Blake Edwards, el maestro de la comedia, que dejó un rastro de carcajadas hasta su tumba, rodó la que para mí es y será una de las tragedias más oscuras y desesperadas de la historia del cine: Días de vino y rosas. Siempre equiparo esta película a Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, o a las siniestras fotografías de rostros mutilados de esa misma contienda, que hacen saltar por los aires cualquier tentación de colocar un cristal de épica o belleza frente a la simple y cruda atrocidad. Esta es una película sobre el infierno, uno en Panavisión, inmenso y sin fondo: el infierno del alcohol. En este Tártaro no hay risas ni inocencia, no hay alegría, sólo una caída libre y descarnada quemando todas las etapas de la degradación: resbalón ineludible ante cualquier vaso lleno, abandono de las responsabilidades familiares y profesionales, malos tratos, cíclicos y ruinosos intentos de rehabilitación, degradación física y mental, delirium tremens, delincuencia. Jack Lemmon -ese actor- y una desgarradora Lee Remick muestran sin afeites el alcoholismo instalado en la clase media americana, paradójicamente el cimiento del imperio, con la música de Henry Mancini como fondo y la reminiscencia del poema Vita summa brevis, de Ernest Dowson, enmarcando la tragedia: «They are not long, the days of wine and roses: out of a misty dream/our path emerges for a while, then closes/within a dream». Ellos, sabiamente guiados por la batuta de Edwards, meten la mano en la mierda y comienzan a removerla lentamente, nos dicen de las adicciones que gobiernan nuestras vidas, de cómo se bunkerizan en nuestra mente y se hacen fuertes contra todo y contra todos, de cómo los futuros brillantes y prometedores pueden escurrirse por agujeros legamosos. Terrible, angustiosa, funesta, desdichada y dura, durísima la escena en la que Joe Clay destroza el invernadero del padre de Kirsten, en cuya casa se habían refugiado huyendo de su extrema dependencia, mientras busca un par de botellas de whisky que habían escondido. En Días de vino y rosas no hay sermones ni consejos, sólo resacas que cuartean el carácter, mala conciencia, debilidad, autoengaño, tristeza, propósitos de enmienda y nuevas recaídas, destrucción del amor propio. Una llave que abre la casa de los horrores. Algo cuya tenebrosidad reside en lo normal que resulta tomarse la primera copa.
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5 comentarios:
Cuando en su dia ví la pelicula, me impresionó la crudeza con la que Edwards hacia el retrato del alcoholismo. Sin concesiones ni sensiblerias, tal como resaltas tú en el "post".
Una obra maestra sobre el lado oscuro que cualquiera lleva en sú interiór.
Saludos.
Cuando ves la película, es increible como del personaje que menos te esperas que se libre del alcohol, es el que sale del tunel.Pero le queda la angustia y el remordimiento de haber arrastrado a su mujer al abismo, sin que esta pueda salir.Es desoladora,desgarradora y brutalmente directa.Una historia de amor etílico, con dos grandes actuaciones, buena dirección y gran banda sonora.
Hace como un año y medio ,vi la obra de teatro que representaron Carmelo Gómez y Silvia Abascal.Salí del teatro encantada.
Saludos.
Buen tipo Carmelo Gómez.
Creo que esa película, como toda ficción se queda muy corta para retratar la crudeza real del alcoholismo. Por crudas que sean dos horas de cine, jamás serán comparables a muchos años del día a día de una fuerte adicción.
Que no olvidemos: a día de hoy comienza con un botellón en los alrededores de cualquier fiesta, donde todo cuanto cabe es mezclar.
Saludos
Muy certeros los comentarios, no en vano, Blake Edwards era un maestro en las elipsis cinematográficas. Como ocurre con los relatos, el vacío de información es mucho más poderoso que la propia exposición. Aún quedan narradores sobrios como Clint, que maneja los vacíos como nadie.
Y por supuesto, lo más grande de Blake Edwards es El jovencito Frankenstein.
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