apoyado en una utilización sublime del color en cada
escena. Sadismo, adicciones, mordacidad, alguna epifanía, intentos de suicidio,
transgresión de todo tipo de tabúes: una ruleta que va girando en busca de una
bala terminante que nunca llega. La gente
nunca recuerda la felicidad con el cuidado que le dedica a recordar cada
detalle del sufrimiento. Patrick Melrose mira desde su habitación de hotel
-carísima, of course- y se pregunta en un bajón de la farlopa y el caballo para
qué sirve una ventana si no es para tirarse por ella. Si la victoria tiene solo
un relato y la derrota cientos, la serie se aplica en contar los numerosos
puentes que han quedado rotos sobre las turbulentas aguas del inconsciente, repletas de tenebrosos marrajos: Martinis, clubes privados, sobres llenos de billetes en
el bolsillo -dinero que le llega del cielo, dinero sin sudor-, traumas, chutes
de heroína, la voz en off de sus pensamientos torturados, humor negro.
Precisamente la acidez es uno de sus aciertos: vamos a menos, dice una de las amigas de Patrick, antes mis amigos me contaban cómo utilizaban
la mantequilla en sus sesiones de sexo, ahora me relatan cómo la han quitado de
sus dietas por el colesterol. Cinco únicos capítulos que se corresponden con
las cinco novelas de St. Aubyn: un viaje desde los años sesenta en el sur de
Francia, que pasa por NYC en los ochenta y termina en Gran Bretaña a principios de
2000, en el que destaca un terrorífico Hugo Weaving -si recuerdan a Elrond en
El Señor de los Anillos y al agente Smith
en Matrix-, como padre de Patrick, que les quitará el sueño, o peor, se lo
llenará de pesadillas infantiles. Gran serie, entretenimiento de calidad, y un
personaje con el que se reirán, le tendrán compasión y en ocasiones se
desesperarán: la heroína es lo único que
realmente funciona, lo único que detiene la carrera del hámster en la rueda, la
heroína es el séptimo de caballería, se enrosca en mi sistema nervioso como tu
gato se enrosca alrededor de su cojín preferido, es como un puñado de gemas
cayendo de tu mano.
No estoy loco, decía El
Sombrerero Loco en el libro de Carroll, solo que mi realidad es diferente de la
tuya. He estado reflexionando mucho sobre esta y otras frases de un personaje
tan perturbador como complejo. El señor Sánchez y su gobierno poseen la
“muchosidad” que decía El Sombrerero, y creo que también aspiran no a una
realidad política, sino a una realidad psíquica. Un marco que transforme lo
imposible o lo increíble en algo de andar por casa. Por ejemplo, inaudito es tirar
de decreto para puentear uno de los resortes de control sobre el endeudamiento
presupuestario como es el Senado, rompiendo el equilibrio de poderes y minando
el sistema constitucional. Así se comienzan a vaciar las competencias de
ciertos organismos, y no estoy haciendo comparaciones con ciertos regímenes que
vienen a las mientes, pero por algo se empieza. Otro botón: inverosímil es que
un funcionario como el juez Llanera, que se ha estado partiendo la cara contra
unos golpistas, ahora se vea sin protección ni cobertura legal ante la demanda
-igualmente quimérica- de un delincuente como Puigdemont y su tropa. Otra
muestra: se permite la reapuertura de las embajadas catalanas cuando se ha
demostrado una y otra vez que son instrumentos de propaganda independentista -y
no precisamente para vender cava o fuet-,
que hacen mucho daño en el exterior. Podría seguir muchas líneas, y dejo
para otro artículo la fastidiosa costumbre de cambiar a todo dios cuando muda
el signo político -más de seiscientos cargos, muchos utilizados como canonjías-,
cuando hay organismos -Instituto Cervantes, TVE, etc…- que deberían estar
blindados contra los vaivenes políticos. Pero lo dicho: hoy no toca. Ya
sabemos que cada paso que dé el señor Sánchez va a estar condicionado tanto por
Podemos como por los nacionalistas, cuando no directamente atornillado. Ante la
opción de convocar elecciones, se prefiere continuar artificialmente en el
poder a base de crear realidades cada vez más fantasmales y alejadas tanto del
ciudadano como de Europa. Esos presupuestos que se suponen progresistas y
progresivos no harán más que crear sombras que se concretarán en dolorosas que pagaremos todos, la
izquierda, el centro -si existe- y la derecha. Sobre el concepto que tiene
Sánchez del poder, una forma dúctil, elástica, en la que cabe todo con tal de
no perderlo, las emanaciones del Sombrerero Loco tienen un campo abonado para
cualquier tipo de experimento que conlleve la necesidad ciega, esa nebulosa
estimulada por nacionalistas, populistas y ultras, conveniente para llevar a
cabo sus propios designios. ¿Sabes cuál es el problema de este mundo?, resuena
de nuevo El Sombrerero en mi cabeza, que todos quieren una solución mágica a
los problemas, pero todos rehúsan creer en la magia. Pues eso, que solo hace
falta creer en la magia. Hay que reflexionar. Hay que hacerlo.
Tras un año atareado, nos tomamos un descanso en el blog. Regresamos a mediados de septiembre. No olviden que estaré todo agosto con Afinando los sentidos, en JELO EN VERANO, Onda Cero, junto al gran Arturo Téllez. Todos los miércoles, a partir de las 18.00, una hora de cultura y entretenimiento a nivel nacional. Compartan con nosotros.
En cuestión de vodkas, tengo por seguro que el rey es el Beluga ruso. Pero este vodka lituano es delicioso. Lo descubrí en un viaje a Vilnius: el primer sorbo helado fue seda, y después el paladar contaminado por el tallo de trigo que flota en el interior de la botella le provee de unos matices singulares que les aconsejo explorar. Además es barato. Son 70 centilitros de placer.
Si voy a El Prado, hay dos cuadros con los
que tengo siempre una cita: El paso de la laguna Estigia, de Joachim Patinir, y El triunfo de la muerte, de Pieter Bruegel el Viejo. En estos días se ha procedido
a restaurar los colores originales de la tabla, y la enunciación de la
inevitabilidad de la muerte sobre todo lo mundano se muestra en toda su gloria,
tanto en la brillantez de sus rojos y azules como en la aparición de detalles
inusitados bajo los repintes y restauraciones. Cuando contemplas el espectáculo,
sabes que Bruegel sabía: la danza de la muerte, el Juicio Final, los batallones
de esqueletos -siempre me acuerdo de los de Ray Harryhausen en “Jasón y los
Argonautas”-, las fauces de lnfierno, recién abiertas. Frente a tanta
barrabasada que pasa por arte, la virguería de Bruegel fulmina cualquier
pretenciosidad y, citando a Murakami, convoca el misterio que hace que las
piedras floten y los corchos se hundan. Los muertos están aquí para llevarse a
los vivos, regimientos de esqueletos, a pie y a caballo, otros que amenizan la
carnicería tocando instrumentos musicales. Carretas llenas de calaveras,
decapitaciones, perros que mordisquean bebés, sodomizaciones, reyes a quienes
la púrpura no libra de la arena del tiempo… Uno de los esqueletos es especialmente
terrorífico: blande una guadaña mientras cabalga arramblando con todo. Los
muertos caen sobre los vivos, una marabunta ósea que realiza el censo de todas
las posibles maneras de morir; el cielo abrasado, la conflagración universal,
los ataúdes desenterrados, la carne sanguinolenta. El hombre, como animal social y cultural que es, no soporta la naturalidad de la
muerte, tiende a pensarla, categorizarla, legislarla, pero Bruegel ejerce de
demiurgo de nuestros vicios y miedos y me propone una tonificante catarsis
que, contrariamente a lo que se podría suponer, ejerce de fulcro para mi buen humor
y salgo siempre con ganas de disfrutar el tiempo que me queda, de ser aquel
Sísifo feliz que escribía Camus. La muerte está ahí, y sucede, en cualquier
momento, porque ocupa todos los resquicios, y contra ella no cabe desenvainar
la espada o rezar o entregarse a ella por voluntad propia o correr para
salvarse: la muerte es aquí y ahora y en todo lugar y en todo tiempo, y cuando
suceda ya no estaremos. Morir no es nada, lo único grave es estar muriéndose,
eso es lo único de lo que hay que preocuparse: que sea algo rápido y limpio.
Entre tanto, seguiré disfrutando de este símbolo que contiene todos los
símbolos.
No soy fan del señor Sánchez
-quien haya leído mis artículos sabe lo que pienso de él-, pero me
ha sorprendido y me interesa el gobierno que ha pergeñado. Acerca del
-vilipendiado en las redes- ministro de Cultura, digo lo mismo: todo el mundo merece
una oportunidad, y más contemplando los anteriores ministros, que excelencia
artística no implica capacidad de gestión, y viceversa. Solo recordar la
lección de Barrio Sésamo que nos regaló Torreblanca: la socialdemocracia utiliza los mecanismos de la
economía de mercado para crecer y los mecanismos estatales para redistribuir el
crecimiento económico logrado. Crecer para repartir, nunca repartir antes o a
costa de crecer. A día de hoy, ya no me interesa demasiado la ironía posmoderna
o si mezclas la ropa blanca con la de color en política, lo que busco es
eficacia, que el país siga funcionando y que continúe unido. Si el señor
Sánchez, después del lamentable balance que lleva acumulado es capaz de
aprender de sus errores y ser venero de un gobierno equilibrado, no seré yo
quien lo acuchille. Ya lo decía Cicerón: una nación puede sobrevivir a los
locos y a los ambiciosos, pero no puede sobrevivir a la traición desde dentro.
Respecto a la paridad o que haya más o menos gays, digo también lo de siempre:
solo me importan los méritos, el sexo o la orientación sexual me da exactamente
lo mismo. Si las intenciones del señor Sánchez son repetir los afeites del señor
Zapatero, mal vamos: por sus obras los conoceremos. El problema evidente es que
no sé si tendrán tiempo u oportunidad para trabajar, y también me preocupan las
promesas que se puedan hacer a cencerro tapado a los golpistas catalanes -que
todavía no conocemos-, así como las concesiones a partidos soberanistas y
formaciones autonómicas. Respecto a un hombre como Sánchez -que estoy
convencido milita en la sentencia gramsciana acerca de que la victoria,
profesionalmente hablando, es un fin en sí misma-, pensar que se puede
convertir en un estadista de la noche a la mañana solo puede entenderse desde
la superstición. Dicho lo cual, les deseo suerte para enfrentarse en estos
meses al asedio de colmillos retorcidos: lo importante es que España funcione y
no ceda a chantajes, que España converja con Europa y que no extravíe el maná público.
Ahorrémonos el pesimismo, que solo es útil en épocas de gloria.
El mordisco de la soledad, la
ausencia de cariño, la desaparición del amor. Son asuntos duros, sin duda, que
nos conciernen a todos en nuestra fragilidad. En Japón, por circunstancias
particulares, la soledad parece adquirir carices hiperbólicos, y las personas
con ciertos posibles lo remedian como pueden. Alquilar esposa e hija es una de
las posibilidades: “creía que era fuerte, pero cuando terminas solo te sientes
muy, muy solo”, lo justifica el protagonista. Hay muchas empresas que se
dedican a este negocio, Family Romance es una de ellas; puedes rentar deudos de
toda condición, y para casi todos los cometidos familiares: ir de compras con
una nieta, una esposa que te espere con una tarta recién horneada, una familia
para ir a zoológico… Pero no solo, también se incluye pompa y circunstancia:
¿que necesitas un fiancé para que lo conozcan tus padres? Dime cómo lo
quieres. ¿Qué necesitas un hermano o un padre postizo para que te haga de
testigo en algún acto? Te lo buscamos en un plis plas. Incluso si necesitas un
novio para hacer una boda fake, lo puedes tener, o cosas mucho más
epatantes: contratar un señor para que te cante las cuarenta porque has
defraudado a tus empleados como gestor, ya que jerárquicamente es Japón sería
impensable que fuesen estos quien te criticasen. El contrato que más me llamó
la atención fue el de directores falsarios que se iban a disculpar con clientes
que enarbolaban la hoja de reclamaciones, o amantes quiméricos que las mujeres
presentaban a sus cabreadísimos maridos porque estos demandaban una disculpa
-la cosa se complicaba cuando el atrabiliario marido también exigía que viniera
la esposa cornuda, aunque también eso se podía arreglar-. El abanico de
posibilidades es realmente amplia, y hay muchos factores para que esta opción
sea corriente en aquel país: el envejecimiento de la población, la
desestructuración posmoderna de la familia, la voladura de las tradiciones
confucianas, las ramificaciones filosóficas niponas de la famosa sentencia de
Foucault de que las cosas no vienen predeterminadas, sino que se pueden
construir, lo que importa es que funcionen… A unos les puede parecer grotesco,
a otros posibilista o consolador. No juzgo. No me he visto en la situación y no
me querría ver. La vida no es una francachela, y se puede torcer de formas tan
devastadoras que no podrías ni imaginar. Los celebrantes suelen ser actores, bien
parecidos, o sencillamente con las características físicas exigidas por los
clientes. En unos casos han tenido influencias benéficas sobre ellos, en otros
se han desarrollado relaciones tóxicas que obligaron a terminar el contrato. "Los japoneses son raros", podría ser el resumen habitual de este hecho. Aunque
creo, que en cuestiones afectivas, no más raros que cualquiera, ni siquiera que
un español.
¿También les ha pasado? Yo estuve décadas sin leer a Mailer, desde aquella divertida Los tipos duros no bailan. Un día, revolviendo entre libros de segunda mano, me encontré con El Fantasma de Harlot, y me dije, ¿por qué no? A partir de ahí enfilé casi toda la obra, un año entero leyéndole. He aquí lo que hay que repasar, según mi gusto.
Un desparrame de talento, 1300 páginas -Guerra y Paz tiene 1450-. Pieza macho, excesiva, obsesiva, irregular, "realistamentirosa", la historia de la CIA a través del testimonio de Harry Hubbard, uno de sus agentes. Sexo, traiciones, retratos psicológicos, Historia e intrahistorias. Cuando llegas al final, sientes euforia.
El psicoanalismo del Nuevo Periodismo aplicado a toda una nación. Sus textos subjetivos sobre el existencialismo americano, la libertad sexual, el boxeo -siempre Alí-, Mark Twain y Jack London, la mística de un país irredentamente enamorado de sus héroes, la suite de Kennedy, Kissinger y el comunismo... Para entender América, no hay que conocer solo sus redes sociales y sus empresas tecnológicas: el alma estaba en otro lugar.
Ponerle voz a un demonio tutelar, y que el tutelado sea Adolf Hitler, se las traía. Y lo lees, aunque sea inverosímil, lo lees. Las premisas de la Ilustración no lo explican todo, y eso da miedo. También la afirmación de que el exceso de amor de las madres puede producir monstruos, al igual que su ausencia, y este demonio cabrón, que se curra ambas vertientes, tiende a contarnos algunas verdades irritantes.
Cuando algún amigo me pregunta acerca de
las mejores novelas sobre Oviedo, siempre mento la inefable Regenta -¡mucho
mejor que la Bovary!- y Jugadores de billar. En cierta manera, les comento,
tienen mucho que ver, están repletas de criaturas llenas de pesares y pasiones en una nueva
Vetusta. Aquí los camaradas se quedan un poco ojipláticos, pero el autor, José
Avello, realizó un triple salto mortal con tirabuzón y doble pirueta: ambiciosa
en todos los apartados, estructura, contenido, lenguaje… Avello nos cuenta en
26 densísimos fragmentos el devenir de un grupo de amigos cuarentones que se reúnen
en un ritual consensuado de partidas de billar, en las que en un juego de
metáforas las mismas bolas sirven para proyectar sus frustraciones y fracasos
vitales, “en el billar, cada tirada es un polígono perfecto y a la vez una
intención, un proyecto, el alma de un hombre” -por cierto, no dejen de revisar
El Buscavidas, de Paul Newman-. Entre ellos destaca Álvaro Atienza -un Bomarzo
sublimado: “toda la belleza y el amor dispersos por el mundo le son
irremediablemente ajenos e inalcanzables”, personaje tan romántico como
siniestro, que funcionará como el Rayo Verde de Verne para iluminar
repentinamente todos los rincones llenos de criaturas deformes que todos
guardamos en nuestra psique. Estos personajes, que se reúnen en el café
Mercurio, son plenamente conscientes de su fracaso existencial, y siguen
manteniendo vivos los fantasmas adolescentes mediante pequeños actos de
rebeldía, alcohol, porros, motos, y entremedias, se describe el mismo ambiente
provinciano y opresivo que Clarín desplegaba con majestuosidad un siglo antes, ya
saben, aquello de “qué dirán los vecinos” y “cielos encapotados, opresivos…
grisura sin perfiles… la ciudad, oculta bajo la humedad”. Es la crónica de
crisis privadas en un mundo todavía no invadido por las redes sociales, trufada
de tramas y subtramas, distintos niveles temporales, y con una atención
quirúrgica a los detalles y sensaciones, narrada por una voz omnisciente,
digresiva ética y estéticamente, que busca una especie de redención, la
salvación por la palabra. Como no podía ser de otra manera, también hay una
historia de amor obsesivo, a veces enfermizo, catalizado por una Beatriz de provincias: Verónica. La
novela acaba explotando en una fiesta, mostrando una especie de desnudez moral
que me recuerda a la efectividad de El último
encuentro de Sándor Márai. Un magisterio de quinientas páginas reeditado
por la editorial Trea, imprescindible para entender una época, los noventa, y
una ciudad, Oviedo, que no es más que la extrapolación de un imaginario de
autoengaños y una poética trasnochada en una Vetusta que todos, en algún
momento u otro, hemos habitado.
Cuando el general romano Lucio Cornelio Sila aplastó a los atenienses insurrectos en el 86 a.C y devastó la ciudad, unos mediadores fueron a verle y ponderaron la grandeza de Atenas y su héroe Teseo. El romano, nada impresionado, les respondió: "Marchaos a casa, locos, y llevaos vuestros bellos discursos. Los romanos no me han enviado a Atenas para estudiar historia, sino para hacer entrar el razón a los rebeldes".
Como siempre, con los romanos, pijadas las justas. Por cierto, la biografía de Sila da para unas cuantas novelas.
En uno de los últimos The New
Yorker hay un artículo de Elizabeth Kolbert, The psychology of inequality, que trata diversos estudios acerca de
la relatividad de la riqueza, que dan resultados tan inesperados como
significativos. Estos experimentos llevados a cabo por economistas concluían
que los trabajadores que descubrían que cobraban menos que sus compañeros no realizaban
proyecciones de futuro optimistas y pensaban que llegarían a ponerse al nivel
-como defienden determinadas teorías-, sino que se mostraban molestos y
valoraban menos su trabajo, dando el pistoletazo para la búsqueda de uno nuevo,
mientras que esos mismos compañeros, cuando descubrían que estaban por encima
del sueldo de sus colegas, tampoco se ajustaban a las teorías clásicas que o
bien los mostraba inquietos por la posibilidad de perder su capacidad
adquisitiva o bien se mostraban contentos por hallarse por encima del resto: se
enfrentaban a esa realidad de manera indiferente. Es decir, con las cuentas en
la mano, los que estaban en la cima no se consideraban ganadores y el resto se
consideraban directamente perdedores. Elizabeth sigue abundando en su artículo
acerca de una pregunta que parece obvia: qué es sentirse pobre. La respuesta
puede parecer evidente, pero si se considera que en muchos casos la medición de
la riqueza se realiza en comparación con el resto, la contestación no queda tan
clara. Y sí, les adelanto que es posible ganar muchísimo dinero y sentirse
pobre. Durante las entrevistas que se hicieron en una franja privilegiada de NY
-y hablamos de ingresos entre los quinientos mil y dos millones de dólares
anuales, que en algunos casos subía hasta los ocho millones-, los interrogados
no parecían sentirse excepcionalmente bien situados, porque tenían en cuenta
que su vecino de casoplón tenía un avión privado, y eso, según ellos, sí era
estar forrado -a saber lo que pensaría el tipo del avión del que tiene un avión
y un yate, y así hasta el infinito-. También resultaban desconcertante las
conclusiones acerca del comportamiento: quienes se sienten pobres tienen más
tendencia a comportamientos de riesgo -por ejemplo, en las apuestas-, mientras
quienes se sitúan en franjas más estables de ingresos son conservadores.
Evidentemente, estoy resumiendo a grandes pinceladas todo lo que se cuenta,
pero, de todo, me quedo con uno de los múltiples epílogos que finalizaban los
experimentos: cuando le dijeron a una de las señoras entrevistadas que se
hallaba entre el uno por ciento de la personas más privilegiadas del país, ella
destacó que sí, pero que se hallaba en el mismísimo fondo de ese “uno”, y subrayó
“la diferencia entre la base y la cúspide de ese uno por ciento es enorme”.
Prefiero la bondad al bien. En nombre del bien se ha
destruido demasiado, pero nadie ha matado nada en nombre de la bondad. Con ideas así se construye una de las novelas más
hermosas que he leído en los últimos meses. Lo han definido como una epopeya
gay, y yo añadiría que es un sillar a partir del cual se construye un amor
duradero y esencial -de cualquier signo-, que defiende aquel “cuidado” que
cantaba Battiato. Da igual el color, el género o la orientación sexual, si una
familia funciona solo cabe protegerla con un pistolón lo más
grande posible. Sebastian Barry cuenta la historia de dos flores torcidas,
supervivientes más que logreros, que cruzan la América de mediados del XIX en
busca de la felicidad -o lo que se quiera tomar como tal-. El virtuosismo de su
prosa nos hace cruzar el fuego de lo inverosímil y no quemarnos: Thomas McNulty
y John Cole, amantes y amados, atraviesan un país en construcción, plagado de
convenciones, violencia y tótems religiosos, en el que serán testigos y
cómplices de la crueldad y el esplendor. Para sobrevivir, se travestirán en saloons con faldas y a loco, servirán en
el ejército masacrando a las tribus indígenas, combatirán en la guerra civil…
En el camino, adoptarán a una joven sioux formando una familia que hoy se
denominaría disfuncional, pero, sinceramente, a la vista de todo el amor que se
derrama, quién puede sancionar un canon. Éramos
virutas de humanidad en un mundo rudo, dice Thomas, mientras son
protagonistas de la historia americana, unas veces filibusteros, otras santos, en
las tierras de Misuri, Oregón, Tennesse o California. La prosa es elegante,
fina, y cada palabra “significa”; podría albergar la tentación de compararlo
con el Meridiano de Sangre McCarthyano,
pero en la obra de Barry abunda algo de la que la anterior carece: empatía. Si el
mal es la ausencia de la misma, Cormac ahonda en el mal, mientras Barry lo
neutraliza a base de afecto. Consideren este fragmento: Entonces no creíamos que el tiempo fuera un bien que tuviera fin, sino
algo que duraba para siempre; todo se había detenido en ese momento. Es difícil
explicar lo que quiero decir con eso. Echas la mirada atrás a todos esos años
infinitos en que nunca tuviste ese pensamiento. Ahora lo hago mientras escribo
estas palabras en Tennesse. Pienso en los días sin final de mi vida. Ahora ya
no es así. Estaba leyendo la novela, y no quería que se acabara. Llegué a
la última página, y comencé otra vez.
Después querían que fuésemos un país
moderno: alquilen, decían, no se metan en una hipoteca, lo importante es la
movilidad, tener capacidad de resiliencia y perderse en el horizonte contra un sol
escarlata en busca del siguiente destino. Lo creímos, y ahora San Juan está
cantando en Patmos la apertura de un nuevo sello: el delirio de los
arrendamientos. Con los sueldos más congelados que la naricita de Frozen, los
alquileres están subiendo un 40% en Madrid y un 50% en Barcelona. Los burofaxes
anunciando que los arrendadores no quieren prorrogar los antiguos contratos
vuelan como drones avariciosos, anunciando que o pagas la disparatada subida
que se plantea o te vas a la puta calle. Los impagos y los desahucios se
multiplican, y veremos en qué acaba todo esto. La antigua prudencia en la que
se prefería un buen pagador a unos cuantos euros de más, ha dado paso a la
avaricia más fraudulenta con el entusiasmo suicida de quien compra un bitcoin.
Se habla de inversores extranjeros, de fondos buitre, de pisos turísticos, de
mágicos venezolanos con los bolsillos llenos de diamantes, de la clásica falta de
oferta y exceso de demanda, de precios hibernados durante la crisis, de leyes
de flexibilización, cuando este es el viejo cuento del egoísmo. La burbuja
crece y, como siempre, cuando estalle, se llevará por delante unas cuantas
cosas, la dignidad lo primero. El movimiento sísmico empezará a remitir
seguramente cuando los bancos comiencen a dar créditos masivos y las familias
se metan a comprar pisos, con lo que los pisos de alquiler se irán al carajo y
unos propietarios que querían sacar no solo dinero, sino una libra de carne, se
quedarán con un palmo de narices y las llaves de sus propiedades. Pero,
mientras tanto, la tragedia, el abuso, la “indignidad”, y el Estado que no da
un palo al agua, cuando debería de estar tomando cartas en el asunto, protegiendo,
eso sí, en mayor medida a los propietarios de una manera legal para dinamizar la oferta,
dando ayudas en el IRPF, creando censos de pisos de alquiler o poniendo en el
mercado más vivienda social. De momento, como en el texto de Juan, aún nos
quedan las trompetas, los dragones, las bestias y copas, las prostitutas y la Caída de
Babilonia, pero hasta que llegue la Derrota y se produzca el Advenimiento de la
Nueva Jerusalén, aquí vamos a sudar sangre y disgustos.
Estoy seguro de que si todavía
no han disfrutado de esta joya, será porque, como un servidor, no tenían ni la
más remota noticia de que existía. La editorial Montesinos desenterró esta
novela de Ramón J. Sender, que cuenta la epopeya de los almogávares en la
expedición de ayuda al emperador Andrónico contra los turcos. Épica,
catástrofes, crueldades, amores… esta crónica lo tiene todo, pero en lo que
realmente destaca es en el tratamiento de los personajes. Princesas-niña con
pensamientos tan brillantes como retorcidos; diálogos enjundiosos, a veces
absurdos, a veces iluminadores, entre los héroes, complejos, inesperados, en
algunos casos tan sangrientos como sentimentales. Hay líneas absolutamente
inolvidables: La virtud es difícil cuando hay aburrimiento de por medio/hay
ciertos odios que son a la vez un difícil y laborioso amor/ no solo hay que ir a guerras que sabes que vas a ganar, sino también a las que tienes la certeza de
que vas a ser derrotado/te odian porque crees en la felicidad/se movía como si
ocupase un tiempo distinto al de la otra gente. La corte sofisticada y excesiva
de Bizancio produce seres casi inmortales, seres retorcidos, seres intrigantes, seres sugestivos, seres letales. Se describe un mundo
consciente, pero también otro que se mueve bajo ese nivel, llenos de atisbos y
matices. Por supuesto hay batallas, y un conocimiento exhaustivo de cómo se
conducen los guerreros en ellas -aunque se sitúen los almogávares en un nicho
artificialmente invencible-, pero la novela va mucho más allá del género: Roger
de Flor, el jefe de las huestes aragonesas que desembarcan en las costas de
Bizancio, no solo lleva un refuerzo militar contra el asedio turco en Anatolia, sino todas las contradicciones de un paladín ético, que debe encauzar una tropa
propensa a la hecatombe al grito de Desperta Ferro. Yo soy hombre de paz, se
lee en la novela, pero dónde hay paz en el mundo. Faltan doscientos años para la caída de Constantinopla, pero hasta ese momento, no dejen de seguir el avance
de este ejército onírico, brutal, romántico, que será objeto de traiciones y
venganzas, y que a su vez devastará Tracia y Macedonia, para acabar
instalándose en Atenas y Neopatria durante casi un siglo. Mientras, la princesa
María le escribirá cartas de amor a Roger, contándole que toda esa sangre que
ahora escandaliza será arrastrada por la lluvia, como si nunca hubiera habido
tal devastación, y al final, le susurra a su amado que cuando le escriba,
aunque use una lengua diferente, si le habla de amor, lo entenderá todo.
Los más jóvenes no
lo recordarán, pero hubo en este país una época esplendente en que una familia
normal, con dos hijos, podía comprar un piso mediante el pago de una hipoteca
sensata, e incluso los niños iban a un colegio de pago y luego tenían prácticamente
asegurada una carrera universitaria. Era una época en que los espirituales
unicornios pastaban en campos esmeralda y dicen que el odio y la envidia habían
desaparecido entre los humanos. Esa misma familia, si trabajaba duro y ahorraba
-porque se podía ahorrar-, incluso podía comprar una segunda residencia -en la
manga del Mar Menor-, y los más esforzados viajaban a destinos exóticos, como
Granada o las Canarias. Dicen las leyendas que incluso alguno había oído que se
contaba que alguien había salido al extranjero -y no en busca de trabajo-. En
2017, los mileuristas se han convertido en una especie a estudiar, porque son
tan raros como la rana ghoper del Misisipi. La precariedad laboral y la
necesidad de cambiar de zona para ganarse las lentejas impide el acceso a la
propia vivienda, mientras que los alquileres -al amparo de esa mentira que
llaman “recuperación- se han visto incrementados hasta un 25% al tiempo que los
sueldos se mantienen más planos que el salar de Uyuni. El famoso ascensor
social que en esos tiempos mitológicos hacía posible que unos padres humildes pudieran sacrificarse para que su chaval llegase a juez, ahora se ha
gripado. Las condiciones antedichas obligan a pensárselo a la hora de tener
hijos -véase lo estrechita de la pirámide demográfica-, y pretender cuadrar el
círculo de las pensiones con este panorama es como andar sobre una capa
de finísimo hielo. Un país no puede afrontar el futuro con las manos atadas a
la espalda, y lo cierto es que no tiene ningún sentido que el show continúe si
los que vienen después no pueden vivir mejor que nosotros. Creo que era Keynes
quien lo escribía: “No es suficiente que el estado de las cosas que buscamos
promover sea mejor que el estado de las cosas que lo precede; debe ser suficientemente
mejor como para compensar el mal de la transición”. Hace poco estaba leyendo que el 1% de los españoles posee el 24% de la riqueza, y el 50% el
7%. Ahora quienes lo deseen pueden seguir dándole a la matraca catalana.
Un blanco espectacular de Abadía Retuerta, sauvignon y verdejo. Si creían que en Burdeos tenían la exclusiva de hacer milagros, es que no se han dado una vuelta por Sardón de Duero.
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