¿Cómo ayuda el
arte en la construcción de la democracia? Ese es el tema de uno de los ensayos
más estimulantes que he leído últimamente. Manuel Vázquez Montalbán analizó en
su “La literatura en la construcción de la ciudad democrática” una serie de
parámetros que configuran la libertad, y se remonta hasta Caín y su ciudad
cuadrada, voluntad de orden, de estabilidad, para comenzar un apasionante
viaje. Desde la Ciudad de Dios agustiniana, la idea se vuelve progresivamente laica con Bacon, Dante y Campanella, aspirando a la urbe perfectamente
organizada de Le Corbusier. En el interregno, Vázquez Montalbán se da un paseo
terrible por las utopías socialistas, el esplendor de los años veinte en el
Moscú revolucionario con Tatlin, Kandinsky, Chagall, Maiakovski, Rodchenko,
Meyerhold, Pasternak, Eisenstein, Filonov, Bunin, Esenin… que conformaron una
década prodigiosa, guardianes de una estética revolucionaria hasta que fueron
en unos casos laminados y en otros exiliados por el oficialismo de Stalin. La
conversión de la imaginación en un pisapapeles. También resulta enjundiosa la
reivindicación de la literatura de los cincuenta en España, a menudo ninguneada
pero que ya entonces inició la necesaria dialéctica -en muchos casos jugando al
escondite con la censura- que coloca los ladrillos de la libertad. La sociedad
franquista no era una foto fija, y gracias a la conciencia transformadora que
se fue abriendo paso, los Blas de Otero, Cela, Castellet, Aldecoa, Hortelano,
Gil de Biedma… se enfrentaron a la escuadra y cartabón oficiales a base de una
mirada distante, de una experiencia individual y una mirada crítica. Con la
llegada de la democracia las cosas se enredan, el realismo social colapsa, y
brotan los faraones del estilo, Benet y Goytisolo, sátrapas y ensimismados,
junto con nombres como Mendoza o Marsé, todos en las antípodas de sus
respectivas creaciones pero que conspiraban por esa pluralidad, esa libertad
estética cuya traducción política era la democracia. Y con ellos llega la
neoburguesía, el capitalismo rampante, y los sistemas de control que en el
franquismo eran obvios ahora se vuelven invisibles bajo la forma del control de
la imagen y la abundancia de bienes, la narcotización del mecanismo
placer-insatisfacción-placer. Aquí el arte ha de enfrentarse a un nuevo enemigo,
el totalitarismo democrático, cuestionándose las estructuras de una ciudad que
se buscó con tanta ilusión como ahínco: la renovación surge de la novela
policíaca, la narratividad frente a la pirueta, el retrato moral del nuevo
orden social, la denuncia del hipercapitalismo, un cañonazo a la línea de
flotación de una literatura tan estética como inoperante. Y esa, como dicen en
las películas, es otra historia. En todo caso les animo a leer este ensayo,
contiene más sorpresas, confesiones personales, teoría y práctica literaria,
consejos… Una joyita, como diría Modiano.
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