Con Maiju y Anika.
-Artículo publicado por Umberto Eco en El País-.
Como primera reacción ante esta revelación, tendería a no dramatizar. Me interesaría saber, ante todo, a qué franja social pertenece esa cuarta parte de los encuestados que no tiene ideas claras sobre Churchill o sobre Dickens. Si hubiesen entrevistado a los londinenses de los tiempos de este último, a los que se ven en sus incisos sobre las miserias del Londres de Dor o en las escenas de Hogarth, al menos tres cuartas partes de ellos -sucios, embrutecidos y hambrientos-, no habrían sabido quién era Shakespeare.
Muchos creen que el viejo aforismo de que la historia es maestra de la vida es una banalidad de maestro antiguo, pero está claro que, si Hitler hubiese estudiado con atención la campaña de Rusia de Napoleón, no habría caído en la trampa en la que cayó. Y si Bush hubiese estudiado bien las guerras de los ingleses en Afganistán en el Ochocientos -o incluso la ultimísima guerra de los soviéticos contra los talibanes- habría diseñado de otra forma su campaña afgana.
EL QUÉ
Hay una antigua leyenda de Sudán que cuenta que cuando Dios creó a los hombres que formarían las tribus Dinka del Norte y del Sur del país, les dio a elegir entre dos regalos. En concreto, a las tribus del Sur les propuso escoger entre cabezas de ganado o El Qué. ¿Qué es El Qué?, preguntaron los Dinka del Sur. Pero Dios no les respondió. Los Dinka del Sur pensaron que el ganado les proporcionaría alimento con su carne y abrigo con sus pieles. El Qué, en cambio, era lo desconocido. Podía ser todo o nada. Así que eligieron el ganado.
Durante miles de años los Dinka del Sur creyeron haber elegido lo correcto. Y hasta convirtieron la vaca en un animal sagrado. Pero llegó el siglo XX y, con él, una sucesión de guerras civiles que provocaron, sólo en los últimos 20 años del siglo, dos millones y medio de muertos y cuatro millones de desplazados. El desastre llevó a los Dinka del Sur a cuestionarse de nuevo si habían elegido bien. ¿Qué sería El Qué?, se preguntaban. Fuera lo que fuera, tenían claro que los Dinka del Norte de Sudán, de los que la leyenda decía que se quedaron con El Qué, se habían llevado el mejor de los regalos de Dios, y lo estaban utilizando para destrozar a sus vecinos del Sur.
Días extraños nos han encontrado, cantaba un desgarrado y lisérgico Jim Douglas Morrison en su disco Strange Days. Pero ni siquiera él pudo imaginarse el cruce inverosímil de géneros, las maneras híbridas, el desbordamiento absoluto de los espíritus por el signo incontestable de este nuevo tiempo. Una sociedad mediática, globalizada, multicultural, caótica, donde nada es cierto y sólo reina la probabilidad. Un siglo XXI que yo me imagino como un niño bajo la luz de un parpadeante fluorescente que se cuenta los dedos cada hora y siempre le salen once, o como una gigantesca caja llena de bombones rellenos de venenos o placebos, da igual, envueltos en llamativos papeles de colores. Google procesando al día veinte millones de gygabites; ciclos de desarrollo tecnológico cada vez más cortos; nutrigenómica, biotecnología, robótica, nanotecnología…; pensar globalmente para actuar localmente; la conectividad constante y total… Este futuro no ha llegado, ha irrumpido y lo ha vuelto todo del revés con unos mantras que pueden crear en la gente el mismo desconcierto, una idéntica desesperación, la análoga soledad que se puede sentir al estar en medio de una orgía y no lograr tener una erección. Hemos salido directamente de las cavernas al espacio y enfrente tenemos más historia de la que podemos digerir, mientras las hienas de la incertidumbre ríen y ríen en un círculo alrededor.
DIVINAMENTE HUMANO
BOCATTO DI CARDINALE XIII
Pues una vez echadas cuentas, sólo hay una respuesta: la necesidad acrítica del ser humano de tener mitos. Una irrefrenable tendencia a creer que en este asqueroso mundo hay intacta una base de pureza, un ejemplo de entrega, y encima representada por un tío alto, guapo, que abandonó el poder para seguir repartiendo estopa y se lo cargaron joven, dejando un bonito cadáver. En verdad, El Che ha tenido mucha suerte históricamente, y más teniendo en cuenta que su par, Fidel Castro, va a quedar en los libros como la Chata de Pumarín. Personalmente, siempre he desconfiado de cualquier tipo que cada vez que habla mete en el mismo saco a la igualdad, la libertad, la justicia, el asesinato, el amor universal, la destrucción humana y las bombas. Porque comprendo al instante que es uno de esos cabrones que propugnan la utopía, que no es más que la negación de la democracia, es decir, esos paraísos colectivos que son la manera más rápida de acabar en Auschwitz. Por eso, cada vez que tengan cerca a alguien que dice tener visiones universales, aplíquenle el remedio ideal de Santa Teresa: que le doblen las raciones de comida; y si hay tentación de acudir a alguna manifestación por la paz enarbolando enseñas con la jeta del Che, tírenlas a la papelera y agarren por ahí a alguna paloma, que también son violentas y bastante cochinas, pero que si se les pone una ramita de olivo en la boca -si no tienen vale también laurel- dan el pego. Pero, sobre todo recuerden que la mayoría del bien que hay en el mundo depende de personajes no históricos, y que descansa en tumbas que ya nadie visita.
PLAY RIDLEY
LA AFILADA LUZ
Para vacunarnos contra el bostezo y la sobredosis de política que nos espera hasta el domingo, les voy a contar una historia, una de las más hermosas y trágicas que yo he escuchado en mi vida. Una de mis preferidas. Mark Rothko forma parte de mis pintores de cabecera, me apasiona la epifanía de unos cuadros en los que se experimenta de tal manera con la luz, con la idea misma de la luz, con su desnudez, a la par que me interesa la espeleología de su asfixiante y telúrica obsesión por los horizontes monocromáticos. Cumpliendo con esa tendencia de los escritores -y del ser humano- de intentar acotar, clasificar y depurar todo lo que no entendemos para tener la sensación de entender, me puse a devorar todos los libros que encontré para desentrañar aquel acertijo encerrado en un enigma envuelto en un misterio, que diría Churchill. Finalmente, creí hallar una explicación. Una terrible, hermosísima y desasosegante explicación.
Rothko nació en 1903 en la localidad letona de Dvinsk. En 1913, con diez años, Markus Rothkowitz, un niño judío que sólo hablaba yidish y ruso, debio atravesar en ferrocarril de punta a punta Estados Unidos para arribar a Portland, Oregón, donde le esperaba su familia, realizando este larguísimo viaje con un cartel colgado en el cuello, donde, escrito en inglés, llevaba los datos de su persona y destino. Nunca pudo olvidar la experiencia de esta visión transversal del espacio infinito del paisaje atisbado a través de las ventanas del vagón, porque era lo único que podía comprender. Tampoco, una vez instalado en Portland sin entender durante años el inglés y, aún menos, las extrañas costumbres de su nuevo país, pudo prescindir ya del no menos infinito espacio íntimo en el que estuvo confinado, su refugio y baluarte.
Cuando a finales de los años veinte se convenció de que la pintura era ya su única dirección posible, y más tarde, cuando encontró su estilo definitivo y característico, esa claridad, como él la llamaba, no pudo dejar de pintar una y otra vez la desolación de aquella línea de horizonte de borde a borde de su pintura, ese infinito espacio exterior atisbado a los diez años mientras atravesaba el paisaje americano, así como la infinita inmensidad luminosa donde se refugiaba cuando todo le resultaba extraño o adverso. Su obsesión radicaba en su convencimiento de que gracias a la pintura podría conservar aquella experiencia, aquella claridad, aquella refulgencia que le había salvado la vida.
Mark Rothko se suicidó a primeras horas de la mañana del 25 de febrero de 1970 en su estudio de Nueva York. Un aneurisma de aorta que dos años antes le había retirado temporalmente de la pintura, dejando su salud quebrantada, la separación de su mujer y un creciente estado de desasosiego por una depresión siempre latente se confabularon para que sus últimos cuadros se volviesen densos y oscuros, como si ya no pudiera salir de aquel reino de penumbra y pintar la luz en la que se había refugiado durante tantos años. Quizás la conciencia de que ya no podía convocarla, de que ya no podía esconderse en ella, hizo que no fuese capaz de soportar más tiempo la tensión dramática de la vida y, en efecto, pintase un último cuadro, un réquiem por la luz, que no era más que su vida misma. Un cuadro totalmente negro que se lo tragó aquella mañana del 25 de febrero de 1970 en su estudio de Nueva York.
ZEITGEIST