| jueves, 14 de junio de 2007 | 11:47


SHELLEY


Es para estar por encima de la Naturaleza, señor Allnut, para lo que se nos ha traído a este mundo, le decía una estricta y maravillosa Katharine Hepburn a un mercenario Bogart en La Reina de África. Al parecer, tanto Humphrey como el director, John Houston, se tomaron a pies juntillas la frase y procuraron mantenerse durante todo el rodaje a base de whisky, como nuevos Übermenschen salidos de algún sueño dipsómano de Bukowski, que el agua ya se sabe, para las ranas, porque algo tendrá si la bendicen. La misma literalidad que parecen tomarse en Cambio Radical, así como los cientos de personas que al año se operan en España: estar por encima de la naturaleza, tunear el modelo de serie que nos han colocado, corregir el diseño divino. Y a mí me parece bien. Si gracias a una nueva arquitectura de la epidermis, una oreja recortada por allí, una nariz griega por allá, unos pechos que desafíen la gravedad por acullá, una persona es capaz de sacar un billete de vuelta de esos viajes interiores, mal iluminados, turbios y solitarios que son los complejos, pues bienvenida sea. Es cierto que la belleza interior es esencial, y como en toda arquitectura que no sea de pastel, la vivienda se debe hacer de dentro a afuera, creando espacios de comodidad íntimos y resolviendo la fachada con los condicionantes impuestos en el interior. Pero nadie puede soslayar que la belleza exterior posee una irracional autoridad a la que nadie es inmune, y si ésta te la pueden regalar a cambio de unos puntos de sutura, que dónde hay que firmar oiga. Evidentemente, siempre habrá predicadores de ceniza que pontifiquen en contra, la mayoría moralistas de esos que postulan que la mayor moralidad es no procurarse la propia felicidad. Sin embargo, hay algo más en toda esta fiebre del bisturí que la búsqueda de un ElDorado de belleza y juventud. Algo más antiguo y profundo tras las novedosas y superficiales cirugías aderezadas de antioxidantes, cremas celulares, inyecciones de plasma, radiofrecuencias, cosmocéuticos… Esta nueva secta alérgica a la edad, que desafía el decreto ley de los radicales libres, lo hace dentro de la tradición humana del control, la individualidad y el poder de la voluntad. Lo imposible siempre ha sido la medida del hombre. Y al fin hemos encontrado un enemigo digno de nosotros: el tiempo. Esquivar su mordedura, torear al morlaco de la vejez, trucar la tómbola genética. Una constante, la del desafío más grande, que nos ha acompañado desde que en alguna llanura de Tanzania el primer mono sintió el impulso megalómano de erguirse. La historia entera de la humanidad no ha sido más que ese lo que sea en todas direcciones y a todos los niveles, una desmesura que ha creado una crónica de grandeza, pero también de estupidez y crueldad. Y esa hipertrofia volitiva es la que nos permitirá, me temo, enfrentarnos de nuevo al absoluto y trasplantar nuestros cerebros a nuevos cuerpos tersos y tensos, y más adelante, en otra contorsión genial, descargar nuestras mentes en máquinas para derrotar las servidumbres biológicas, viviendo en sistemas virtuales, universales, ilimitados. Sí, al fin, la inmortalidad. Ah, les aseguro que yo pagaría por ver la cara que habría puesto Mary Shelley.