De
IGNACIO DEL VALLE
| miércoles, 4 de agosto de 2010 | 11:41
Deliciosa, inquietante, triste, imaginativa, destructiva, irónica esta novela de Doctorow. Ya me había fascinado con la estructura de ‘La gran marcha’, pero aquella era una de esas novelas de las que aprendes mucho pero no te emocionan. Pero este sí, este es un libro de esos que puedes releer, una extraña mezcla de la autorreferencial ‘Forrest Gump’ y la enfermiza ‘The Servant’, la película de Joseph Losey, en la que ustedes irán poco a poco extraviándose en el universo paralelo que durante décadas levantarán los hermanos Collier en su mansión neoyorquina.
Doctorow se basa en el caso real de unos hermanos que se encerraron en su lujosa mansión y tras la muerte de sus adinerados padres, iniciaron una sistemática voladura de puentes con la realidad, acumulando en el proceso cantidades ingentes de objetos, torres de periódicos, obuses sin utilizar, un Ford T, numerosos pianos, máquinas de escribir, rollos de alfombras, lámparas... así hasta cien toneladas de basura que transformaron los salones y habitaciones del palacete en un gigantesco laberinto, tan complejo como el que la locura había levantado en sus mentes. «Volvíamos a ser los mismos seres atribulados de antes, con el mundo exterior en pugna con nosotros como si hubiese retirado a sus embajadores». En principio su caso hubiera sido fácil de diagnosticar, síndrome de Diógenes, pero tuvo tantas peculiaridades que obtuvo su propio nombre: síndrome de Collier. Terminalmente perdidos en su inframundo, los hermanos acabaron muriendo uno por un derrumbe y el otro por inanición, tardando los bomberos una semana en dar con sus cuerpos. Doctorow literaturiza de manera magistral a través de la voz de Homer, el hermano ciego, y con la historia de Estados Unidos como contrapunto, lo que pudo suceder para que dos de los vástagos de una de las familias más antiguas de Nueva York tuvieran un final tan trágico como absurdo. Al final, la historia resulta una colosal metáfora acerca del peligro de confundir autonomía con aislamiento, un camino directo a una soledad que conduce a la locura. Un deslizamiento que Homer, a pesar de su ceguera, retrata con una clarividencia y una resignación admirables, sin una gota de moral, relativizando, intentando poner ante los ojos del espectador un proceso que no tiene por qué comprender, sólo te ruega que seas testigo de su tragedia y aguardes a que todo concluya, quizás con una postrera oración por su desgracia. Ni siquiera pide consuelo. Ni siquiera pide compasión. Pues ellos poseen, dice, la fortaleza de quien carece de ilusiones.