Los más jóvenes no lo recuerdan, pero antes de Iniesta, hubo otra gesta deportiva, quizás aún más importante. Sucedió en 1984, durante los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Era una selección de baloncesto llena de nombres que ahora probablemente ya solo dicen algo a los cuarentones, un puñado de hombres que disputaron una final a la temible e intocable Estados Unidos. Era una época en que la mera existencia de un Gasol era inimaginable, los complejos todavía nos desbordaban, la posesión del balón era a treinta segundos, no había línea de tres puntos, los pabellones estaban neblinosos por el humo del tabaco y en los ataques se devanaban alambicadas estrategias. A las cuatro de la madrugada de aquel diez de agosto, todos sabíamos que íbamos a una batalla perdida, pero íbamos a morir con la botas puestas y todo el país estaba delante del televisor con el sonido de fondo de las chicharras veraniegas. La picardía de Iturriaga, la muñeca prodigiosa de Epi, la muralla torpe pero taponadora de Romay, la fuerza desaforada de Fernando Martín, el trabajo sucio de De la Cruz, la clase de Corbalán, la visión de juego de Llorente, el contragolpe de Solozabal, el curro estajanovista de Jiménez -que cambió el concepto de “alero”-, el control de tiro y la oportunidad de Margall… Una falange alérgica al brillo individual -esa fue la clave de su éxito-, que venía de derrotar en la semifinal a nuestro Coco particular, la portentosa y chulesca selección de “Yugolavija”, con los Dalipagic, Radovanovic, Zizik, Nakic… pero sobre todo de aquel genio cabrón que tantos disgustos nos dio: Drazen Petrovic. Les laminaron y después supieron mantener la dignidad frente al “panzer” gringo a base de nervio, orgullo, sufrimiento y talento; exprimieron cada tiro, cada asistencia, cada gota de sudor, cada resquicio que nos dejaron para convertir un sueño en épica. Todavía siento el gusanillo de aquella madrugada, la ilusión, la euforia ante uno de aquellos mastodónticos televisores a color, en que nos enfrentábamos a semidioses liderados por un jovencísimo Michael Jordan, y ganamos una plata que para el país tuvo siempre el peso específico del oro. Ese verano el baloncesto español se hizo mayor, y yo, aunque no lo sabía, seguía su rastro a través de una adolescencia que entonces parecía que nunca terminaría…
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