De
IGNACIO DEL VALLE
| miércoles, 4 de noviembre de 2009 | 23:28
La primera vez que vi a Ayala tendría yo unos treinta y pocos; llevaba ya unos años en Madrid y recuerdo con claridad meridiana que iba casi corriendo hacia el gimnasio -yo, no Ayala-. El día de autos fue a la altura de Génova, y como siempre he tenido una facilidad especial para reconocer caras, gestos, expresiones, aires... de repente, en la misma acera, vi venir a un señor que se adivinaba longevo, con esa largura de los más de seis tomos de 1.500 páginas que reunirán su obra oceánica. Coño, Ayala, pensé. Caminaba pasito a pasito, con la mirada ida, apoyado en una chica que podía ser su hija o alguien encargado de asistirle. Recuerdo que me detuve en seco, y aunque nunca he sido mitómano, aguardé a que se colocase a mi altura, y manteniendo una distancia de respeto para no alarmarle, le dije: Hasta luego, maestro, saludándolo ceremoniosamente con mi mejor sonrisa. Francisco Ayala me miró como quien mira a alguien que no acaba de reconocer, pero que intenta hacer memoria, y aunque como es de recibo no logró hallar mi rostro entre la galería de miles que almacenaba, me devolvió la sonrisa safadinho, como dicen los brasileiros, pícaro. Yo continué mi camino. Él continuó el suyo.
Esa fue la primera vez que vi a Ayala. Y la última. Más adelante, estuve en la cámara acorazada del Cervantes que ha sido rebautizada como Caja de las Letras, donde depositó una carta manuscrita y un legado personal, cuyo contenido no ha desvelado, y que será guardada hasta 2057, fecha elegida por él para que se abra la caja de seguridad correspondiente. Con su habitual sentido del humor entre la ironía y el sarcasmo, comentó que no se preocupasen, que a este paso él mismo iba a abrir la caja en el futuro. No pudo ser. Pero casi.
Y entremedias, ¿qué es lo que ha quedado de Francisco Ayala? Pues una obra con la longitud y el calado del 'Queen Mary', que en cada etapa se lanzó a morder el corazón de su tiempo. Un compromiso con la libertad y con la condición humana. Un poco de lucidez, un pellizco de burla, una pizca de coherencia, cierta ternura, un sano escepticismo, el deseo de vivir y disfrutar intensamente, el trato diario con los libros, la obsesión inequívoca de escribir. A Ayala la letra impresa siempre le sonó a salmodia y a rito, esas palabras que conectan con la divinidad todo lo que de paradójico contiene el hombre, esa coexistencia, esa dialéctica, esa complementariedad de lo antitético: lo objetivo y lo subjetivo, la sátira y lo lírico, el intelecto y el espíritu, lo público y lo íntimo. Y los años fueron pasando gracias a una afortunada mezcla de biología, suerte y fortaleza; un flujo de tiempo que no es más que la relación de lo existente con lo no existente, como aseguraba Dostoievski, y en medio Ayala, al que yo me imagino como el coronel Travis en El Álamo, a la sazón al mando de un intelecto sitiado, lanzando un discurso no del todo alentador, pero siempre íntegro: estamos rodeados por un ejército que puede aniquilarnos de un solo golpe, la ayuda no llegará a tiempo y no nos vamos a rendir. Y un día, así, sin comerlo ni beberlo, durante un paseo de los cientos dados a lo largo y ancho de su aventura vital, whisky y miel mediante, con Quijotes, exilios, memorias, filosofías y amor también mediante, he aquí que un conocido desconocido le saluda con la mejor de sus sonrisas y mira qué bien, a saber quién será, pero como todo en la vida es relativo, aproximado y provisional, pues le devuelvo el saludo y santas pascuas. Así pudo suceder. Sí, así tal cual. Me refiero a la primera vez que vi a Ayala.