| martes, 31 de julio de 2007 | 0:51




LA GRAN EVASIÓN

En la antigua Roma, antes de emprender un viaje, se esculpían unos pies en posición de ida y otros de vuelta para invocar un regreso seguro. Con eso está todo dicho. A punto está ya de iniciarse la gran evasión hacia unos pantalones pirata, las chancletas, los cocos llenos con bebidas de colores radioactivos coronados por una sombrillita, las playas color trigo en polvo con palmeras alabeadas y los mares cobalto sin medusa incorporada. Ése es el sueño, la esencia, da igual que se vaya a una casita rural cerca de Ribadesella, a visitar el Hermitage o a hacer trekking a Noruega: siempre que llegan las vacaciones, se viaja a una isla perdida del Pacífico. Un lugar ideal que hemos ido construyendo durante todo el año en nuestra mente, sentados ante el soporífero ordenador, sulfurados en medio de un atasco, amargados por las letras del piso, en el que aislarnos del curro y la rutina y recargar pilas a base de langostas cretácicas y baños de sol. Es algo que viene de fábrica, un impulso que ya hace 380 millones de años, cuando el primer vertebrado hizo el primer alehop fuera del agua, éste ya tenía en la cabeza: tomarse una cervecita helada en alguna terraza de Benidorm. Los culturetas empezarían a hacer sus habituales distinciones elitistas entre el sofisticado viajero, ansioso de obtener mediante el desplazamiento una mística confrontación entre el Yo y la Naturaleza, entre el Yo y la Cultura, y el gárrulo turista, seres sin gusto ni capacidad de discernimiento. Qué quieren que les diga: yo soy un groupie de la galería de los Uffizi, pero también del chiringuito playero. Así que en Florencia le echo un vistazo a mi alma inmortal, y en Ibiza me pongo ciego a sangría. Y ningún problema de conciencia, oiga, no hay ningún veneno de la contradicción que me devore. Lo verdaderamente curioso de esta isla virtual que les digo es que resulta indestructible. Este mito estival, esta Sangri-La de agencia de viajes resiste a cualquier confrontación con la realidad. Da igual que el hotelito de cinco estrellas que nos contrataron sea en realidad un zulo con vistas a la pared del bloque contiguo, que la paella del restaurante esté salada, que los aviones se retrasen cinco horas, que nos roben la cartera nada más pisar destino o que los niños no paren de joder con la pelota, como decía Serrat. Cada año se olvidan las decepciones del año anterior, y en un ataque de amnesia volvemos a reconstruir esa isla, ese antídoto, ese lenitivo mental que nos permite confundir a propósito la libertad condicional con la libertad. Por eso no voy a hablar en este artículo de todo lo que nos espera a la vuelta de las vacaciones, porque no podemos vivir todo el santo día bajo el peso de la ortodoxia y la dignidad. Necesitamos un tubo de escape, un lugar donde sacar fotos, comprar souvenirs, plantar la sombrilla o que nos machaque la canción del verano. Nada de ocio productivo y mucho de dilapidar el tiempo, que en estos casos es la única manera de ganarlo. Y cuando estén instalados en su isla particular, cojan tres o cuatro kilos, quémense al sol, no tengan complejos a la hora de recorrer las ciudades en plan guiri, con esa mueca de asombro continuo de los niños, que es la única manera sana de ser adulto; simplifiquen, desacralicen, suelten lastre. Pero, sobre todo, sigan fieles a su sueño.

| martes, 24 de julio de 2007 | 16:34


ME FALTA EL ALIENTO

Verán. Yo pertenezco a la generación de Mazinger Z, es decir, que la generación actual, la Manga, no puede entender todo el asombro y la admiración que me produce ver en Nürburgring una bandera asturiana en el podio o las diabluras de Fernando Alonso a trescientos kilómetros por hora. Esto es debido a una simple cuestión de perspectiva. Mi generación, la de Heidi, la de Orzowei, la de Los Cinco, tuvo una educación sentimental en todo cuanto se refiere al deporte marcada por la irregularidad, el miedo escénico, la falta de empaque en las grandes citas internacionales y la inexorabilidad del Ohhh de decepción –cuando no del recuerdo caníbal de todo el árbol genealógico del contrincante, el árbitro o nuestro inefable representante- cuando nos eliminaban en cualquier especialidad por tropecienta vez. No hace tanto, la única forma de bebernos el Möet-Chandon en lo alto de un podio era ir a comprarlo antes al Carrefour y buscar la escalinata de alguna iglesia, y cualquier medalla de bronce era celebrada in secula seculorum con estelas de mármol y narrada a la tribu alrededor de la hoguera como un hecho mitológico. Durante la generación de la abeja Maya, los deportistas españoles laureados eran como los escritores rusos del XIX, fenómenos intensos pero extraordinarios, que no lograban formar una civilización, un espíritu orgánico, y cuyo brote era de imposible pronóstico. Seve, Induráin, la selección de baloncesto en la Olimpiada de Los Ángeles… las prodigiosas parábolas de aquel chico de Santander mientras nos intentaban explicar lo que era un par cuatro (yo sigo sin saberlo), los gritos de ánimo a nuestro particular extraterrestre navarro durante la contrarreloj de Luxemburgo, aquellas emocionantes madrugadas de verano viendo a Epi y compañía… En fin, qué les voy a contar que ustedes no hayan vivido. Pero, he aquí que, de repente, se cruza un Rubicón inesperado en Barcelona 92 y aparece esta generación de la consola, o la del puñetazo en la mesa, o la de la quema de clichés y la disipación de dudas. Estos chavales han puesto el contador de la historia a cero, han embridado la aleatoriedad que acompaña siempre a todo deporte y se dedican a ejecutar sumarísimamente el tenis, el ciclismo, la Fórmula 1, el baloncesto… Alonso, Sergio García, Pedrosa, Contador, Rafa Nadal, Gasol… nos proporcionan lo que durante tanto tiempo ha necesitado el deporte español y, de paso, han cubierto una de las necesidades básicas de toda sociedad, en este caso particular, la española: héroes. Héroes que nos hablan de la lucha para conseguir objetivos, del trabajo en grupo o de la autoexigencia máxima; de coronar cimas, de sudar la camiseta, de dejarse el pellejo en cada matchball, vuelta, puerto o tiro libre. Nos cuentan que se acabaron los complejos, que ya no somos diferentes y que nos ponemos el mundo por montera, que ya no nos da vergüenza tararear el himno aunque no tengamos letra y que se vayan preparando, que les va a caer una buena. Y a nosotros se nos disparan las pulsaciones y los audímetros, y que llueva sobre Alemania, lo que quiera llover, que más llueve en Asturias, porque a la generación de los Campus Party y los festivales de música no le va a temblar el volante, ni se va a salir en una curva, ni le va a poder la presión, ni se va a cortar en un adelantamiento, ni le va a faltar el aliento para que nosotros lo perdamos mientras vociferamos con los brazos en alto en esa última recta hacia el futuro.

| jueves, 19 de julio de 2007 | 14:12


MOSCAS A CAÑONAZOS

No se lo pierdan. Nuestro chouman preferido, el señor Chávez, la acaba de armar otra vez, y nunca mejor dicho. Después de adquirir cien mil fusiles de asalto AK-47 -cuyo inventor, el general Mijaíl Kaláshnikov, acaba de cumplir 87 años este julio: felicidades, Mijaíl-, ahora quiere meter también en el carrito de la compra unos cuantos submarinos rusos. ¿Para qué?, ¿para defenderse de la belicosa marina boliviana?, ¿quizás le ha amenazado algún rastamán de Jamaica?, ¿qué enemigos tiene Venezuela, que la obliga a blindarse con una loriga erizada de misiles, helicópteros de combate y minas antitodo? Nuestro chouman preferido dice que Washington prepara la invasión del país, que prácticamente hay una conjura judeo-masónica mundial para acabar con la revolución bolivariana, que el fin de los tiempos se acerca y hay que prepararse… no obstante, yo creo que la verdadera razón es que ahora, entre los nuevos ricos, los yates, los Bugattis y los viajes a la Estación Espacial Internacional son cosa del pasado; lo verdaderamente in son los submarinos privados de recreo, de esos que en vez de llevar misiles de crucero Tomahawk, disparan corchos de champán y tienen gimnasio opcional; que si Paul Allen, de Microsoft, tiene uno, yo no voy a ser menos. Coñas aparte, cada vez que leo algo sobre Chávez, me acuerdo del viejo coronel Aureliano Buendía, pero no porque como éste haya promovido treinta dos levantamientos armados y los haya perdido todos, sino porque está empeñado en convertir la política en realismo mágico. Chávez representa el perfecto ejemplo de populismo: algo marrullero, fraudulento, tiránico, palabrero, adulador, azuzador de resentimientos, corrupto y corruptor. Este individuo sabe perfectamente que para mantenerse en el poder debe tener un enemigo exterior -aunque sólo exista en su cabeza, en este caso Estados Unidos-, aprovechar el octavo pecado capital del hombre: la inercia -con una política teledirigida de pan y circo gracias a la bonanza petrolera-, pero, sobre todo, nuestro chouman preferido sabe que no hay nada más importante para no soltar el chollo que resulta su actual empresa, Venezuela S.A, que el miedo. Efectivamente, ese miedo que paraliza y anula al pueblo, que anquilosa su capacidad de reacción. Es prioritario inocular el miedo en sus mentes, un miedo que crezca y se multiplique, sólo hay que descubrir a qué tiene miedo la gente y dejar que esa puerta abra otra puerta al miedo y así sucesivamente. Para todo ello no duda en silenciar canales de televisión opositores como Radio Caracas a fin de poder así mejor pontificar desde sus diarios, televisiones y radios acólitos; en nacionalizar todos los sectores estratégicos de la economía; en mantener constantemente una política que subraya el conflicto y en polarizar salvajemente la sociedad venezolana… y así, tacita a tacita, el día menos pensado comenzarán a sonar los timbres de las casas a altas horas de la madrugada, y pueden estar seguros de que, como decía Churchill, no será el lechero. En un mundo en que ya se está descifrando el mapa del ADN humano, donde somos capaces de reimplantar miembros, se habla de la posibilidad de la teletransportación y hay esperanza de encontrar mundos habitados gracias a los nuevos telescopios ultravioletas, todavía tenemos que lidiar con estos escarabajos que arrastran sus pelotas de excrementos ideológicos con los que malbaratan la libertad y el librepensamiento. Una pena.

| miércoles, 18 de julio de 2007 | 18:29



PARA QUE SALMAN RUSHDIE NO SE MUERA

Si mi primera patria es mi familia y mis amigos, la segunda es mi biblioteca. Y en esa patria número dos hay una capital, Juan Carlos Onetti, y numerosas ciudades de más de un millón de habitantes, Francis Scott-Fitzgerald, Italo Calvino, Lawrence Durrell, Romain Gary, Yukio Mishima, Cormac McCarthy, John Cheever, Julien Gracq… Pero, entre todas ellas, hay una muy especial, una ciudad que ni tiene una especial relevancia política ni demasiados habitantes, pero que es esencial para conocer el carácter de mi segunda patria, como esos lugares donde se han firmado pactos históricos o esos balnearios que dan nombre a toda una concepción de la vida: la ciudad se llama James Salter. A mi manera de ver, hay dos formas de entender el arte, a lo Picasso, moverse en todas direcciones, o a lo Kafka, profundizar en una sola. James Salter forma parte de la segunda tradición, un escritor cuyo carácter esta dominado por un concepto único y poderoso, una expresión pura que sortea limpiamente el riesgo que conlleva la claridad: lo esquemático, la superficialidad. Eso que llaman mi estilo, dice en una entrevista, no es más que la insistencia, por lo general inconsciente, en unas diez mil palabras que acaban configurando una suerte de huella digital y que determinan la naturaleza de lo que hago. De esta manera, Salter es un maestro en el arte de lo preciso y lo accidental, domina como nadie las formas de la belleza sin gravedad, que huyen de la grandilocuencia, una mirada estoica sobre la experiencia, sobre las conjeturas, sobre las sensaciones, ciertos estados de ánimo, todo encaminado a comprender la vida, la condición humana. Porque Salter sabe bien lo que es la vida, no es un escritor de buhardilla ni un poeta pálido, antes de la pluma fue marine y piloto de combate en el Pacífico, en Europa y en Corea, en esa tradición vitalista de los estadounidenses que posiblemente sea la causa de que lleven muchos años ya -y los que les quedan- siendo la locomotora de la literatura mundial. En puridad, no nos aplastan por motivos económicos o de tamaño, sino por talento específico, porque cuando describen el mundo, lo transforman. Por todo esto, de todos mis escritores preferidos, creo que es el que mejor describiría lo que pasa ahora por la mente de Salman Rushdie, quien acaba de enfrentarse a la perversa resurrección de la fetua que le condenó a muerte en 1989 por blasfemo, es decir, por el delito de opinar en su novela Los Versos Satánicos. Salter les explicaría a los fanáticos, y lo haría con precisión, con claridad, con belleza, que Rushdie, como el resto de escritores nombrados en esta página, opina que la literatura, la literatura de verdad, a pesar de la obsesión de los inquisidores de todas las épocas, no entra jamás en el terreno de lo ético o lo moral, nunca censura, no tiene un compromiso social, se halla al margen de ideologías, de ismos, de polémicas triviales. Salter les confirmaría que donde sí entra es en el rencor, el deseo, la herida, el placer, la muerte, la belleza, la carne… es decir, que nos habla de nosotros, nos hace vernos como nos ven los demás y, si es necesario, nos hace reírnos de uno mismo, que es lo realmente inaceptable por un inquisidor, que no sabe lo que es la risa. Finalmente, James Salter les soltaría que, amigos, pueden ustedes seguir dictando fetuas, las que les salgan de las pelotas, porque los escritores, los escritores de verdad, nunca se retiran, y el único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro. Y en eso sí que les da la razón.

| martes, 17 de julio de 2007 | 12:29



I LOVE YOU, PARIS


Todo el mundo quiere ser Cary Grant. Incluso yo quiero ser Cary Grant. Esto lo dijo el mismísimo Cary Grant, pero yo sustituiría sin dudarlo su nombre por otro: Paris Hilton. ¿Qué quieren que les diga?: sí, lo reconozco, soy uno de esos frikis admiradores suyos. Cada uno tenemos derecho a tener vicios o perversiones que nos salven la vida, y la Paris es uno de los míos. Yo no me duermo cada noche contando corderos, sino las vueltas que da en la barra de pole-dancing de mis ensoñaciones lúbricas. ¿Quién?, ¿quién no ha tecleado su nombre en Pornotube y ha visto su estreno mundial como estrella porno amateur en Una noche en París? Que levante el dedo si tiene valor. Hace poco un canalla que se hace llamar juez la ha condenado a veintitrés días de cárcel por haber violado la libertad condicional tras haber sido cazada al volante con su carné caducado. A ella, a la mujer que ha entrado en el Guinness, aunque sea por ser la celebridad más sobrevalorada de la historia; a la sensual cantante de Stars are blind, un éxito entre la crítica musical -de verdad, sin cachondeo-; a la mujer que ha protagonizado Simple Life, un reality en el que se iba a vivir con una familia humilde y compartía sus alegrías y sus penas; a la mujer que tiene su propia línea de joyas, de artículos para mascotas, su perfume; a la rubia platino más famosa desde Marilyn… ¿Y cómo ha reaccionado ella? Mi Paris no ha soltado burradas al estilo Jennifer López cuando la detuvieron después de aquel follón con Puff Daddy: No he cometido ningún delito, lo que hice fue no cumplir con la ley; no se ha quejado, no ha llorado, no ha criticado, sino que horas antes de ingresar en prisión fue a un sarao de la MTV como una reina, como la santa laica que es, y declaró que, aunque asustada, estaba preparada para la cárcel porque tenía a sus amigos, a su familia y a sus fans. Claro que sí. Me tienes a mí Paris. Yo siempre seré tu paladín. Porque a ti veintitrés días en la cárcel ni siquiera te ennegrece las raíces de tu melena, porque siempre hubo clases e incluso el dueño de tu salón de bronceado preferido se ha ofrecido a visitarte con sus equipos ultravioletas para que no salgas con la palidez de otros reos, porque esta gente no sabe lo que tú eres, lo que representas, lo que simbolizas. Tú no persuades, seduces; no proporcionas información, diviertes; escandalizas, entretienes, frivolizas, vacías de toda idea o preocupación. Las formas, la ética, la decencia, la cultura… todo al carajo: caca, culo, pedo, pis, eso es lo que me pone de ti. Contigo, una generación entera será educada en el sueño mentiroso de que se puede ser famoso o millonario en poco tiempo, en el éxito sin esfuerzo. Contigo vivirán en el limbo, en un eterno presente; les liberarás de toda contradicción, de todo dolor, de toda preocupación, y por lo tanto los volverás maleables, manipulables, manejables. Pero, eso sí, serán felices. Yo soy feliz. Y mientras te cargas la dialéctica, mientras pones fin a la historia y sobreviene el crepúsculo de una civilización, yo me hundiré con ella cantándote desde un barco en llamas…

| lunes, 9 de julio de 2007 | 13:54


DÍAS DE INVIERNO EN MARTE

Hay cosas a las que uno no puede acercarse ni con escepticismo ni con calma. Una de ellas es el cambio climático. Y eso se debe a que las cosas suelen estar prefiguradas por lo que las rodea, es decir, que por eso no se encuentran precipicios profundos pero buenos que dejan que te equivoques y no te matan cuando caes en ellos. Nosotros llevamos demasiado tiempo tentando esa caída, introduciendo día a día una bala más en el tambor del revólver con el que suicidarnos como raza. Mientras calentamos el planeta a una velocidad doce veces superior a normal y se cocina la mayor catástrofe de la historia -que ríanse ustedes de las guerras mundiales-, ocho señores en una ciudad de Alemania no fueron capaces de ponerse de acuerdo en un plan para recortar las emisiones de gases. La lógica de algunos países como China o India es que los que deben encargarse de enfriar el planeta han ser los países ricos, que son los que han hecho caja a base de echar humo, que ahora les toca a ellos; la respuesta de Estados Unidos es que o caldo para todos o matamos a la gallina. A ninguno le falta razón, pero todos están equivocados. Creyendo que luchan por un futuro sostenible y de bienestar para sus hijos, lo que hacen es liquidar directamente el futuro. Los expertos mantienen que a este ritmo la temperatura en el planeta subirá entre uno y medio y seis grados en 2100, o sea, a la vuelta de la esquina. En puridad, bastará con que suba dos grados para que el hielo que encontraremos en los Polos o en el Himalaya no nos dé ni para las piedras del whisky y, en un efecto dominó, los ríos se conviertan en un recuerdo de postal, miles de personas se mueran de sed y el nivel del mar nos suba hasta la barbilla, un mar que se irá convirtiendo poco a poco en una sopa muerta, llena de bacterias y medusas. ¿Que soy un exagerado? Respóndanme sólo a una sencilla pregunta: ¿cuándo fue la última vez que recuerdan un invierno de mármol, de esos que disfrutábamos cuando éramos unos críos porque no podíamos ir a clase, debido a que el suelo era una plancha de cristal? Una cosa es creer en cosas que no son y otra en cosas que no pueden ser, trátese de triángulos redondos, elefantes voladores o que el planeta sigue indemne después de utilizarlo como retrete los últimos ciento cincuenta años. Quien mejor definió la causa de este desastre fue Thoureau, que vino a decir que quien pasea por un bosque sólo para disfrutar de él lo llaman holgazán, y quien lo tala indiscriminadamente y quema el terreno será elogiado como emprendedor hombre de negocios. Entre esa afirmación y el día de furia del ejecutivo bilbaíno que destrozó el cráneo de su hija en su apartamento londinense, seguramente acosado por los demonios de estrés, o el suicidio sistemático de currantes japoneses y alienados -no necesariamente por este orden-, sólo median esos ciento cincuenta años. La primera globalización quería comprender el mundo para dominarlo, con la meta de ser más libres y más felices; hoy la globalización quiere competir sin más, se ha convertido en una meta en sí misma sin recibir a cambio más libertad y más felicidad, pero nutriéndose de Himalayas, mares, ejecutivos bilbaínos y currantes japoneses. Tenemos que volver a trazar una frontera entre lo laboral y lo personal, porque a menos que no empiecen a salir las cuentas, nuestros nietos verán el próximo invierno en las futuras colonias de Marte. Eso si hay billete.