Cuando algún amigo me pregunta acerca de
las mejores novelas sobre Oviedo, siempre mento la inefable Regenta -¡mucho
mejor que la Bovary!- y Jugadores de billar. En cierta manera, les comento,
tienen mucho que ver, están repletas de criaturas llenas de pesares y pasiones en una nueva
Vetusta. Aquí los camaradas se quedan un poco ojipláticos, pero el autor, José
Avello, realizó un triple salto mortal con tirabuzón y doble pirueta: ambiciosa
en todos los apartados, estructura, contenido, lenguaje… Avello nos cuenta en
26 densísimos fragmentos el devenir de un grupo de amigos cuarentones que se reúnen
en un ritual consensuado de partidas de billar, en las que en un juego de
metáforas las mismas bolas sirven para proyectar sus frustraciones y fracasos
vitales, “en el billar, cada tirada es un polígono perfecto y a la vez una
intención, un proyecto, el alma de un hombre” -por cierto, no dejen de revisar
El Buscavidas, de Paul Newman-. Entre ellos destaca Álvaro Atienza -un Bomarzo
sublimado: “toda la belleza y el amor dispersos por el mundo le son
irremediablemente ajenos e inalcanzables”, personaje tan romántico como
siniestro, que funcionará como el Rayo Verde de Verne para iluminar
repentinamente todos los rincones llenos de criaturas deformes que todos
guardamos en nuestra psique. Estos personajes, que se reúnen en el café
Mercurio, son plenamente conscientes de su fracaso existencial, y siguen
manteniendo vivos los fantasmas adolescentes mediante pequeños actos de
rebeldía, alcohol, porros, motos, y entremedias, se describe el mismo ambiente
provinciano y opresivo que Clarín desplegaba con majestuosidad un siglo antes, ya
saben, aquello de “qué dirán los vecinos” y “cielos encapotados, opresivos…
grisura sin perfiles… la ciudad, oculta bajo la humedad”. Es la crónica de
crisis privadas en un mundo todavía no invadido por las redes sociales, trufada
de tramas y subtramas, distintos niveles temporales, y con una atención
quirúrgica a los detalles y sensaciones, narrada por una voz omnisciente,
digresiva ética y estéticamente, que busca una especie de redención, la
salvación por la palabra. Como no podía ser de otra manera, también hay una
historia de amor obsesivo, a veces enfermizo, catalizado por una Beatriz de provincias: Verónica. La
novela acaba explotando en una fiesta, mostrando una especie de desnudez moral
que me recuerda a la efectividad de El último
encuentro de Sándor Márai. Un magisterio de quinientas páginas reeditado
por la editorial Trea, imprescindible para entender una época, los noventa, y
una ciudad, Oviedo, que no es más que la extrapolación de un imaginario de
autoengaños y una poética trasnochada en una Vetusta que todos, en algún
momento u otro, hemos habitado.
Cuando el general romano Lucio Cornelio Sila aplastó a los atenienses insurrectos en el 86 a.C y devastó la ciudad, unos mediadores fueron a verle y ponderaron la grandeza de Atenas y su héroe Teseo. El romano, nada impresionado, les respondió: "Marchaos a casa, locos, y llevaos vuestros bellos discursos. Los romanos no me han enviado a Atenas para estudiar historia, sino para hacer entrar el razón a los rebeldes".
Como siempre, con los romanos, pijadas las justas. Por cierto, la biografía de Sila da para unas cuantas novelas.
En uno de los últimos The New
Yorker hay un artículo de Elizabeth Kolbert, The psychology of inequality, que trata diversos estudios acerca de
la relatividad de la riqueza, que dan resultados tan inesperados como
significativos. Estos experimentos llevados a cabo por economistas concluían
que los trabajadores que descubrían que cobraban menos que sus compañeros no realizaban
proyecciones de futuro optimistas y pensaban que llegarían a ponerse al nivel
-como defienden determinadas teorías-, sino que se mostraban molestos y
valoraban menos su trabajo, dando el pistoletazo para la búsqueda de uno nuevo,
mientras que esos mismos compañeros, cuando descubrían que estaban por encima
del sueldo de sus colegas, tampoco se ajustaban a las teorías clásicas que o
bien los mostraba inquietos por la posibilidad de perder su capacidad
adquisitiva o bien se mostraban contentos por hallarse por encima del resto: se
enfrentaban a esa realidad de manera indiferente. Es decir, con las cuentas en
la mano, los que estaban en la cima no se consideraban ganadores y el resto se
consideraban directamente perdedores. Elizabeth sigue abundando en su artículo
acerca de una pregunta que parece obvia: qué es sentirse pobre. La respuesta
puede parecer evidente, pero si se considera que en muchos casos la medición de
la riqueza se realiza en comparación con el resto, la contestación no queda tan
clara. Y sí, les adelanto que es posible ganar muchísimo dinero y sentirse
pobre. Durante las entrevistas que se hicieron en una franja privilegiada de NY
-y hablamos de ingresos entre los quinientos mil y dos millones de dólares
anuales, que en algunos casos subía hasta los ocho millones-, los interrogados
no parecían sentirse excepcionalmente bien situados, porque tenían en cuenta
que su vecino de casoplón tenía un avión privado, y eso, según ellos, sí era
estar forrado -a saber lo que pensaría el tipo del avión del que tiene un avión
y un yate, y así hasta el infinito-. También resultaban desconcertante las
conclusiones acerca del comportamiento: quienes se sienten pobres tienen más
tendencia a comportamientos de riesgo -por ejemplo, en las apuestas-, mientras
quienes se sitúan en franjas más estables de ingresos son conservadores.
Evidentemente, estoy resumiendo a grandes pinceladas todo lo que se cuenta,
pero, de todo, me quedo con uno de los múltiples epílogos que finalizaban los
experimentos: cuando le dijeron a una de las señoras entrevistadas que se
hallaba entre el uno por ciento de la personas más privilegiadas del país, ella
destacó que sí, pero que se hallaba en el mismísimo fondo de ese “uno”, y subrayó
“la diferencia entre la base y la cúspide de ese uno por ciento es enorme”.
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