Señor Toda

| miércoles, 19 de noviembre de 2008 | 11:39



Yo no voy a escribir sobre Obama. Es decir, me parece fascinante su triunfo, y que hayamos acabado con ocho años de prehistoria para hacer un poco de historia, y que nos provea de cierta ilusión, y que le quede estupendamente tanto el traje como el chándal, pero después del confeti hay que dejarle que se enfrente con un perfil bajo y mucha tranquilidad a los inmensos problemas que le aguardan. Por tanto, y para paliar las inevitables decepciones futuras, amplificadas por la mercadotecnia del nuevo Camelot de un Kennedy negro que posiblemente acabe como el anterior -el sueño, esperemos que no Obama-, voy a hacer lo que mejor se me da: contar una historia que a lo mejor tiene que ver con el futuro presidente o a lo mejor no, ya veremos.
Un equipo de antropólogos y genetistas ha pasado los últimos diez años estudiando los restos del Príncipe de Viana, muerto en 1461, y enterrado en el Monasterio de Poblet. ¿Su conclusión?: que la momia no corresponde al príncipe, es más, no tienen ni idea de a quién corresponde. Ahora bien, lo verdaderamente cachondo -o macabro- es que se trata de un esqueleto rompecabezas hecho con piezas de tres individuos diferentes. Finalmente, se ha descubierto que un señor llamado Eduard Toda, diplomático, egiptólogo y escritor, decidió allá por los años treinta que la zona necesitaba un mito y se empeñó en armar un cadáver con el cual materializarlo. Y hasta qué punto tenía un perfil claro en su cabeza de cómo debía ser dicho príncipe, que necesitó huesos de tres esqueletos distintos para lograr componer su figura ideal. El inevitable arcano que yo deduzco de estos hechos sería: ¿que hizo el señor Toda con las piezas sobrantes de los esqueletos utilizados? Una vez desensamblados, nada indica que este buen señor no continuase con su carrera de fundamentar mitos, erigir iconos y basar leyendas, y más teniendo en cuenta las necesidades perentorias que tiene toda sociedad. Confiesen, ¿no les entrará a partir de ahora un discreto yuyu cuando vuelvan a visitar su iglesia, sepulcro o lugar histórico preferido? ¿No inquirirán con prudencia si alguien tiene noticias por aquellos lares de un tal don Eduard Toda? Es más, todo maestro suele crear una escuela. ¿No acojona pensar en la cantidad de alumnos armados de cola y serruchos que podrían haber cursado su particular master en construcción de mitos? ¿No da un ligero respingo considerar que si toda identidad o patriotismo o fe se basa en este tipo de ilusiones fundacionales, en su última matrioska cabe siempre la posibilidad de que se esconda un sonriente y aventajado aprendiz del señor Toda?