Yo creo en América. América me ha hecho rico… Desde los
primeros fotogramas de la película en los que Amérigo Bonasera le suelta su
filípica a Vito Corleone, sabías que estabas viendo algo grande. Hay algo
clásico en sus imágenes deslumbrantes, en sus diálogos perturbadores… Habla
Tácito en las primeras páginas de sus anales diciendo que lo primero que hizo
Tiberio al ser emperador fue mandar matar a su hermanastro, suena a Flavio
Josefo contando cómo Antípatro se abrió la túnica y aseguró que él no tenía que
hablar porque ya lo hacían sus cicatrices. Cada personaje habla de nosotros, de
cómo vivimos y morimos, del éxito y la humillación, de la estupidez y el
sentido común, del amor y la traición… Ahora se cumplen 45 años de una de las
obras de arte más importantes del siglo XX, y los protagonistas -faltaron John
Cazale y Marlon Brando por fuerza mayor- se sacaron una foto en el festival de
Tribeca. A partir del último sonido de la claqueta, fue muy fácil que las
siguientes décadas el lenguaje popular se impregnase de sus diálogos que, como
decía Preston Sturges, son esas cosas brillantes que te gustaría haber dicho
pero que en su momento no se te ocurrieron. ¡Y vaya si las dijimos! Solo los
autistas o los que no toman partido -y esos, según Dante, van directos a la
peor zona del infierno- no ha soltado en alguna ocasión, “Un hombre que no pasa
tiempo con su familia no puede ser un hombre de verdad”, “Mi padre le hizo una oferta que no pudo
rechazar...”, “Trata de pensar como la gente a tu alrededor y sobre esa base
todo es posible”, “Senador, ambos somos parte de la misma hipocresía, pero no
la extienda a la familia”, “El poder agota a los que no lo tienen”, “Dinero y
amistad… agua y aceite”, “Sé que fuiste tú,
Fredo, me destrozaste el corazón…”, “Si algo nos ha enseñado la historia es que
se puede matar a cualquiera”, “Deja el arma, coge los canoli”. Mi madre siempre
me repitió que, siendo un crío hiperactivo, de las pocas ocasiones en que estuve
tres horas quietecito fue cuando con tres años me llevo a ver El Padrino en un
cine de Ribadesella. Hace también tres años, durante una estancia en casa de
unos amigos en Long Island, tuve que cuidar a su hijo de un año y tampoco se
paraba quieto. Puse la televisión por cable y había un bucle con la trilogía de
El Padrino. Coloqué a Alessandro recto en el sofá, subí el volumen y le puse la
escena en que Michael Corleone visita al señor Vitelli, el padre de Apollonia,
para pedirle su mano y le revela quién es: “Algunas personas pagarían mucho por
esa información, pero entonces su hija perdería un padre en lugar de ganar un
marido”. Miré a Alessandro, era incapaz de apartar sus ojos de la pantalla, y
yo respiré tranquilo. La nueva generación de devotos estaba garantizada.
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