Tras leer la
merecidamente célebre colección de relatos Knockemstiff, cuando descubrí la
nueva novela de Donald Ray Pollock, El banquete celestial, me apresuré a
sumergirme en ella. Knockemstiff era brillante, y siempre temes que la
siguiente obra de un autor quede demediada, pero Pollock continúa con su prosa
descarnada e impactante, que a pesar de contar cosas tremebundas lo hace de tal
manera que no puedes apartar la mirada de sus portentosas imágenes. La novela
se plantea como un western, pero, al igual que la última hornada de libros de
género, Zebulon, Warlock, En busca de New Babylon… están entreverados de
elementos filosóficos, pulp y psicodélicos en una continua reinvención de las
historias clásicas. Los personajes de este autor, siempre estigmatizados,
malditos, llenos de odio y rabia, en esta ocasión están situados entre Georgia
y Alabama en 1917; una especie de hermanos Dalton de quinta categoría que,
hartos de pasar hambre, deciden renunciar al banquete celestial que espera en
el Cielo a los bienaventurados mansos y pobres para calzarse unos pesados
revólveres y dedicarse a asaltar y matar a tutiplén. Entremedias, una galería
de magníficos secundarios, atrabiliarios, psicópatas, aventureros, pícaros, siempre
lo mejor de cada casa. Donald Ray Pollock es comparado con los hermanos Cohen,
con Cormac McCarthy, con Faulkner o Flannery O´Connor, pero se olvidan de
Steinbeck y la miseria y el polvo de Las uvas de la ira o Al este del Edén, y
de las extrañas novelas de Erskine Caldwell; también de las historias de Harry
Crews o Edward Bunker. En todo caso asistimos a la desaparición de un mundo, el
salvaje Oeste, y la aparición de la sociedad moderna, y en ese prolegómeno de dos
guerras y una depresión los protagonistas sueñan aún con un universo donde
poder ser forajidos de leyenda, y una libertad donde los espacios son abiertos
y sin ley. Pero los tiempos han cambiado, recitan los personajes de Peckinpah,
mucho más lúcidos que estos hermanos Jewet, que solo obtendrán un diorama de un
lumpen amoral y violento, en el que los gusanos salen del interior de
cadáveres, funcionarios públicos de dedican a rescatar a bebés abandonados en
letrinas, hay que mujeres que ofrecen perversiones sexuales, oficiales que
están por salir del armario, vagabundos en conexión directa con Cristo, chulos
de putas con bombín…
Aquí no podemos ganar, dijo Robert
Mitchum en Retorno al pasado, solo una
manera de perder más despacio. Seguramente eso fue lo que pensaron todas
las fuerzas de la Transición cuando decidieron que pelillos a la mar y que
vamos a poner esto en marcha, porque si no volvería a haber hondonadas de
hostias, Airbag dixit. A pesar de los recientes intentos de desprestigiar la
Transición, pasar de una casposa dictadura a una tierna y endeble democracia
con los tiros justos -300 muertos entre 1973 y 1983- fue un hecho milagroso. El
precio a pagar, olvido de los criminales de guerra, toda la mierda bajo la
alfombra, el mirar hacia otro lado, fue altísimo, pero sin duda mucho menor que
el que podría haberse cobrado. Solo hace falta recordar las Cortes de aquel
gran hombre, Torcuato Fernández Miranda, con la mayoría de los asientos llenos
de uniformes de la Falange y de militares, los ultras de todos los colores
haciendo presión en las calles, la crisis del petróleo que empobreció el país,
Arias Navarro golpeándose el pecho, la conflictividad laboral en las calles, el
golpe de Pinochet contra Allende, la invasión de Afganistán… Se hizo lo que se
pudo con los peligrosos mimbres que había, y fue mucho, con un rey emérito hoy
demediado pero cuya voluntad democratizadora en aquel entonces fue cardinal
para que el proceso avanzase -recordemos que Juan Carlos I tuvo en sus manos
todo el poder de Franco y renunció a el; recordemos el arakiri de las Cortes
Franquistas al tiempo que se juraban los principios del Movimiento-. Con cada
paso, la disolución del Movimiento Nacional, la legalización del Partido
Comunista, la conformación de un partido de aluvión como UCD para pilotar la
metamorfosis… se pisaba un callo que podría explotar en un duelo de garrotes.
Aprobación de una Constitución, la proclamación de un Rey, unas elecciones, la
Ley de Reforma Política, las Cortes Bicamerales, la consolidación del modelo de
partidos... todo en un intervalo de tres años se me antoja uno de los
ejercicios políticos que me concitan más admiración, aun sabiendo todas las
facturas que no se pudieron cobrar. Al final, el 15 de junio de 1977, 18 millones
de españoles fueron a votar a una urna después de cuarenta años de dictadura.
Hay que fijarse que la grandeza y la dificultad, la libertad y la
responsabilidad de la democracia representativa y parlamentaria era lo único
que nos podía salvar del abismo. Lo único, a día de hoy, que puede continuar
haciéndolo.
Partamos de una
premisa clara: envejecer es una mierda. Para la gente normal, seguro, pero el
asunto se enreda más si eres un billonario de Silicon Valley con recursos
terrenales infinitos pero un periodo biológico limitado. El tope a día de hoy
está en los 120 años. Es un poco frustrante ser consciente de que no se puede
sobornar a esa Dama que según Cocteau viajaba en Rolls. Los inversionistas han descubierto una nueva
frontera donde inyectar su plata: las empresas tecnológicas que buscan alargar
la vida, y con suerte, encontrar lo que ellos llaman la píldora de dios, la
llave genética de la inmortalidad. Transfusiones de sangre, bailes de
cromosomas, enzimas, telómeros, genes… lo estamos intentando todo para destilar
un elixir que nos prolongue este valle de lágrimas -para unos más que para
otros, seamos realistas-. 150.000 personas mueren cada día víctima de la
termodinámica y la entropía; muchos de los investigadores están centrados solo
en alargar la vida y mantenernos en condiciones dignas hasta llegar a una
muerte sin dolor, pero hay otros, los mad doctors, que van a por el premio
gordo. Las larvas de las abejas con capaces de prodigios metamórficos; los
tiburones de Groenlandia viven quinientos años y no padecen cáncer; cierto tipo
de almejas que nosotros con comemos con alegría también viven sus quinientos
añitos sin despeinarse. Desde 1900 hemos
incrementado nuestro tiempo de vida en 30 años, y con ello han aparecido
enfermedades que no sufríamos antes: demencia, cáncer, infartos… ¿Qué nuevos
problemas aparecerán si vivimos doscientos o trescientos años? ¿Se imaginan a
Trump dando la matraca durante centurias?, ¿qué será de la innovación si esta
depende de seres que llevan viviendo siglos? Y sobre todo, ¿si logramos la
inmortalidad conseguiremos también la juventud eterna?: porque, la verdad, no
me apetece vivir mil años con el cuerpo de un anciano. El síndrome Dorian Gray
-o de Camilo Sesto, según se mire-, recorre el planeta. Hablan de un mercado,
este de la longevidad, que estaría en torno a los doscientos billones de
dólares, y se ha desatado la carrera por ver quién logra primero el cóctel de
pastillas que haga que los novecientos años que llevaba viviendo Yoda en Star
Wars nos parezcan un entremés. Quién quiere vivir para siempre, cantaba Freddie Mercury; bueno, tanto, tanto, no, pero yo los trescientos años los firmo ya.
Entre la pléyade de intereses intelectuales que me desvelan, un lugar preeminente lo ocupa, sin duda, el tiramisú. Suave, cremoso, absolutamente delicioso. Si la felicidad se mide en cucharadas, todas las que proporciona el restaurante Forte Pizza, en Madrid, van a ser pocas. Y no se olviden de la burrata trufada. Tampoco de las pizzas.
http://www.fortepizza.es/
Suscribirse a:
Entradas (Atom)