El mar es mar porque lo pinta Sorolla
De IGNACIO DEL VALLE | lunes, 29 de septiembre de 2014 | 10:26
Niños corriendo por la playa. Lo pueden ver estos días en la expo de la fundación Mapfre, en Madrid. Pero normalmente está en el museo de Bellas Artes de Oviedo. Una cosa es verlo aquí, y otra cosa es ver ese mar pintado a medio metro. Porque el mar es así.
El cómico Eubulo escribió en el siglo IV una obra titulada "Dioniso", del que recogemos este fragmento formulado por el encargado de mezclar los vinos durante los "simposium" -bebemos juntos-, en los que los griegos se reunían para departir como en "El banquete" de Platón:
"Sólo tres cráteras mezclo
para los que son prudentes; la una, de salud,
la que apuran primero. La segunda,
de amor y placer. La tercera de sueño,
que al apurarla los invitados sabios
regresan a casa. La cuarta ya no
es nuestra, sino de la insolencia. La quinta del griterío;
la sexta, de los bailes en la calle; la séptima, de los ojos
morados;
la octava, de los alguaciles; la novela, de la cólera;
la décima de la locura, que también hace caer".
Busca mi rostro en el festival de Besançon
De IGNACIO DEL VALLE | miércoles, 17 de septiembre de 2014 | 14:08
Presentación y firmas de "Derrière les masques" -Busca mi rostro-, editorial Phébus, en el Festival Literario de Besançon durante los días 19-20-21 de septiembre. Asimismo, este viernes compartiré una mesa con Leonardo Padura, Carlos Zanón y Liad Shoham. Hablaremos de lo divino y lo mundano. A su disposición...
Con los lectores franceses. Se interesan por tu obra, compran a pesar de la crisis y son extremadamente amables. Muchas gracias por estos días en el festival de Besançon. Volveré con el francés afinado, prometido.
Con Carlos Zanón, Leonardo Padura y Alfredo Noriega. Ahí es nada.
Terror viene del latín “terreo“, temblar. Los camarógrafos del Estado Islámico tienen el oficio suficiente para saber que un hacha mete más miedo que un Kalashnikov por quién sabe qué reminiscencias de nuestro cerebro reptiliano, y se aplican a la labor de enmarcar con el color y la luz y el telón de fondo adecuado sus banquetes de sangre. El uso del terror escenificado es antiguo como la guerra, las Horcas Caudinas que los samnitas infligieron al ejército romano, los seis mil crucificados entre Capua y Roma tras la derrota de Espartaco por los mismos romanos, los quince mil soldados búlgaros cegados por orden de Basilio, el emperador bizantino tras ganar la batalla de Kleidion… pero con los nuevos medios de comunicación, el fenómeno se ha afinado de manera palmaria. Decapitaciones, crucifixiones, esclavización, ejecuciones y violaciones en masa… nos devuelve a un concepto clásico de la guerra tras los ingenuas creencia de que los drones y los misiles y los satélites y las operaciones quirúrgicas de los comandos especiales lograrían convertir un hecho siempre sanguinolento en, diríamos, una maqueta de soldaditos de plomo donde resolver los conflictos con un par charlas y tres movimientos estratégicos. Todo higiénico, todo muy propio. Estos cabrones nos han despertado del sueño de los justos recordándonos que en la guerra se sacan los ojos al contrario, se queman niños, se violan viejos, se practica el canibalismo ritual, con la misma naturalidad con que buscamos un contacto en “wasap”. La difusión viral hace el resto. La única cosa que tienen en mente sus miembros del EI es imponer su santa voluntad a todo quisqui, es decir, el salafismo yihadista, una versión fundamentalista, excluyente y rigorista del pensamiento musulmán, que incluso quiere recuperar Covadonga. Tendría gracia si no fuera tan calamitoso. Nosotros los infieles deberíamos responder con una versión occidental de su sencilla propuesta de esclavizarnos a todos, sin ningún tipo de miramiento diplomático, que resulta ser la misma proposición del coronel Kurtz: "Drop the bomb, Killem all". Luego ya miramos la causas de ese caldo de cultivo donde surgen los monstruos, pobreza, crisis de identidad, falta de oportunidades, las hipotéticas injusticias contra la población musulmana en Europa…
Un Rueda fermentado en barrica de roble francés. Un verdejo tan potente que se decanta antes. Tengo querencia por los blancos poderosos.
Los más jóvenes no lo recuerdan, pero antes de Iniesta, hubo otra gesta deportiva, quizás aún más importante. Sucedió en 1984, durante los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Era una selección de baloncesto llena de nombres que ahora probablemente ya solo dicen algo a los cuarentones, un puñado de hombres que disputaron una final a la temible e intocable Estados Unidos. Era una época en que la mera existencia de un Gasol era inimaginable, los complejos todavía nos desbordaban, la posesión del balón era a treinta segundos, no había línea de tres puntos, los pabellones estaban neblinosos por el humo del tabaco y en los ataques se devanaban alambicadas estrategias. A las cuatro de la madrugada de aquel diez de agosto, todos sabíamos que íbamos a una batalla perdida, pero íbamos a morir con la botas puestas y todo el país estaba delante del televisor con el sonido de fondo de las chicharras veraniegas. La picardía de Iturriaga, la muñeca prodigiosa de Epi, la muralla torpe pero taponadora de Romay, la fuerza desaforada de Fernando Martín, el trabajo sucio de De la Cruz, la clase de Corbalán, la visión de juego de Llorente, el contragolpe de Solozabal, el curro estajanovista de Jiménez -que cambió el concepto de “alero”-, el control de tiro y la oportunidad de Margall… Una falange alérgica al brillo individual -esa fue la clave de su éxito-, que venía de derrotar en la semifinal a nuestro Coco particular, la portentosa y chulesca selección de “Yugolavija”, con los Dalipagic, Radovanovic, Zizik, Nakic… pero sobre todo de aquel genio cabrón que tantos disgustos nos dio: Drazen Petrovic. Les laminaron y después supieron mantener la dignidad frente al “panzer” gringo a base de nervio, orgullo, sufrimiento y talento; exprimieron cada tiro, cada asistencia, cada gota de sudor, cada resquicio que nos dejaron para convertir un sueño en épica. Todavía siento el gusanillo de aquella madrugada, la ilusión, la euforia ante uno de aquellos mastodónticos televisores a color, en que nos enfrentábamos a semidioses liderados por un jovencísimo Michael Jordan, y ganamos una plata que para el país tuvo siempre el peso específico del oro. Ese verano el baloncesto español se hizo mayor, y yo, aunque no lo sabía, seguía su rastro a través de una adolescencia que entonces parecía que nunca terminaría…
Suscribirse a:
Entradas (Atom)