| miércoles, 5 de marzo de 2008 | 0:00



LA AFILADA LUZ

Para vacunarnos contra el bostezo y la sobredosis de política que nos espera hasta el domingo, les voy a contar una historia, una de las más hermosas y trágicas que yo he escuchado en mi vida. Una de mis preferidas. Mark Rothko forma parte de mis pintores de cabecera, me apasiona la epifanía de unos cuadros en los que se experimenta de tal manera con la luz, con la idea misma de la luz, con su desnudez, a la par que me interesa la espeleología de su asfixiante y telúrica obsesión por los horizontes monocromáticos. Cumpliendo con esa tendencia de los escritores -y del ser humano- de intentar acotar, clasificar y depurar todo lo que no entendemos para tener la sensación de entender, me puse a devorar todos los libros que encontré para desentrañar aquel acertijo encerrado en un enigma envuelto en un misterio, que diría Churchill. Finalmente, creí hallar una explicación. Una terrible, hermosísima y desasosegante explicación.

Rothko nació en 1903 en la localidad letona de Dvinsk. En 1913, con diez años, Markus Rothkowitz, un niño judío que sólo hablaba yidish y ruso, debio atravesar en ferrocarril de punta a punta Estados Unidos para arribar a Portland, Oregón, donde le esperaba su familia, realizando este larguísimo viaje con un cartel colgado en el cuello, donde, escrito en inglés, llevaba los datos de su persona y destino. Nunca pudo olvidar la experiencia de esta visión transversal del espacio infinito del paisaje atisbado a través de las ventanas del vagón, porque era lo único que podía comprender. Tampoco, una vez instalado en Portland sin entender durante años el inglés y, aún menos, las extrañas costumbres de su nuevo país, pudo prescindir ya del no menos infinito espacio íntimo en el que estuvo confinado, su refugio y baluarte.

Cuando a finales de los años veinte se convenció de que la pintura era ya su única dirección posible, y más tarde, cuando encontró su estilo definitivo y característico, esa claridad, como él la llamaba, no pudo dejar de pintar una y otra vez la desolación de aquella línea de horizonte de borde a borde de su pintura, ese infinito espacio exterior atisbado a los diez años mientras atravesaba el paisaje americano, así como la infinita inmensidad luminosa donde se refugiaba cuando todo le resultaba extraño o adverso. Su obsesión radicaba en su convencimiento de que gracias a la pintura podría conservar aquella experiencia, aquella claridad, aquella refulgencia que le había salvado la vida.

Mark Rothko se suicidó a primeras horas de la mañana del 25 de febrero de 1970 en su estudio de Nueva York. Un aneurisma de aorta que dos años antes le había retirado temporalmente de la pintura, dejando su salud quebrantada, la separación de su mujer y un creciente estado de desasosiego por una depresión siempre latente se confabularon para que sus últimos cuadros se volviesen densos y oscuros, como si ya no pudiera salir de aquel reino de penumbra y pintar la luz en la que se había refugiado durante tantos años. Quizás la conciencia de que ya no podía convocarla, de que ya no podía esconderse en ella, hizo que no fuese capaz de soportar más tiempo la tensión dramática de la vida y, en efecto, pintase un último cuadro, un réquiem por la luz, que no era más que su vida misma. Un cuadro totalmente negro que se lo tragó aquella mañana del 25 de febrero de 1970 en su estudio de Nueva York.

1 comentarios:

alelo dijo...

El comentario anterior es un virus: Trojan.fakealert.PP

No pulséis ni en Yolar ni en Here.

Yo, que soy muy curioso lo he hecho. Gracias a que mi antivirus, que es más listo y más rápido que yo, lo ha detectado.

Sigo sin entender por qué hay gente que se dedica a joder a los demás por diversión.