En Madrid dispongo de tres o cuatro lugares secretos, sitios donde me voy a pasear, leer, o sencillamente a cazar gamusinos el día que descanso de mi febril y extenuante vocación de escritor. Son sitios privados, íntimos, aunque sean públicos, donde en mi vida no se crea beneficio, sino valor. Entre ellos, un espacio cimero lo ocupa la Fundación Lázaro Galdiano. Este museo sito en un palacio neoclásico al final de la calle Velázquez no es demasiado popular, lo que añade a la prestancia de su colección un plus inestimable: la tregua, el reposo, el spa, ese salus per aqua -en este caso per arte- que se experimenta al recorrer cualquiera de sus 37 salas. Tanto que su recuerdo resulta tan gratificante y terapéutico como la experiencia directa de su lentitud humanista, ese paseo por las diferentes colecciones de pintura, esmaltes, marfiles, armas antiguas, joyas, bronces, trajes, muebles, cerámicas, cristales, orfebrería… En el Lázaro Galdiano se dan los tres conceptos de la tradición estética: la poiesis, la capacidad artística de crear, la aisthesis, el percibimiento de esa belleza, y la catarsis, el efecto nuclear que ejerce en nuestra conciencia. En sus habitaciones puedo comprobar cómo tantos artesanos antes de mí crearon sus mundos interiores alejados de la realidad, y que en ese proceso, para no volverse locos, tuvieron que devolver a la misma un producto, un puente para no quedar atrapados en dichos universos imaginarios. La creación artística como liberación de uno mismo, ese instinto intelectual denominado arte: un suntuoso colgante de plata, un bargueño labradísimo, un sable con empuñadura de plata, una tela de seda e hilos de oro, un bodegón holandés… Todo el museo es un diálogo apetecible -muy similar al que se mantiene en el Gulbenkian de Lisboa, cuyo espíritu y composición se me antojan gemelos-, aunque hay una conversación muy especial, recurrente, que a mí me ocupa siempre mis buenos minutos. Entre la magnífica selección de pintura, Berruguete, Constable, Goya, Zurbarán, Gainsborough, Ramsay, Madrazo, Lucas Cranagh, Brueghel el Joven… entre toda esa oposición entre línea y color, el dibujo como fundamento de la pintura o el color como aplicación primordial y directa, se hayan las Meditaciones de San Juan Bautista, de Hieronymus Bosch. Y es ahí donde yo me planto, frente a una tabla al óleo, no muy grande, apenas 50 por 40, y permanecemos solos, y nadie nos perturba, y empezamos a hablar, y en cada ocasión me enseña una palabra nueva de su léxico esotérico, un inesperado símbolo, una esquina que no aprecié de su arquitectura o un pájaro azul que antes no había vislumbrado. Y mientras, yo le hago compañía, como alguien se la habrá hecho trescientos años antes, como alguien se la hará en los trescientos por venir…
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2 comentarios:
Los paseos por lugares idílicos despiertan la creatividad, de eso no hay duda, pero en ocasiones cuando se leen textos como este solo cabe imaginar. Incluso imaginarlo se queda muy lejos de la realidad, pero hay algo cierto, todos tenemos paisajes que aunque sencillos son tan comparables a ese, a su manera. No importa lo que ves, importa cómo lo ves, el secreto de todo está en la forma de mirar.
Saludos
Gran verdad.
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