Así era como se
autodenominaba Lutero, la mosca cojonera de Roma, el revisionista del dogma
católico. La biografía de Lyndal Roper sobre Martín Lutero aporta mucha luz
sobre este personaje que se jugó el pellejo frente al mismísimo emperador
Carlos en la Dieta de Worms, con su denuncia de la corrupción y la decadencia
de las instituciones cristianas. Una iglesia que tenía su particular “impuesto
revolucionario” en la venta de indulgencias y tiques para contemplar las
reliquias de los santos -el príncipe de Maguncia poseía19.000 fragmentos de
huesos sagrados-, como un sistema de financiación cuasimafioso, y que Lutero
llegó para denunciar. En un mundo donde las campanas de las iglesias repicaban
las noches de tormenta para ahuyentar a sus causantes, demonios y brujas,
Lutero se movía en una compleja red de convicciones e intereses políticos y
económicos que a punto estuvieron dar con su cabeza en un cesto. La salvación
por la fe, como él defendía, sin la necesidad de la práctica laberíntica de
indulgencias y confesiones, ni diezmos, ni misa dominical, ni catecismo…
eliminaba del tablero de juego a los intermediadores, es decir, sacerdotes e
iglesia. De hecho, representaba el mismo peligro para la fe que siglos antes
los presocráticos, con su famoso silogismo ser
es ser percibido, y qué paradoja que ciertas órdenes como los franciscanos
se rozasen también por momentos con el heresiarca y su conciencia sobre el
descarrío del despilfarro y los sacramentos inútiles. Ya digo, una época
apasionante y peligrosa, con Martín Lutero alimentando las calderas de un siglo
cuyos cambios se producían a toda velocidad -especialmente los científicos-,
mientras se rompían los corsés medievales y se proyectaba la centuria hacia la
modernidad. Como hombre paradójico que era defendía que el sexo no era un
peligro para las creencias -él mismo se casó, como buen precursor del
calvinismo-, al mismo tiempo que despotricaba contra los judíos, defendía la
igualdad de la mujer mientras daba por bueno que Cristo se encarnaba
literalmente en la hostia, defendía que los monjes eran completamente santos al
tiempo que aseguraba que los corazones estaban llenos de odio, miedo e
incredulidad. Lo que queda claro cuando se cierra el libro es que, al margen de
contrasentidos, y como decía Victor Hugo, no hay nada más poderoso que una idea
a la que le ha llegado su tiempo.
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