Aquí estamos de cuerpo presente en la faraónica delegación del Principado de Asturias en Madrid. Le presenté su excelente libro de relatos Uno no gana para sustos a José Luis Espina. Creo que lo pasamos bien. Muchas gracias a Olaya por la organización, y a Miguel Munárriz porque es Miguel Munárriz.
Alguien dijo alguna vez que nacemos incendiarios y morimos bomberos. Bueno, eso es cierto en parte. Hay algunos que a punto de palmarla todavía siguen bebiendo gasolina y escupiendo fuego. Ese es el caso de Raphael. Efectivamente, yo me declaro sin paños calientes admirador de Raphael, de toda la vida, como se suele decir. Es más, Sinatra siempre me ha parecido una medianía en comparación con el niño de Linares. Porque Raphael, para lo bueno y para lo malo, es el exceso, el kitsch, como una de esas novelas grandiosas, monumentales, ubérrimas, bichos poderosos y pesados con grandes fracasos y grandes aportaciones ante los que no hay más salida que quitarse el sombrero porque, aunque tú no te la creas, ella se lo cree por ti, se lo cree por todos.
El mundo cambia, Raphael no. No tiene por qué. Ha sobrevivido a su éxito, a imitadores, a críticos, a las modas, incluso a una enfermedad hepática con la insistencia cabezona de un espermatozoide triunfador. A Raphael hace tiempo que todo se la suda, se limita a sonreír y a perseverar en su ser spinoziano. Nadie nos amará como él, nadie desenroscará bombillas virtuales como él, nadie hará de drama queen como él, nadie se emosionará con s tanto como él, hace tiempo que su reino no es de este mundo -ni de ninguno conocido ni por conocer, me temo-. Porque Raphael sigue a pies juntillas la afirmación de Pessoa de que para ser grande, hay que ser entero, ser todo en cada cosa, ponerlo todo, sin excluir nada.
Inacabable, fastuoso, quimérico y cursi, ahora que celebra sus cincuenta años en el mundo de la música contaré la anécdota que siempre cuento sobre él. Es decir, la resolución de uno de los grandes misterios de la Humanidad, a la altura de las pistas de Nazca o el ya descriptado Teorema de Fermat: ¿por qué el cantante escribe su nombre con una ph en vez de con f? Cuando tenía 14 años, acompañado por Paco Gordillo, su mánager, se presentó en la Phillips para que le hicieran una prueba de voz. El adolescente que quería triunfar en la música se quedó mirando el rótulo luminoso. ¿Por qué Phillips se escribe con ph y se pronuncia con f?, se preguntó. Allí mismo decidí, cuenta el incomparable artista, que para triunfar de verdad, o sea, en todo el mundo, mi nombre artístico debía ser Raphael. ¿Qué me dicen, eh? Es estúpido. Es genial. Es definitivo.
Aquí les dejo una versión espléndida de Como yo te amo de los Niños Mutantes.
Si alguna vez tuviese la suerte de crear una novela como la tuya, sera la niña más feliz del mundo. Espero que tengas muchsima suerte en tu carrera literaria y que seas también muy feli con tu éxito.
Muchos besos
Les voy a contar un cuento. No es necesario empezar por érase que se era, vamos directamente al meollo, a la época del desmoronamiento de la Unión Soviética en que el crimen campeaba masificado, sin barreras definidas, camuflado en todos los pliegues del conjunto social, inabarcable y podrido. De la noche a la mañana millones de rusos se encontraron por debajo del umbral de la pobreza debido a la hiperinflación –el rublo era un mendigo y el dólar su rey-, registrándose una gigantesca carrera por la supervivencia en la que se dio un aumento espectacular de la delincuencia organizada y las guerras en el Cáucaso que asolaron el territorio. En este entorno mortífero surgió una nueva clase de delincuente, unos señores que aprovecharon el vacío de poder para desvalijar los bienes del Estado y robar industrias enteras, bombeando una corriente de oro hacia paraísos fiscales lejos de Rusia, al tiempo que adornaban sus fechorías con una orgía de consumo digna de los zares y unos comportamientos tan decadentes que harían enrojecer a Calígula. Se llamaban los oligarcas. El método para forrarse fue tan elegante como sencillo. El llamado gabinete kamikaze de Yeltsin desmanteló el contrato social soviético y liberalizó los precios sin ningún tipo de control. Casualmente, liberalizó todo lo que afectaba al ciudadano de a pie, el pan, la vivienda… pero no lo que tocaba a los empresarios, el petróleo, el gas natural, los diamantes y los metales. Así, los malhechores podían adquirir todo esto al antiguo precio protegido soviético y venderlo al precio de mercado en el extranjero. En algunos casos, el precio inicial era cuarenta veces menor. ¿Van cogiéndolo? Si tú compras a un dólar en Siberia y vendes a cuarenta en Estonia, te puedes ir descojonando del Tío Gilito. Pero hay más.