http://www.elmundo.es/diario/mercados/22124912.html
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A los 91 años acaba de fallecer el hombre invisible. Jerome David Salinger, el fantasmagórico, el paranoico, el genio de la literatura o el genio del marketing, el trasunto de Holden Caulfield, el tipo que participó en el desembarco de Normandía, el individuo que recibía a las visitas con una escopeta, el admirador de Melville y que aborrecía a Hemingway, el chiflado que se bebía su propia orina, que era adicto a la telebasura y nos hablaba de que hay días perfectos para los peces plátano, el escritor que se escondió del mundo hasta que fue capturado en aquella famosa foto saliendo de hacer la compra. Personalmente, la obra por la que pasará a la historia, 'El guardián entre el centeno', me parece irrepetible, sin paliativos. Una fábula urbana cruda, sórdida, candorosa, esencial y tajantemente innovadora, cuyo protagonista es uno de los personajes más emblemáticos y poderosos que ha creado la literatura: Holden Caulfield. Una crónica de la adolescencia superdotada y perdida, infantilmente radical, que nos habla de la codicia, el vicio, la delincuencia, la sexualidad, la vergüenza, la pureza, el amor, la hipocresía. Quién podría olvidar ese fragmento en que Holden le dice a su hermana pequeña Phoebe: «Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Ellos están solos y no hay nadie vigilándolos, sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan en el. Esto es lo que me gustaría hacer todo el tiempo, vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno».
Cuarenta años en los que Salinger ya fuera por sequía creativa, por marketing o sencillamente porque le daba la gana, se retiró de la vida pública y se dedicó a la meditación. Hermético, inaccesible, su mito fue creciendo a la par que le comparaban con Hawthorne, con Scott Fitzgerald, con Twain. mientras su guardián, con los años, se volvía más sugerente, más arrebatador, más necesario, más real, más trágico y más divertido. La gran novela americana que todos los escritores anhelamos acabar, esa escritura que nos desinfecta por fuera y nos enciende por dentro, esa literatura que tiene que aliviar, conmocionar, que reinterpreta las viejas lecciones, ese Santo Grial y lanza de Longinos, todo junto y revuelto, es lo que Jerome David Salinger nos legó, suficiente razón para que se hubiese retirado durante tres reencarnaciones más. ¿Por qué? Porque el que ha osado volar como los pájaros, una cosa más debe aprender: a caer. Rilke también lo tenía claro.
Que el taxista me pregunte por dónde quiero ir, cuando su trabajo es precisamente llevarme por el camino más eficaz. Que un tipo me dé la tabarra en un medio de transporte público. Esas personas con complejo de inferioridad que hablan a voces por teléfono para que todos nos enteremos de su vida o esas otras que tienen la música puesta a toda pastilla con la ventanilla del coche bajada. Los tipos que te obligan a ser maleducado para que no te pasen por encima. La gente que sabes lo que va a opinar antes de que abran la boca -sobre cualquier tema-. La osadía de la ignorancia, que te explica cómo deben ser las cosas aun no teniendo ni repajolera idea. Los políticos que me mienten y que saben que me mienten y que yo sé que me mienten y que ellos saben que sé que ellos saben. El conformismo social, que impele a cierto personal a ser como ovejas, a no destacar, a no opinar, a no ser controvertido, a no indignarse ni quejarse. Las palabras que se ponen de moda y todo el mundo repite como cacatúas, en cualquier contexto, como "excelencia". Pensar que se puede vivir eludiendo las consecuencias. Los palmeros. El gin-tonic con pepino -sabe a gazpacho, como bien me iluminó mi colega Luisgé Martín-. La música country. Los Beatles -ni juntos ni por separado-. La ausencia de orden. Que cuando vas de compras el vendedor se te pegue como un molusco. No tener un vaso de agua cerca cuando estás de resaca. Las ínfulas culturetas, su impostura. Los camareros y las dependientas y los funcionarios y etcétera que te tratan como si te hicieran un favor. Los feos -y no me refiero a la apariencia física-. Que se estropee un CD alquilado hacia el último tercio de la película. Ducharte con agua fría. Los individuos que desprecian lo que no conocen. Pasar demasiado tiempo sin viajar. Faulkner. El hígado y la lengua de vaca. El vino malo. La prostitución infantil -ESTO ME TOCA MUCHO LOS COJONES-. Woody Allen cuando quiere ser Woody Allen. Bob Dylan cuando cree que puede cantar mal por ser Bob Dylan. Que me pregunten si lo de escritor me da para vivir. Los que quieren quedar bien con todo el mundo -son impostores, directamente-. Schoenberg o cualquier cosa que se le parezca -Chopin también me pone nervioso-. Los licores malos...
To be continued…
Este es uno de los momentos fundacionales del régimen: el día en que Franco habló inglés. Por una vez y sin que sirva de precedente, el Caudillo les alegrará el día. Cantri, rilisin, femili... y Viva España, por supuesto, no me sean rojeras ni judeomasónicos.
Pongan una estética a lo Benicio del Toro después de un par de días de farra, cierto dramatismo de recitado a lo Norma Desmond, unas letras como si Albert Camus se hubiera dedicado a componer, y tendrán al nuevo crack de la chanson francesa: Benjamin Biolay. Junten todo esto con Marie Agnès Gillot, que es la chica que baila, y me cuentan.
Paul Weller siempre tiene garantía: es el tipo que dijo una vez que él valía lo que valía su último directo.
En estas fechas en vez de hablar de esta realidad civil y política recubierta por una capa de ceniza fría que habitamos, voy a ser más amable y procuraré recomendarles algunos regalos literarios. En esta ocasión me complace hablarles de Roman Gary. ¿Por qué? Porque yo cuando sea mayor quiero ser como el señor Gary. En un principio porque fue relegado por los críticos de Noveau Roman, y si tenías en contra a aquellos tipos es que estabas haciendo algo bueno. Luego porque ganó dos veces el Goncourt, a continuación porque estuvo casado con la bellísima Jean Seberg, seguidamente porque fue uno de los noctámbulos que refundó la bohemia parisina, después porque triunfó en los negocios, consecutivamente porque sus ventas de libros eran millonarias, acto seguido porque sí, porque escribía como dios, y además porque me cae bien, y la química para mí es muy importante. No obstante, dejo para el final un par de adendums que resultan medulares: porque supo vengarse y porque acertó a retirarse a tiempo. Les cuento.
Después de ganar el primer Goncourt, a causa de su gaullismo, cierta crítica dominada por ese Nouveau Roman -mezquino, injusto, maledicente- comenzó a ningunearlo, a considerarlo demodé. ¿Qué hizo Gary? Pues cambiarse el nombre por el de Emil Ajar, mantener el anonimato, escribir la fantástica La vida ante sí, ganar el segundo Goncourt y recibir los elogios de los mismos que antes, como Roman Gary, le tachaban de facha y acabado. Y, por supuesto, la retirada, ese arte tan complicado de ejecutar. Cuando se murió su esposa, harto de escribir, impotente, enfermo, decidió que la cosa se acababa allí y, ni corto ni perezoso, se encerró en su casa, se puso su mejor pijama de seda, escribió una nota que ponía: Me lo he pasado muy bien, muchas gracias y hasta la próxima, y se descerrajó un tiro. Previamente había puesto una toalla roja sobre la almohada para que no fuera demasiado escandaloso. Eso yo lo llamo clase. Por eso, y por otros cientos de causas, les recomiendo 'Las raíces del cielo, la citada 'La vida ante sí', 'La angustia del rey Salomón', 'La tormenta', 'Próxima estación: final de trayecto', pero sobre todo la maravillosa, redonda e inolvidable 'Lady L', en la que se enamorarán de esa gran dama de la sociedad británica mientras les cuenta su pasado, un pasado sorprendente de todo modo, hasta que en la ultimísima página descorra el velo sobre el más recóndito de sus secretos, algo tan bello como terrible, tan humano como tenebroso.