| miércoles, 18 de julio de 2007 | 18:29



PARA QUE SALMAN RUSHDIE NO SE MUERA

Si mi primera patria es mi familia y mis amigos, la segunda es mi biblioteca. Y en esa patria número dos hay una capital, Juan Carlos Onetti, y numerosas ciudades de más de un millón de habitantes, Francis Scott-Fitzgerald, Italo Calvino, Lawrence Durrell, Romain Gary, Yukio Mishima, Cormac McCarthy, John Cheever, Julien Gracq… Pero, entre todas ellas, hay una muy especial, una ciudad que ni tiene una especial relevancia política ni demasiados habitantes, pero que es esencial para conocer el carácter de mi segunda patria, como esos lugares donde se han firmado pactos históricos o esos balnearios que dan nombre a toda una concepción de la vida: la ciudad se llama James Salter. A mi manera de ver, hay dos formas de entender el arte, a lo Picasso, moverse en todas direcciones, o a lo Kafka, profundizar en una sola. James Salter forma parte de la segunda tradición, un escritor cuyo carácter esta dominado por un concepto único y poderoso, una expresión pura que sortea limpiamente el riesgo que conlleva la claridad: lo esquemático, la superficialidad. Eso que llaman mi estilo, dice en una entrevista, no es más que la insistencia, por lo general inconsciente, en unas diez mil palabras que acaban configurando una suerte de huella digital y que determinan la naturaleza de lo que hago. De esta manera, Salter es un maestro en el arte de lo preciso y lo accidental, domina como nadie las formas de la belleza sin gravedad, que huyen de la grandilocuencia, una mirada estoica sobre la experiencia, sobre las conjeturas, sobre las sensaciones, ciertos estados de ánimo, todo encaminado a comprender la vida, la condición humana. Porque Salter sabe bien lo que es la vida, no es un escritor de buhardilla ni un poeta pálido, antes de la pluma fue marine y piloto de combate en el Pacífico, en Europa y en Corea, en esa tradición vitalista de los estadounidenses que posiblemente sea la causa de que lleven muchos años ya -y los que les quedan- siendo la locomotora de la literatura mundial. En puridad, no nos aplastan por motivos económicos o de tamaño, sino por talento específico, porque cuando describen el mundo, lo transforman. Por todo esto, de todos mis escritores preferidos, creo que es el que mejor describiría lo que pasa ahora por la mente de Salman Rushdie, quien acaba de enfrentarse a la perversa resurrección de la fetua que le condenó a muerte en 1989 por blasfemo, es decir, por el delito de opinar en su novela Los Versos Satánicos. Salter les explicaría a los fanáticos, y lo haría con precisión, con claridad, con belleza, que Rushdie, como el resto de escritores nombrados en esta página, opina que la literatura, la literatura de verdad, a pesar de la obsesión de los inquisidores de todas las épocas, no entra jamás en el terreno de lo ético o lo moral, nunca censura, no tiene un compromiso social, se halla al margen de ideologías, de ismos, de polémicas triviales. Salter les confirmaría que donde sí entra es en el rencor, el deseo, la herida, el placer, la muerte, la belleza, la carne… es decir, que nos habla de nosotros, nos hace vernos como nos ven los demás y, si es necesario, nos hace reírnos de uno mismo, que es lo realmente inaceptable por un inquisidor, que no sabe lo que es la risa. Finalmente, James Salter les soltaría que, amigos, pueden ustedes seguir dictando fetuas, las que les salgan de las pelotas, porque los escritores, los escritores de verdad, nunca se retiran, y el único modo de detenerlos es arrastrarlos afuera y pegarles un tiro. Y en eso sí que les da la razón.