| domingo, 17 de junio de 2007 | 19:57


INFERNO

No, no voy a hablar del sabrosísimo libro de Strindberg, sino del infierno de toda la vida, chamuscado y tétrico, con el que se castiga ad aeternum la perfidia humana. Benedicto XVI ha decidido resucitar el mito del Averno, presumo que incluso cogiendo por sorpresa a un amodorrado Luzbel. El infierno, como todo mito poderoso, pervive en la memoria de la comunidad más allá del tiempo y la historia, y define las ensoñaciones y anhelos de los mortales; en este caso, resulta un artefacto fantástico para pastorear a los fieles de cualquier religión, ya sea política o religiosa, porque el miedo es el más eficaz factor de socialización y sometimiento. No entro en las razones últimas por las que Roma ha optado por este súbito movimiento trilero de dondedijedigodigodiego, pero sí en el sentido. Es decir, si tenemos en cuenta que la naturaleza no es el reino de la armonía y la ley, sino de la chapuza, el azar, la crueldad y el oportunismo, ¿qué sentido tiene añadir más dolor? En un mundo de hooligans nucleares, de madres que tienen que pedir tutela oficial contra sus hijos, de cayucos náufragos, de atentados en aeropuertos, de biosferas degradadas, de desplomes de Bolsa, de marines que circulan en un cinta de Moebius como patos en un tiro al blanco de feria… ¿qué sentido tiene desempolvar atrabiliarios látigos de inquisidor, calderas humeantes, llanto y crujir de dientes, el fétido aliento de los condenados? La labor natural de la Iglesia es consolar, y esa es la Iglesia que todos admiramos, la que se protege de sí misma y no pretende seguir manteniendo un sol pregalileista dando vueltas alrededor de la tierra. La misma iglesia que vivaquea en medio de la desgracia y abre cocinas económicas, subvenciona convoyes humanitarios, envía misioneros a la boca del lobo, y hace que los vampiros se pongan más pálidos de lo que habitualmente suelen estar. Por ello, por el sentido, la idea misma de un infierno que no sea más que un elemento folklórico al que perdonamos la vida como si fuera uno de esos toros negros de Osborne que adornan los horizontes de España, porque llevan ahí mucho tiempo, porque incluso hacen bonito, se me antoja absurda. Igual que le debió de parecer al místico y literato andaluz del siglo XII, Ibn al-Arabi, que no tuvo la suerte de poder expresar su opinión en un artículo y debió construir una argumentación muchísimo más elegante y sutil que la mía para decir lo mismo, sobre todo porque corría el riesgo de que le cortasen la cabeza por hereje. Ibn al-Arabi sostuvo frente a los alfaquíes que, en el Día del Juicio (Kiyamat al Kiyama), la inmensidad del amor divino transmutaría el tormento de aquellos condenados en la Gehenna en una perdurable felicidad: convertidos en seres ígneos, como hay criaturas empíreas o acuáticas, los réprobos no sólo vivirían felices en su elemento, sino que sufrirían si tuviesen que abandonarlo, pues sería su estado natural. Lo dicho. Otro día hablamos de Strindberg.

1 comentarios:

Begoña Argallo dijo...

Creo que mis Papas se han terminado con Juan Pablo II. Ese hombre cuya sonrisa le precedía en todos los países cuando se agachaba para besar el suelo. Esa imagen de hombre conciliador, de defensor de algo que creía. No se porqué pero hacía intuir que tenía una tremenda paz interior. Ya nada es lo mismo. No para mí.