Ivo Andric, con su libro de relatos 'Café Titánic', no sólo busca el 'citius, altius, fortius' olímpico, sino que, además, apuntaba. Una prosa tersa, concentrada, contundente, elíptica, que hace que cada uno de sus cuentos sea como uno de esos tesoros ambarados y líquidos que guardan las bodegas excavadas del sur de Moravia que alguna vez he visitado.
En 'El vencedor' se enfrenta al arquetipo del héroe y lo desarma, la acción consume, ciega, ensordece y aniquila... nos cuenta... quién diría que reina tal oscuridad en las almas de los héroes... remata.
Algunos de mis escritores preferidos, en quienes yo considero que se dan las recias condiciones del genio literario, son unos fachas de carajo. Pero no sólo fascistas, algunos son nazis o cosas peores. Se mueven en medio de una morralla ideológica que deriva desde la empanada mental más severa al puro y simple deseo genocida.
Individuos como Celine, La Rochelle, Knut Hamsun, Curzio Malaparte, García Serrano, Agustín de Foxá -una extraña ave-, Camilo José Cela, D'Ors, Dionisio Ridruejo, Eugenio Montes... forman una selección cuyo ideario ultramontano y execrable haría palidecer a cualquier neonazi de cazadora bomber y brazo empalmado.
Vamos a dejar de dar la tabarra un poco con mi novela y a hablar de esta maravilla. Qué grande esta peli, Being there, de 1979. La volví a ver ayer después de años y no ha perdido nada. Hal Ashby es un clásico, Sellers lo borda y los secundarios son de esos que parecen protagonistas. Y esa última escena, madre mía... La vida es un estado mental. Lo es.
Los demonios de Berlín cierra por el momento la trilogía iniciada con El arte de matar dragones y continuada con El tiempo de los emperadores extraños. ¿En qué medida Arturo Andrade nació como un personaje determinado a protagonizar una saga o, por el contrario, cada una de las obras mencionadas fue engendrando a la siguiente?
Ciertamente Arturo Andrade ha sido una sorpresa. Si te soy sincero no contaba con que su persona -para mí ya no es un personaje-, se prolongase más allá de El arte de matar dragones. Pero, inesperadamente, Arturo Andrade fue adquiriendo complejidades, deseos, sueños, frustraciones, odios, amores… Alguien capaz de interaccionar con el mundo, de leer la historia, era el protagonista adecuado para situarlo en un periodo en el que se libra una lucha titánica entre la verdad y la mentira, con la dimensión trágica y a la vez cómica que se puede alcanzar.
Mientras El arte de matar dragones tenía como trasfondo la Guerra Civil española, las dos siguientes se ocupan de la II Guerra Mundial, un tema que parece que ha adquirido un peso bastante importante en su obra y que, aparte de en sus novelas, usa como tema recurrente en sus artículos…
He repetido mucho que la Segunda Guerra Mundial es el hecho histórico más importante de los últimos quinientos años, y se seguirá hablando de el en los próximos cien. Un momento en que el mundo arde, y la destrucción y la muerte y la desarticulación de la sociedad es universal, y aun así las personas intentan mantener la humanidad, porque está demostrado que cada vez que el hombre intenta liberarse del lastre de la moral, no asciende al escalón de los ángeles, sino que desciende al de las bestias. Un ejemplo evidente de esa otra lucha es el día a día de los habitantes de Berlín obsesionados por mantener la normalidad incluso bajo los bombardeos -la importancia social de las cosas en medio del infierno, las rutinas que generan seguridad frente a lo imprevisto y el terror, ir a trabajar, la cola del racionamiento-, que para un escritor resulta fascinante porque es conflicto, y para mí sin conflicto no hay novela.
Cabe destacar la evolución de Arturo Andrade como personaje en el sentido de que, a medida que avanza la saga, su humanización aumenta en la misma medida en que lo hace su descreimiento.
Arturo siempre lucha porque la belleza en unos casos o el amor en otros haga de contrapeso a su lado darwinista, ese que provoca que salte su barniz de humanidad. En cierta manera se niega a ser un hombre hueco, relleno, con la mollera llena de paja y que su voz reseca susurre tranquilamente y sin significado, si se me permite citar a Eliot. Cree que lo que nos define es lo que elegimos y nuestra manera de hacerlo, y lo cómodo es ser un jodido nihilista, como se dice en la novela, lo fácil es decir que nada importa, lo otro, lo duro, es separar lo justo de lo injusto. Arturo Andrade desea ser un hombre justo, es decir, buena gente, que no implica ni debilidad ni estupidez.
Sus dos últimas novelas parten de situaciones específicas muy concretas -la campaña de la División Azul en Rusia en El tiempo de los emperadores extraños; los últimos días del Berlín del III Reich en Los demonios de Berlín- para ahondar en cuestiones o aspectos poco conocidos en la Segunda Guerra Mundial.
Me gusta colocar la cámara en ángulos nuevos, y me gusta hacer preguntas a la historia, que son siempre diferentes, porque estas no son las mismas a los veinte, que a los treinta, que a los cincuenta años, como no se pregunta lo mismo sobre la Segunda Guerra en los años sesenta, en los noventa del siglo pasado, o en el siglo XXI. Lo importante son siempre las preguntas, no las respuestas.
Vuelve a utilizar el esquema de thriller para conducir la narración, lo que supone apostar por una narrativa de género frente a esa narrativa culta que parece ser más querida por la crítica y correr el riesgo de que haya quien se aleje de esta novela por cierto prejuicio contra los bestsellers.
No creo que el éxito de una novela se mida ni por premios ni por buenas críticas, sino porque el lector se vea afectado por lo que cuento. Y también creo recordar que fueron bestseller Cervantes, Fitzgerald, Updike, Victor Hugo, Hemingway, y antes Defoe, Dickens, Goethe, Cervantes, Stevenson, Twain… En fin, yo escribo para gustar tanto a los lectores de Thomas Mann como a los de Stephen King. Creo en lo que me hace pensar y al mismo tiempo me entretiene. Creo en la sencillez, en la claridad, en lo que carece de pretensiones artísticas en su sentido más afectado. Creo en Stendhal, creo en Kipling. Creo en Victor Hugo. Creo en lo que me oxigena intelectualmente. Creo que hacer novelas con el aparato teórico a cuestas es como regalar un libro con la etiqueta del precio. Creo en las novelas de emoción, verdaderas y llenas de gracia. Creo en el equilibrio entre la fuerza de la esencia y la seducción de la superficie. Creo en el thriller interrogativo, que trabaje el estilo, que resuelva problemas estructurales, y que puedas seguir leyendo aunque conozcas el desenlace, que es cuando sabes que una novela está bien escrita. Esta es una parte de mi credo.
A lo largo de la novela planea una reflexión sobre el horror: tanto sobre su presencia en el mundo como sobre la capacidad y las distintas maneras que tienen los hombres para enfrentarse a él.
Hablamos de una guerra en la que se cometió el mayor crimen en una época llena de crímenes: la extirpación de la inocencia, el conocimiento directo de la muerte por los niños fuera de los sueños o la intuición. Hablamos de un horror tal que habita en cada uno de nosotros porque cualquiera podría, como decía Goethe, cometer cualquier crimen en las circunstancias adecuadas. Y para enfrentarnos a él hay que tirar del amor, del arte, del sentido común, de la piedad.
En una entrevista reciente señalaba que usted cuenta historias con personajes, con conflicto, con argumento, o sea, lo que yo considero novela. Sorprende esa rotundidad al referirse a un género que siempre ha estado en constante transformación y de cuyo presunto fin ya se ha hablado muchas veces, y viene a resucitar el viejo debate entre fondo y forma.
Cada escritor tiene su Weltanschauung, su visión del mundo, y todos convivimos siempre y cuando no se quiera imponer. La mía tiene que ver con Kipling, con Victor Hugo y con Scott Fitzgerald; con Ford Coppola y con cierto Spielberg también. Yo cuento historias que fluyen, e intento no encriptar el mundo, sino descifrarlo. Se ha enseñado demasiado a respetar la literatura, y a la literatura hay que amarla, una literatura que sólo tiene sentido si te produce placer, aunque sea perverso. Novelas que produzcan catarsis, que ayuden a eliminar angustias vitales, que ayuden a ordenar un poco el mundo, con personajes, con recursos, con acción, con psicología. Novelas que no sean un deber, sino una fiesta. Y sobre todo que sean elegantes, y quien mejor ha definido la elegancia es Armani: un balance entre la proporción, la emoción y la sorpresa. Posiblemente no es lo que está de moda ahora mismo, pero mira, yo procuro no estar a la moda, así no pasaré de moda.
En la edición de bolsillo de su anterior novela invitaba a los lectores a sugerirle nuevas peripecias para Arturo Andrade. Hace unos días manifestó estar dispuesto a seguir adelante con la saga siempre y cuando hubiera lectores que quisieran conocer la evolución del protagonista. ¿Qué papel ocupa el lector en su quehacer diario? Me refiero a si llega a ocupar el papel de un agente que influye directamente sobre su manera de escribir.
Camus decía que si escribes claro tendrás lectores y si escribes oscuro tendrás comentaristas y discípulos. Yo soy camusiano. Hay que buscar siempre un punto de encuentro entre tú y el lector. Entiendo que la literatura no tiene que ver con construcciones eruditas, si con minorías, ni con lo abstracto. Has de tener claro que cuando cuentas una historia el receptor tiene tanto control sobre el discurso como tú, y que los libros sólo tienen sentido si alguien los abre. El esfuerzo debe ser nuestro, debemos hacer que lo difícil parezca fácil. La inteligencia simplifica, no complica, el mismo Camus lo demuestra. Y, por supuesto, hay que escuchar al lector.
Desde hace tiempo se viene hablando de una posible adaptación al cine de El tiempo de los emperadores extraños. ¿En qué fase se encuentra ahora el proyecto?
En la fase final ya. Una producción que se ha tomado dos años para acabar el guión, da una idea de la solidez del proyecto. De momento no puedo contar más, pero tengo mucha confianza en la adaptación.
Con Berlín en manos de las tropas aliadas y Arturo Andrade abrazado una vez más a sus últimas revelaciones, hay que preguntarle si tiene pensado seguir adelante con el personaje o si, por el contrario, sus obsesiones actuales siguen otros caminos.
De momento descansará una temporada. Ahora estoy a la mitad de una novela que transcurre en la actualidad y con la quiero mirar el mundo que me rodea, que no es más que el fruto de lo que nació en Berlín. Y mi objetivo es el de siempre: emocionar.
EL AEROPUERTO DE TEMPELHOF
El aeropuerto de Tempelhof no se utilizó durante la II Guerra Mundial como aeródromo de guerra por la aviación nazi, salvo casos excepcionales de aterrizajes de emergencia. Sin embargo, en los sótanos del aeropuerto sí que se hicieron trabajos de ensamblaje para los motores de los Junkers Ju 87, conocidos mundialmente como Stuka.
Las tropas soviéticas tomaron Tempelhof el día 24 de abril de 1945. El comandante en jefe de las tropas nazis en Tempelhof, el Coronel Rudolf Boettger, tenía órdenes de volar el aeropuerto en caso de que ésta cayera en manos enemigas, pero no lo hizo. En vez de eso, se suicidó.
Pese a que Tempelhof fue tomado por los soviéticos, la división de Berlín en cuatro zonas controladas por las potencias vencedoras de la guerra dio como resultado que el aeropuerto cayera en manos americanas, al estar la zona en la parte de Berlín controlada por éstos. El ejército estadounidense tomó el control del aeropuerto el día 2 de julio de 1945. Los acuerdos de Potsdam de agosto de ese mismo año confirmaron la titularidad norteamericana del aeropuerto.