En realidad el autor se llama Nam Le, pero esta es la expresión que me sale cuando pienso en su libro de relatos El barco. Este escritor cumple con el cliché que se estila ahora para ser un autor “modelno” y que te incluyan en el Granta, es decir, nace en Vietnam, se cría en Australia, reside en Nueva York, ha viajado por todo el mundo mundial y sus argumentos son cosmopolitas y mestizos. De este subterfugio han salido un montón de blufs y truños, pero no es el caso. En El barco desarrolla siete historias, siete mundos, siete toros siete de tan distintas castas y colores que el día que me presenten a Nam le preguntaré por la solución a ese arcano de la física cuántica, el principio de indeterminación: él también ha logrado esos milagros que se dan a nivel subatómico en que un mismo cuerpo puede estar en varios sitios a la vez. Este remedo de Dr. Manhattan nos habla de sicarios en Medellín, emigrantes en el sudeste asiático, aprendices de escritor en Estados Unidos, reencuentros de amigas en medio del revuelto Teherán, de aquel famoso día de agosto en Hiroshima… todo con precisión y algo más importante, con convicción, porque hace que te lo creas. Nam Le escribe limpio, no llena de borraja las palabras, es lírico, es profundo, maneja bien los diálogos. Nam Le nos habla de la enfermedad, del arrepentimiento, de la amistad, de la nostalgia, de los abismos generacionales y cómo construir quebradizos puentes, de esos cruces de caminos existenciales donde debemos elegir y nuestra vida jamás volverá a ser la misma. Es el primer libro del autor y esperemos que no sea el último, porque el chaval es joven y la carrera literaria está llena de brujas acechantes y egos que nos queman más rápido que el hidrógeno del Hinderburg. Lo que es seguro es que cuando cierras el libro sales de él como de una sala de cine: hablando de la película, que te ha hecho pensar, replantearte cosas muy íntimas. Aquí les dejo un poco de su prosa:
Al salir el sol, dice Luis, ves diez líneas negras que van hasta un mar gris acero, y entre cada línea quizá hay veinte metros de distancia, y a medida que el agua se vuelve naranja, luego rojiza, ves que cada línea está hecha de pequeñas figuras negras que se alejan del agua, todas juntas, en armonía, y después, mientras el sol se eleva a tu derecha, ves que cada figura negra es un hombre, hay cientos de ellos, y están recogiendo una enorme red del océano, poco a poco, paso a paso.
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2 comentarios:
No leí el libro, pero por lo que cuentas apetece ponerse a leerlo ya mismo. Hay un libro que a mí me impactó hace tiempo La niña del arrozal, de Jose Luis Olaizola. Me provocó más o menos todo lo que a ti te ha planteado El barco. Se me hizo un libro inolvidable.
Saludos
Pues si el texto escogido es el que propones como cebo para incarle el diente a este escritor y hacerle Ñam, ñam, creo que paso. No entiendo nada. A este escritor no le incaría yo el diente. Soy de buen “llantar”, como chica del Norte, y de esto paso.
Me gusta la gente que habla – y escribe – claro. Bonito y claro. Lo que seleccionas me parece una paja mental y se me quitan las ganas de leer libro. Y tengo aún clásicos importantes pendientes. Parece escrito tras un chute de algo. Antes el LSD estimulaba a los creadores (Lucy in the Sky with Diamonds)…Ahora, ni idea.
Según el estado en que se encuentre el escritor lo que produce sale de una manera u otra. Este domingo me he reconciliado con Juan Manolito que, por fin, ha vuelto a escribir algo con sentido. Lo cierto es que llevaba una racha el hombre bastante cargante: “que si con mi mujer para allí, que para allá, que qué enamorado estoy…”. En fin, me alegro mucho por él, pero empezaba a aburrir. Creo que llevaba razón Ismail Kadaré con eso del barbecho obligado para un escritor en profundo trance de enamoramiento.
Este mundo “modelno” a algunos escritores les parece un peligro. Es lo que hay, nuevos soportes, nuevas formas de presentar la literatura, pero Prada creo que lleva bastante razón aquí:
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