Si a ustedes les gusta la complejidad y la precisión argumental de un Kurosawa, los tatuajes que aparecen en los cuentos de Junichiro Tanizaki o el brillo de la catana que maneja con virtuosismo Takeshi Kitano en “Zatoichi“, les gustarán estos cuatro cuentos de José Abad recogidos en “El Acero y la seda“. Haciendo uso del proverbial laconismo nipón, este escritor enmarca las historias en ese Japón lleno de samurais siempre dispuestos a matar o sacrificarse por el honor cual Mishimas desatados. En su visión del mundo, la diferencia entre la palabra y la acción resulta inexistente, por lo que una coma mal puesta puede resultar tan letal como un filo. Llama la atención la exactitud de las frases, que parecen seguir su propio código bushido: en “Holocausto” se dirime una cuestión de honor, que acaba por sellarse en rojo sanguíneo; en “Kagemusha” -mi preferido- tenemos una persecución magnífica, una caza del hombre que podría transcurrir en un western de Nuevo México y que termina pasando del plano físico a uno casi onírico, con Doppelgänger por medio; en “El vuelo incierto de la libélula, el vuelo inquieto del gorrión” el elemento lírico estalla como los cerezos durante el Hanami, y el amor, la resignación, el sentido de posesión, la magia y el eterno retorno se alían en un torbellino que me recuerda al tema de la Tetralogía del Mar de la Fertilidad. Por último “Un cerezo en flor y un charco en sangre“, quizás el que menos me llama, no deja de ser un apreciable ejercicio zen en el que podemos meternos en la cabeza de un duelista a espada. El libro viene ilustrado por la mano de José Ruanco, y con un sabroso prólogo de Ángel Olgoso. Por todo esto les recomiendo vivamente “El acero y la seda” y les recuerdo la frase del gran Yukio Mishima: “Tenía pendiente, algún día, conseguir algo, destruir algo. Fue ahí donde intervino el acero”.
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