Después querían que fuésemos un país
moderno: alquilen, decían, no se metan en una hipoteca, lo importante es la
movilidad, tener capacidad de resiliencia y perderse en el horizonte contra un sol
escarlata en busca del siguiente destino. Lo creímos, y ahora San Juan está
cantando en Patmos la apertura de un nuevo sello: el delirio de los
arrendamientos. Con los sueldos más congelados que la naricita de Frozen, los
alquileres están subiendo un 40% en Madrid y un 50% en Barcelona. Los burofaxes
anunciando que los arrendadores no quieren prorrogar los antiguos contratos
vuelan como drones avariciosos, anunciando que o pagas la disparatada subida
que se plantea o te vas a la puta calle. Los impagos y los desahucios se
multiplican, y veremos en qué acaba todo esto. La antigua prudencia en la que
se prefería un buen pagador a unos cuantos euros de más, ha dado paso a la
avaricia más fraudulenta con el entusiasmo suicida de quien compra un bitcoin.
Se habla de inversores extranjeros, de fondos buitre, de pisos turísticos, de
mágicos venezolanos con los bolsillos llenos de diamantes, de la clásica falta de
oferta y exceso de demanda, de precios hibernados durante la crisis, de leyes
de flexibilización, cuando este es el viejo cuento del egoísmo. La burbuja
crece y, como siempre, cuando estalle, se llevará por delante unas cuantas
cosas, la dignidad lo primero. El movimiento sísmico empezará a remitir
seguramente cuando los bancos comiencen a dar créditos masivos y las familias
se metan a comprar pisos, con lo que los pisos de alquiler se irán al carajo y
unos propietarios que querían sacar no solo dinero, sino una libra de carne, se
quedarán con un palmo de narices y las llaves de sus propiedades. Pero,
mientras tanto, la tragedia, el abuso, la “indignidad”, y el Estado que no da
un palo al agua, cuando debería de estar tomando cartas en el asunto, protegiendo,
eso sí, en mayor medida a los propietarios de una manera legal para dinamizar la oferta,
dando ayudas en el IRPF, creando censos de pisos de alquiler o poniendo en el
mercado más vivienda social. De momento, como en el texto de Juan, aún nos
quedan las trompetas, los dragones, las bestias y copas, las prostitutas y la Caída de
Babilonia, pero hasta que llegue la Derrota y se produzca el Advenimiento de la
Nueva Jerusalén, aquí vamos a sudar sangre y disgustos.
Estoy seguro de que si todavía
no han disfrutado de esta joya, será porque, como un servidor, no tenían ni la
más remota noticia de que existía. La editorial Montesinos desenterró esta
novela de Ramón J. Sender, que cuenta la epopeya de los almogávares en la
expedición de ayuda al emperador Andrónico contra los turcos. Épica,
catástrofes, crueldades, amores… esta crónica lo tiene todo, pero en lo que
realmente destaca es en el tratamiento de los personajes. Princesas-niña con
pensamientos tan brillantes como retorcidos; diálogos enjundiosos, a veces
absurdos, a veces iluminadores, entre los héroes, complejos, inesperados, en
algunos casos tan sangrientos como sentimentales. Hay líneas absolutamente
inolvidables: La virtud es difícil cuando hay aburrimiento de por medio/hay
ciertos odios que son a la vez un difícil y laborioso amor/ no solo hay que ir a guerras que sabes que vas a ganar, sino también a las que tienes la certeza de
que vas a ser derrotado/te odian porque crees en la felicidad/se movía como si
ocupase un tiempo distinto al de la otra gente. La corte sofisticada y excesiva
de Bizancio produce seres casi inmortales, seres retorcidos, seres intrigantes, seres sugestivos, seres letales. Se describe un mundo
consciente, pero también otro que se mueve bajo ese nivel, llenos de atisbos y
matices. Por supuesto hay batallas, y un conocimiento exhaustivo de cómo se
conducen los guerreros en ellas -aunque se sitúen los almogávares en un nicho
artificialmente invencible-, pero la novela va mucho más allá del género: Roger
de Flor, el jefe de las huestes aragonesas que desembarcan en las costas de
Bizancio, no solo lleva un refuerzo militar contra el asedio turco en Anatolia, sino todas las contradicciones de un paladín ético, que debe encauzar una tropa
propensa a la hecatombe al grito de Desperta Ferro. Yo soy hombre de paz, se
lee en la novela, pero dónde hay paz en el mundo. Faltan doscientos años para la caída de Constantinopla, pero hasta ese momento, no dejen de seguir el avance
de este ejército onírico, brutal, romántico, que será objeto de traiciones y
venganzas, y que a su vez devastará Tracia y Macedonia, para acabar
instalándose en Atenas y Neopatria durante casi un siglo. Mientras, la princesa
María le escribirá cartas de amor a Roger, contándole que toda esa sangre que
ahora escandaliza será arrastrada por la lluvia, como si nunca hubiera habido
tal devastación, y al final, le susurra a su amado que cuando le escriba,
aunque use una lengua diferente, si le habla de amor, lo entenderá todo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)