En una película
muy interesante, Billy Lynn, dirigida por Ang Lee, uno de los soldados que
realiza una heroica gira por Estados Unidos, se siente totalmente frustrado al ver la ausencia de compromiso con la realidad que tienen muchos de sus
compatriotas, en concreto respecto al hecho de que ellos están muriendo en
Irak. Finalmente, uno de sus compañeros le desvela: Tienes que darte cuenta de
que estamos defendiendo una nación de niños. En ocasiones, yo también albergo
esa sensación al ver las declaraciones tan insustanciales como suicidas que
ponen en jaque el derecho del Estado a ejercer la coerción, ergo -en algunos
casos- la violencia. Son los mismos escrúpulos de monja ante el envío de tropas
francesas a combatir las animaladas de los yihadistas, o el escándalo ante los
fusiles de asalto G36 que portan los cuerpos de seguridad. La vida, lo real, no
se basa en poner fotitas en Instagram o chorradas en Twitter; la vida, lo real,
tiene consecuencias que no podrás detener bloqueando al seguidor. Cada derecho
conlleva una responsabilidad, y su concesión implica una exigible lealtad: toda
vez que esa lealtad queda traicionada, el derecho queda anulado, porque el
contrato social es ineludible. Ya el mismo Cicerón afirmaba que somos esclavos
de la ley para ser libres, también John Locke: "donde no hay ley no hay
libertad", y Rousseau determinaba que somos tanto individuos particulares como
ciudadanos, y en ese previsible choque de intereses es la coerción estatal
quien estabiliza el sujeto colectivo, el contrato, la sociedad. La ecuación es
sencilla: soberanía nacional igual a parlamento igual a un estado que protege
ambos. A lo mejor estamos demasiado
acostumbrados a la ausencia de consecuencia, a una dialéctica de mesa camilla,
y cuando la policía se ve obligada a hacer cargas para defender esa sujeción de
todos los ciudadanos a la ley, las críticas que se desatan son de una
hipocresía inaudita, porque somos nosotros mismos los que delegamos ese
monopolio de la fuerza. La libertad nunca es gratis, ya lo dijo Rosa Parks, y el precio se paga en Omaha
Beach, entre las ruinas de Raqa, desde un F-18 sobre Belgrado, con un toletazo
o una pelota de los antidisturbios… Quien no sea consciente de esto puede
seguir subiendo consignas estúpidas y fotos a las redes sociales, pero, como escribía
Philip K. Dick, la Realidad es aquello que, incluso cuando dejes de creer en
ello, sigue existiendo y no desaparece.
¿Qué hombre no se ha inclinado a velar el sueño de su hijo,
para meditar cómo mirará ese rostro el suyo cuando esté frío,
o ha pensado, mientras su propia madre le besa los ojos,
en cómo sería su beso cuando su padre la cortejaba?
Así era como se
autodenominaba Lutero, la mosca cojonera de Roma, el revisionista del dogma
católico. La biografía de Lyndal Roper sobre Martín Lutero aporta mucha luz
sobre este personaje que se jugó el pellejo frente al mismísimo emperador
Carlos en la Dieta de Worms, con su denuncia de la corrupción y la decadencia
de las instituciones cristianas. Una iglesia que tenía su particular “impuesto
revolucionario” en la venta de indulgencias y tiques para contemplar las
reliquias de los santos -el príncipe de Maguncia poseía19.000 fragmentos de
huesos sagrados-, como un sistema de financiación cuasimafioso, y que Lutero
llegó para denunciar. En un mundo donde las campanas de las iglesias repicaban
las noches de tormenta para ahuyentar a sus causantes, demonios y brujas,
Lutero se movía en una compleja red de convicciones e intereses políticos y
económicos que a punto estuvieron dar con su cabeza en un cesto. La salvación
por la fe, como él defendía, sin la necesidad de la práctica laberíntica de
indulgencias y confesiones, ni diezmos, ni misa dominical, ni catecismo…
eliminaba del tablero de juego a los intermediadores, es decir, sacerdotes e
iglesia. De hecho, representaba el mismo peligro para la fe que siglos antes
los presocráticos, con su famoso silogismo ser
es ser percibido, y qué paradoja que ciertas órdenes como los franciscanos
se rozasen también por momentos con el heresiarca y su conciencia sobre el
descarrío del despilfarro y los sacramentos inútiles. Ya digo, una época
apasionante y peligrosa, con Martín Lutero alimentando las calderas de un siglo
cuyos cambios se producían a toda velocidad -especialmente los científicos-,
mientras se rompían los corsés medievales y se proyectaba la centuria hacia la
modernidad. Como hombre paradójico que era defendía que el sexo no era un
peligro para las creencias -él mismo se casó, como buen precursor del
calvinismo-, al mismo tiempo que despotricaba contra los judíos, defendía la
igualdad de la mujer mientras daba por bueno que Cristo se encarnaba
literalmente en la hostia, defendía que los monjes eran completamente santos al
tiempo que aseguraba que los corazones estaban llenos de odio, miedo e
incredulidad. Lo que queda claro cuando se cierra el libro es que, al margen de
contrasentidos, y como decía Victor Hugo, no hay nada más poderoso que una idea
a la que le ha llegado su tiempo.
Después del chiste
que significó el Nobel al señor Dylan -lo que abrió la puerta a cualquier
oficio folklórico que se les pueda pasar por la cabeza, porque ni siquiera como
poeta llega-, la Academia ha optado por lo que algunos denominarán un perfil
conservador, cuando de lo que único que se trata es de dar el premio a la
materia para el que fue concebido: literatura. Curiosamente se lo ha concedido
a uno de los grandes admiradores de Dylan, Kazuo Ishiguro, que formó parte de
ese dream-team británico que juntó a McEwan, Amis, Barnes, Rushdie… y que le
dio un poco de mambo a la narrativa británica de los ochenta. Le descubrí como
mucha gente leyendo la novela “Lo que queda del día” tras ver la adaptación
cinematográfica protagonizada Emma Thompson y por Anthony Hopkins. Y allí
estaba de nuevo la escena que me estremeció, el momento tan delicado como
demoledor en que el mayordomo Stevens, tras una vida de pulcritud y dedicación,
se resiste a dejarle ver el libro que lee a la señorita Kenton, en un acto casi
de violación espiritual, mostrando toda la tristeza y desamparo que ocultaba
una fachada rígida e impecable. La novela es precisa -con esa exactitud
aprendida de Henry James: no dejen de leer “Los europeos”-, elegante, y te toca
el corazón. Luego leí otras que no me entusiasmaron tanto, Cuando fuimos
huérfanos, Nunca me abandones… y me quedé con ganas de leer El gigante enterrado
-ese extraño revival artúrico- pero lo que resulta de recibo es que Ishiguro es
un escritor -y no un experimento social de la Academia- a quien se puede
premiar, aunque le den un galardón de tal fuste un poco prematuramente. Este
autor tiene una característica que a mí me gusta, y que puedo identificar en
otras plumas como la de Doctorow: la capacidad para arriesgarse en cada novela.
Ahora bien, la diferencia con el americano es que los saltos de Ishiguro
siempre son con red: el desconcierto lo causa no con el experimentalismo, sino
con los cambios de registro pero siempre dentro de una legibilidad clásica, o
bien haciendo las cosas a destiempo. Me explico: nos puede contar una novela
victoriana con la mirada del siglo XX, distopías utilizando herramientas
canónicas, o puede escribir sobre vampiros cuando hace años que ha pasado la
moda de Amanecer. La redención, la identidad, la ausencia de figuras paternas,
los recuerdos que pueden consolar o pueden hundirnos, siempre manipulados por
una memoria que los somete a muchas atmósferas de presión, son sus temas
predilectos, y escribe a su ritmo, o sea, poco. Respecto a la pachorra,
Ishiguro responde que no cree tan necesario escribir mucho como aportar algo
diferente en cada creación. Y yo creo que eso va a misa. También maneja una
técnica que a mí me fascina, el narrador poco fiable, y volvemos de nuevo a
Henry James y su “Otra vuelta de tuerca”, en la que al final no sabes quiénes son
los fantasmas, como en El sexto sentido o Los Otros. En ese vaivén Oriente-Occidente que caracteriza a la Academia, se comentará el ninguneo a
Murakami -que a este paso va a ser tan legendario como el enfilamiento que le
profesa Boyero a Almodóvar-, que a mí, sinceramente, no le veo estatura para un
Nobel, pero cada uno tiene sus gustos, y por eso hay ferias. No quiero terminar
este artículo sin romper una lanza por esos escritores que se merecen el Nobel y
año tras año se llevan la decepción, y más teniendo en cuenta que se les acaba
el tiempo: Philip Roth, Juan Marsé, Milan Kundera, Stephen King, Cormac
McCarthy, Charles Baxter, Ismail Kadaré… Y sí quiero terminar este artículo
haciendo una apuesta por quienes lo pueden ganar el futuro: Jeffrey Eugenides,
T. C. Boyle, Dennis Lehane, Colson Whitehead, Alessandro Baricco, Emmanuel
Carrére…
Y de repente 94
nazis han entrado en el Bundestag. Los británicos, que llevaban décadas con una
patita fuera, sacan las dos. Los húngaros sufren tics supremacistas. Una parte
de Cataluña se quiere ir. Etcétera. ¿Tan corta es la memoria? No hace ni
treinta años que en Yugoslavia se produjo una guerra con campos de
concentración tras la atomización del país. El resultado fue la centrifugación en
seis repúblicas soberanas cuyo peso específico internacional, a día de hoy, es
que siguen jugando estupendamente al baloncesto. Si un estado nación como
España se desintegra, el efecto dominó se llevará por delante una construcción
tan frágil como es Europa, en cuyo seno se ha producido el mayor periodo de paz
y bonanza de toda la historia. A lo mejor es que el estado narcótico que
produce el bienestar incita a anhelar aventuras épicas, a cantar la Ilíada como
se canta Els Segadors, olvidando que la verdadera gesta europea es haber
logrado que haya Seguridad Social y que los supermercados estén llenos. Antes
del interrail, y de las pensiones, y de los souvenirs, y de la exigencia de tus
derechos y de los Ave y de los Juegos de Barcelona con la Caballé y Mercury dándolo
todo, en Europa lo que había eran pestes y carnicerías -solamente en el siglo
XVII hubo once conflictos diferentes que implicaron a la mayoría de los
países-. Recuerdo un fragmento estremecedor de los diarios de Sebastian Haffner
sobre la situación alemana en Weimar: “hubo un momento, que duró tres años,
entre el 26 y el 29, que el país se estabilizó y los negocios funcionaban y
hubo una razonable porción de calma y orden, incluso de aburrimiento. Todo el
mundo hubiera podido ser feliz. Pero sucedió algo extraño, no se supo qué hacer
con el regalo de poder disfrutar de una vida privada en relativa libertad, como
si los alemanes no supieran cómo emplearla y necesitasen de emociones fuertes,
de sensaciones intensas de amor y odio, de júbilo y tristeza, todo acompañado
de pobreza, hambre, muerte, confusión, peligro…”. El resto se lo pueden
imaginar. ¿Tan mal le ha ido a España en estas décadas? ¿Tan mal han vivido los
catalanes en el seno de un estado nación imbricado con un ente supranacional
que ejerce de blindaje contra amenazas externas e inestabilidades económicas?
Desde luego, Europa no ha robado a España, y por supuesto ningún español ha
robado ni un céntimo a los catalanes. Mi impresión es que no se ha sido capaz
de conectar todos los factores antedichos en un mapa cristalino para que cada
uno de los ciudadanos de este país tengan claro que, como decían los antiguos
mapas acerca de las zonas peligrosas o inexploradas, a partir de aquí,
dragones.
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