Acaba de fallecer a los 76 años un gigante en un país lleno de gigantes: John Updike. Updike siempre ha sido uno de mis escritores de cabecera, aunque la crítica estuviera empeñada incomprensiblemente desde principios de los noventa en ningunear su obra. A mí este señor me evangelizó con facilidad debido a que los dos amamos un par de cosas: la literatura y el baloncesto. De hecho, cuando Updike escribe, no puede ocultar las filias, las infinitas cintas del baloncesto callejero ejecutadas o descritas cuando hacía las crónicas deportivas de Ted Williams, el legendario jugador de baloncesto. La diferencia es que este señor juega en una NBA llena de aleros y pívots que se llaman James Thurber, Henry Green, Kafka, Salinger, Nabokov, Hemingway… Ese mismo deporte era el que practicaba el personaje a través de quien lo descubrí y gracias al cual nunca más pude dejar de doparme con su escritura prolífica y torrencial: Harry Conejo Angstrom. Este alterego de Updike tiene una mirada que funciona a la manera de Heine, rebajando las ideas sublimes con palabras vulgares y elevando las cosas humildes con frases profundas, líricas, que a veces beben directamente de los clásicos grecorromanos, para describir con verismo y un cuidado detalle la multiforme y mutante sociedad estadounidense. Frisos corales en los que se mezclan política, parejas casadas, pasiones, baloncesto, ansiedad, amantes, frustraciones, economía… y en los que ni una sola de las fibras medulares del planeta americano escapa a la disección de este personaje, que es capaz de hablar incluso sobre la reproducción del cangrejo malabar y que resulte apasionante.
No obstante, este escritor que paradójicamente es todo lo contrario de lo que se interpreta ahora por multiculturalismo, es decir, blanco, varón, heterosexual, anglosajón y protestante, ha sido capaz de extrapolar esa mirada, cambiar la máscara una y mil veces para continuar esa formidable comedia humana hasta completar 22 novelas e infinidad de cuentos. Y se ha enfrentado a tamaña tarea con profundidad, rigor, sagacidad, honestidad y compasión. Obras tan diferentes como Parejas, en la que habla de las relaciones emocionales; El golpe de Estado, un fiero retrato de un dictador africano durante la Guerra Fría; Las brujas de Eastwick, posteriormente llevada al cine con Jack Nicholson como cabeza de cartel –otro fanático del baloncesto-, o incluso novelas postmodernas –si el término tiene ya algún sentido- como Gertrudis y Claudio, comparten el mismo hierro de la casa.
Ahora bien, por si no fueran todos estos puntos suficientes para haberme hecho adicto a su prosa, John Updike acabó.de ganarme cuando leí una entrevista reciente en la que hablaba del oficio de escritor. Updike estaba obsesionado con entregarnos pedazos de realidad, sí, con todo lo maravillosa, terrible y misteriosa que esta puede llegar a ser, pero tanto como con sacar instantáneas de la vida, también estaba obcecado con habitar lo que él llamaba el paraíso terrenal de la letra impresa, o sea, vivir sólo de la literatura. Ello implica horarios rígidos, una entrega en cuerpo y alma al acto de escribir, un trabajo extenuante, una condena, como él lo resumió, comprometida con la inocencia, la limpieza y la modestia. Una dulce condena que yo espero compartir el resto de mi vida.
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