Las ciudades son orgánicas, nacen, crecen, se reproducen y en ocasiones mueren como seres vivos, y en este ensayo de Marcel Pöete publicado por KRK, “Introducción al urbanismo“, se repasa esta evolución desde Babilonia y Grecia hasta conformar el árbol genealógico de las urbes que habitamos. Fue escrito hace un siglo, pero mantiene una frescura que no le quita un ápice de rigor. Multitud de disciplinas, economía, arquitectura, geografía, historia… se entrecruzan para formar un retrato preciso de la ciencia citadina. Por sus páginas se suceden la “Arquitectura” de Vitrubio, fragmentos de la Iliada, comedias de Aristófanes, la silueta del París del año 1200; las capas infinitas de Troya, la Constantinopla capital de tres imperios, el magnífico pasado de Venecia, la decadencia de Brujas, el empuje de Amberes en una época en que Londres era prácticamente un villorio. El autor habla de “las lágrimas de las cosas“, casi en un antecedente del famoso reproche que le hace un Replicante al Tiempo con su “lágrimas en la lluvia”. En otros momentos parece que estamos en un cuento de Italo Calvino o Giorgio Manganelli al clasificar la tipología de las ciudades ya sean para tomar las aguas, nidos de águila feudales, ciudades democráticas helenísticas, urbes en cruces de ríos o vados, fronteras entre tierra fértil y desiertos, santuarios religiosos, acrópolis fortificadas… Resulta interesante el proceso mediante el cual las almendras duras de las ciudades van poco a poco extendiéndose a través de los suburbios que se acumulan alrededor, y que a su vez se transforman en almendra. Esa dialéctica que se produce entre las endogamia de las murallas y la corriente exterior que vivifica las urbes. Trazados regulares o etruscos como los de Nueva York, ondulantes y flexibles como ciertas partes de París, curvados mientras se resiguen las antiguas murallas. Una de las lecciones más eminentes de este libro ya la adelanta Tucídides cuando venían a refugiarse a Atenas exiliados de diferentes procedencias: “Nuestra ciudad está abierta a todos: ninguna ley echa de ella a los extranjeros”. Y es que sin la aportación del foráneo, toda ciudad -ergo todo país- está condenada al declive.
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