Quien suscribe esto les puedo asegurar que es un incondicional de Johann Sebastian -Bach para los amigos-. Decía Horowitz que si se destruyera el mundo y con él todo nuestro patrimonio cultural excepto la partitura de una fuga de Bach, sólo con esas notas se podría deducir y reinventar toda la historia de la música de Occidente. Yo no sé si esto es verdad, pero me gustaría creerlo, porque todas las noches pongo a Bach, de madrugada, y con él tengo esa sensación de que todas las ideas y todas las historias están ahí sólo para mí, mientras todo el mundo duerme. Bach es lo más cerca de la religión que he estado nunca, lo más cerca que estaré.
Dicho esto, se justifica que yo también pensase que no hubiera músicos en el barroco a la altura del alemán. Y en concreto hablando de el clave, una de mis debilidades, que en inglés suena mucho más sofisticado: Harpsichord. Jean Philippe Rameau no tiene chicha y Doménico Scarlatti es bueno pero no tanto; Händel suena sin alcanzar el cielo; Johann Kuhnau no llega y Antonio Soler se pasa; lo que compuso Vivaldi mola pero cansa, etcétera. Y en esto llegó François Couperin y mandó a parar. Cuando me recomendaron al poco mundano y siempre frágil gabacho, mi gesto de escepticismo ante la gigantesca tarea que tenía éste por delante, es decir, encontrar el alma en cada digitación y ornamentación, era lo suficientemente explícito para mostrar que lo tenía crudo. Así, sin mucha ilusión, llegué a casa, coloqué el CD y empezó a sonar el segundo libro de suites. Los plectros digitales comenzaron a elevar las cuerdas correspondientes, punzándolas, y con cada nota la perplejidad iba haciéndose cargo de mi rostro, al tiempo que las melodías atacaban directamente al hemisferio derecho de mi cerebro, el de las emociones, el de la intuición. Y a la perplejidad fue uniéndose en procesión la sorpresa, la turbación, el placer, y esa 'plus belle encore que la beauté', esa poesía que es más hermosa que la propia belleza.