Cada vez que albergo alguna duda existencial, acudo a mi oráculo privado: mi peluquero. Hola, Gerardo, ¿cómo estas, Ignacio? Esta vez me lo dejas corto por los lados y largo por arriba. ¿Ya no vas a dejar melena? Se me pasó la crisis de los cuarenta. Tienes otra a los cincuenta. Cuento con ella, oye, que dice Rajoy que se acabó la crisis, la de verdad, ¿qué se cuenta en la peluquería? Gerardo me pone música clásica, chasquea la tijera y empieza a cortar. Básicamente, que son unos atletas de la mentira, Ignacio, no se cansan, su desfachatez no tiene límites. Por eso la gente está cansada, ni siquiera hablan ya de mujeres, y eso, en una peluquería de tíos, es casi como un signo del fin del mundo. Además lo que noto es que si antes había un cliente en la silla y otros esperando, cuando sale el tema político, el que aguarda turno ahora mete la cuchara en la polémica, cuando antes evitaban los conflictos. La gente opina y no se corta, y tampoco ocultan sus problemas, la hipoteca, el trabajo, cuando habitualmente se maquillaba. Es muy indicativo. Está roto el contrato social, apostillo, y ni siquiera sacan lecciones de Churchill, que aseguraba que cuando la cosa está verdaderamente jodida, hay que decir la verdad al personal. Gerardo se lo piensa, me hace las patillas, mira, Ignacio, otra cosa curiosa es la desorientación de los clientes. Mis parroquianos de Venezuela andan acojonados con Podemos, yo les digo que estamos en otro marco político, pero eso no les consuela, y el resto de españoles empieza a verles las orejas, eso cuando no confunden a Pablo con Julio Iglesias; UPyD e Izquierda Unida han desaparecido de las conversaciones; nadie cree al PSOE y al PP, pero esto es como los yogures, te aferras a la marca conocida, y lo gracioso es que nadie se lee los programas y repiten como loros la propaganda oficial. Gerardo se queda pensativo: sí, abunda, la tele todavía tiene mucho peso. Es lo que hay, digo, mientras perfila los últimos retoques con una navaja. Pero sabes lo que de verdad me da pena, dice de repente Gerardo, lo triste es que la gente quiere creer en algo, de verdad lo desean, pero cada vez es más y más difícil. Se queda pensativo: sí, mucho, Ignacio, mucho.
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